JUELLA Y LAS HORMIGAS
Querida sobrina Trini.
Vuelvo al tema que nos ocupó hace
un tiempo a raíz del cesto que olvidaste con el equipo para matear en el rancho
de la Quebrada. Mi
primera contestación a tu e-mail del 8 de enero resulto ser, simplemente, un epílogo
de lo que me tocó vivir al retornar a Juella luego de un largo período de
ausencia.
Lo que aconteció entonces viene a
cuento, además, por que la aventura vivida integrará un librito que quiero
editar y, naturalmente, serán incluidos aquellos sucesos.
Antes que
nada debo informar a mis posibles lectores los antecedentes del acontecimiento.
Se trató de un viaje programado por cinco sobrinas que partieron de Córdoba
hacia el noroeste argentino (Salta y Jujuy), para conocer sus intrincados, ignotos
y sorprendentes lugares; concluyendo, de regreso, en el Museo de la Luz, a la vera de una bodega en
los Valles Calchaquíes, hechura de un suizo con abundantes años y dólares (ahora
ciudadano estadounidense).
La principal protagonista y
responsable del episodio que me ocupa es Trini, profesora de artes y
descendiente pura y nata de los oriundos precolombinos de nuestra Patagonia (su
esposo Pablo, mi sobrino por parte de hermana, es proveedor de fotocopias a la
mitad más uno de los cordobeses e hincha fiel, hasta el tuétano, del Club Boca
Junior).
Martita, arquitecta de alma pero comerciante
de palmas (su esposo Jeany, ingeniero involucrado en una aventuras fenomenal,
cual es tratar de convertir a los
habitantes de un remoto, ignoto y semiárido paraje de la Provincia de Santiago del
Estero, en protagonistas hacedores de nada menos que un establecimiento
agroindustrial modelo, ignorando -entre otras cosas- la siestas proverbiales,
casi religiosas y sin duda rituales de los lugareños, costumbre ancestral esta, que algunos estudiosos dicen anida incorporada
a la espiral genética; modorra que
comienza al medio día para finalizar un poco antes de la cena. Al gusto de los
antropólogos, una cuestión cultural.
Verónica licenciada en Ciencia
Políticas, involucrada en la imposible tarea de encontrar algunas luces, por
parte de nacionales y extranjeros, del “pensar” y accionar de políticos por estas tierras de la plata,
históricamente saqueadas, primero por españoles, luego por ingleses, más tarde
por norteamericanos y finalmente por “dirigentes” nativos. Personajes, estos
últimos, pagados, palanganes, pampacos, petarderos, pelotudos, piqueteros, picaflores, picudos, porrateros, porquerias, pungas, putañeros, y
de a ponchadas (Su esposo Román, veterinario riocuartence, remiso absoluto a
entenderse por estos territorios del norte, con nosotros, nuestros hermanos
altiplánicos y nuestras circunstancias indo americanas).
Carolina, la de la eterna
sonrisa (su marido Gustavo I, ingeniero
también, responsable, en la zona de la “Feria
de las Artes” cordobesa, del gran barullo
en lo que fuera una vieja panadería de “la docta”, y ante el asombro
desconsolado del nonagenario autor de aquella industria primordial que ve salir
de sus hornos, no ya apetitos y crujientes panes, sino cervezas, vinos, tragos
y otras vituallas ingeribles para un multitudinario, jaranero, impúdico y
desbragado público. Una historia travestida).
Virginia porteña por adopción y graduada
en psicomotricidad por vocación, paciente y luchadora (su marido Gustavo II,
licenciado en sonido, sumergido entre botones, teclas y otras incomprensiones,
en el infinito mundo de las resonancias, inflexiones y combinaciones, llevadas
a los extremos de la modernidad).
Ellas,
en fin, las protagonistas de esta historia y desprendidas, por unos días, de
los “mandos naturales”. Ellos, los de del sexo fuerte, resignados acatadores,
esperaban su regreso.
Aclarado el
reparto estelar, la ventura que me tocó en suerte con las cinco “libertinas” y
su gira automovilista, va la historia:
Todo comenzó
en la tercera noche, ya en la quebrada humahuaqueña. Pernoctaron en el rancho de
adobes con revoques bolseados; puertas y ventanas de postigotes y aseguradas
con trancas; baño del siglo XIX (bañadera de hierro fundido de patas felinas y
cortina púdica, depósito de agua a campana y cadena encima del inodoro, mueble
de baño en roble tallado con espejo móvil y lavatorio de pie enlozado flanqueado por dos ventanas enrejadas
que dejan entrar las luces de colores que pintan el paisaje); viguería de
álamos que sostiene techos de cañas y torta de fango; antiguos pisos, ahora más
modernos, de cemento alisado; completa el cuadro un horno de barro con parrilla
contigua. La vivienda integra un pueblito inexplorado de Jujuy, en la ya famosa
quebrada de Humahuaca, titulado Juella y a ocho kilómetros al norte de Tilcara Todo enmarcado entre montañas -amarillas,
rojas, verdes, grises en mil tonalidades-, pisadas de dinosaurios, restos de un
antiquísimo pueblo incaico, quebradas, pequeños valles frutales, minas
abandonadas, misachicos, festividades patronales, carnavales de cinco semanas
(previo, desentierro, principal, entierro y el de las flores, todos a razón de una
semana por capítulo), apachetas, semana santa, fieles difuntos, etc.
Pues bien, de aquella última noche de mujeres solas, de
luna y mates a la luz de un farol a kerosene, quedó olvidado un cesto que
contiene lo indispensable para el ritual compartido.
Ocurrió que, luego del pernote
femenino, el establecimiento quedo cerrado por más de quince días hasta mi
llegada.
Cuando me disponía a insertar la
llave en la cerradura del antiguo portal, descubro, a mis pies, un movimiento
extraño a lo habitual en la morada: desde el masetero, que oficia de bordura
con geranios de flores rojas en la galería, partían y llegaban una interminable
columna de hormigas afanosas que recorrían, siempre de prisa y sin dubitaciones,
un delgado derrotero que cruzaba la galería, subían el escalón de la entrada, desapareciendo
y apareciendo en ritual furtivo por debajo de la puerta. Al observar el cuadro
me llamó la atención la expresión de las protagonistas: las que iban tenían un
semblante entre ansioso y expectante y las que regresaban lo hacían, por lo
contrario, como más relajadas, golosas, algo rechonchas, marchaban agobiadas
cargando en sus espaldas, al parecer, un tesoro. Consideré, en primera
instancia, la situación como una multitudinaria
violación a mi domicilio. Luego de un largo cabildeo individual y sin radicar
denuncia alguna al Centro Vecinal (ante la ausencia de otra autoridad en el
pueblo ¡por suerte!), un tanto cargado de enojo, decidí abrir aquel ingreso
violado impúdicamente por la rendija inferior. A partir de ese momento ¡OH
sorpresa!, la columna de intrusas llegaban a un cesto depositado en el suelo
detrás del ingreso; desaparecían y aparecían, como por arte de magia, en la urdimbre de mimbre del
receptáculo. Con cuidado y temeroso levanté aquel contenedor de objetos para el
mate y lo deposité en la mesa principal, despaciosamente levanté la tapa y se
presentó, ante mis ojos, un desolador panorama: adentro de una bolsa de celofán,
atiborrada de diligentes caminadoras,
yacían migajas de lo que seguramente fue, en sus mejores épocas, una exquisita
combinación de harinas, huevos, manteca,
levadura y azúcar; amasada y sometida a la metamorfosis ocurrida en un horno a
180 grados de temperatura y durante treinta minutos: la torta.
A partir de aquel momento ocurrió
un total desorden del contingente infractor. La mayor de ellas, comandante del
grupo, con cara desencajada me espetó sin preámbulo por que ejercía esa
espantosa privación: de sus libertades y del apetitoso sustento que habían
encontrado casualmente, luego de interminables exploraciones, en zonas no
autorizadas y que, sin el concurso de sus disciplinadas trabajadoras, habría
sido presa de seres monstruos, repelentes y malolientes (responsables en última
instancia hasta de la disgregación humana) los gusanos. No sabiendo que
contestarle ante tan contundente y concluyente argumento, dejé el cesto en el lugar
anterior hasta el día siguiente, rogándoles, a las incansables manducantes, que
terminaran su tarea, prometiéndoles que, cuando regresara a Salta, enviaría a
las autoras del desaguisado, un e-mail
conteniendo la gnosis pormenorizada de los hechos y que provocó, al final, tremendo
desasosiego para con una colectividad de seres afanosos e indefensos, debiendo las
hermanas con la cuñada, reivindicar el
atropello en una próxima visita portando otra repostería con los mismos
encantos e idéntico olvido.
Cuestión que concluyo por este
medio y en este momento.
Será justicia.
Tío Alfredo.
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