DE COLORES



De Colores



Hoy es un sábado de otoño, un día después del 25 de mayo de 2001.

Pocos automóviles bajan por la avenida Chacabuco al 400. En la platabanda, las doradas y bruñidas hojas de los árboles.

Conversan, en la vereda del edificio, dos hermanos: él, recién llegado de Salta; ella, habitante del departamento 12 "D".

El encargado, escoba en mano, observa, registra y analiza —como al descuido— a las personas que transitan por el palier.

—Hola, señora. ¿Se fijó quién subió con usted en el ascensor al medio día?

—No.

—La novia del dueño del tercero "B"... ¡Tiene las llaves!

—¿Qué llaves?

—Las de la puerta principal y del departamento. Viene siempre y entra como por su casa... Ni saluda.

—Bueno... No sea tan estricto.

—¡La juventud de ahora señora Marta...!

       El encargado abre la puerta, se dirige al estratégico escritorio del hall. Mira hacia el pasillo de los ascensores. Registra todo movimiento, Finalmente se sienta, escoba en mano, como los gladiadores a la hora del reposo. Una costumbre desde su contratación. Desde esa posición domina los dos frentes: el de ingreso, al sur y el de egreso, al oeste.

       Son las 13 y los hermanos rememoraban otros tiempos, cuando vivían —en la década del 60— precisamente en ese barrio de Nueva Córdoba; entonces no habían edificaciones de departamentos...

          Se acerca un joven con equipo de fútbol, transpirado, cansado. Encara la entrada al edificio, saca una llave, abre la puerta principal, saluda al personaje del escritorio, gira hacia la izquierda, espera el ascensor.

            Mientras aguarda, dirigiéndose al encargado, comenta en voz alta:

        —Hoy jugamos un rato, solamente; faltaron un montón.

            —Lo espera arriba...

            —Ah... Bueno...

            El deportista sube hasta el tercero.

            El portero se para y, recorriendo su hábitat, regresa a la vereda, siempre con la escoba en la mano. (El escritorio de la entrada, los herrajes de cobre reluciente del portón de acceso y la escoba en la mano componen simbólicamente su emblema y adarga*).  

            — ¿Vio, señora? Entró el que le decía, del tercero "B", el novio de la chica...

           —Seguramente lo espera con un postre casero recién hecho— contesta la del 12 D.

            Risas.

            —Seguro... Muchas veces entra sola con un bolso. Para mí que también le limpia el departamento. Estas cosas se hacen cuando se busca la papeleta.

       — ¿La papeleta?

—Sí... La del Registro Civil. ¡Caza mayor, señora!

— ¡Que machista!

De nuevo risas.

       —Usted no se pierde detalles.

—Ninguno, es parte de mi trabajo. Así es como marchan bien las cosas. Todo controlado.

Se integra con los hermanos a la conversación sobre Córdoba y los estudiantes en la década del sesenta y juntos recorren, imaginariamente, el barrio Clínicas.

Inesperadamente, sin preámbulo, rompiendo la monotonía de la tarde, se escuchan alaridos y golpes de diversas intensidades. Luego, un corto silencio y, enseguida, más gritos, ahora histéricos, matizados con nuevos y violentos golpes. El bochinche no cede. Ahora se incorporan el cantarín sonido de cristales rompiéndose, el más sordo de las lozas que se quiebran y el trueno de los metales rebotando contra el piso.

El portero, azorado, mira hacia arriba.

—Es en el segundo o el tercero piso—, dice en voz baja.

Abre la puerta principal y se dirigen al ascensor. Suben con él los dos hermanos. Primero se detienen en el segundo piso, después en el tercero. De allí provenían los desajustes sonoros. Ahora con mayor intensidad.

— ¡Le juro que nunca, en muchos años, escuché esto, señora! ¡Por mi santa madre!

Luego, dubitatvo se aproxima a la puerta, finalmente se anima y trata de ingresar al departamento de donde proviene la batahola, pero la "trampa" está cerrada. Golpea con insistencia pero el intento resulta tan inaudible como un suspiros durante una tormenta eléctrica Insiste uno o dos minutos. No hay respuesta. La algazara continúa. El encargado está muy  preocupado, casi exasperado, va y vuelve vacilante entre la puerta del departamento y el “descensor”. Sigue con la escoba en la diestra.

—Llame a la policía que esto pasa de castaño oscuro. Parece muy grave —le recomienda la dueña del 12 "D".

Por un momento cesan los ruidos y ocupa el espacio sonoro un llanto desgarrador.

El portero baja a los saltos por la escalera. Los hermanos se quedan  replegados en el pasillo, pálidos, mudos, quietos, esperando quien sabe qué trágico final.

Pasan los minutos y se reanuda la guerra con igual vigor. Nuevamente los golpes y gritos; ya no se escucha el quebranto de los objetos contra las paredes. Seguramente se acabaron los platos...

—¡Por fin llegan los policías! ¡Rápido, hagan algo, la está matando, no abren! —dice el caballero de la barredora de paja.

Sin mediar palabra, como si de una rutina se tratara, el más robusto de los recién llegados toma distancia de la puerta del departamento y comienza el breve pero vertiginoso, arrollador y seguro recorrido hasta golpear con su medio costal derecho la madera de la portada que gruñe ante el colosal impacto. Con el estruendo se apagan, súbitamente, los ruidos del interior. Pasan unos segundos. Todo es silencio. Los policías se escudan al lado de la puerta. Los hermanos, atrás de los uniformados. El encargado atrás de los hermanos con la escoba tomada fuertemente con las dos manos.

La misma mole humana retoma su ubicación para el asalto final y se dispone, en posición de medio perfil, a embestir nuevamente la puerta del departamento, pero ahora con mayor fuerza. Inesperadamente se empieza a escuchar el suave y delicado ruido de la llave al penetrar en su orificio y girar. La mole da un paso apresurado hacia el otro costado; igual que los compañeros de uniforme desenfunda la pistola y apunta el techo. Todo listo para disparar. Finalmente se abre, enclenque, tímida, la puerta.

El interior de la vivienda parece haber sufrido las consecuencias de un sismo grado ocho. Nada está en pie: por todas partes lozas blancas con filetes dorados hechas añicos, corridas manchas carmesíes sobre las paredes; una cortina naranja desgarrada a medio caer desde su ventana; cuadros con pinturas de los cerros multicolores del norte argentino se habían deslizado hasta el suelo  permaneciendo todavía verticales; una lámpara de pié añil, pero acostada y su pantalla con flores pajizas al lado de un esquinero de tinte fuliginoso. Visto desde otro ángulo, sobre el piso salmón, charcos de líquidos varios, algunos incoloros y otros, pintos: rojo púrpura, índigo, cadmio; dentro de los ocres, siena,  crudo y hasta limonado, terra verde y musgo; botellas de variados tamaños, colores y transparencias, muy pocas todavía sanas. En síntesis, un cuadro de acuarelas lavadas  que a partir de los colores primarios, se iban mezclando y formaban otros secundarios y hasta terciarios. Todo integrado en un colage tridimensional y en zafarrancho. Casi una obra maestra del surrealismo... Completan el cuadro algunas toallas de baño color bergamota con vivos granas, en el living; cubiertos de cocina con mangos caoba, en el pasillo; sillas grises de recepción, quebradas, en el dormitorio; ropas varias en el piso del comedor; un tenedor clavado y doblado, en la mesa principal.

En fin, una perspectiva del terror. Aquello parecía brotado de la inspiración de Dalí.

Al lado de la puerta, en el interior, el dueño del departamento con un atuendo deportivo azul y blanco, mojado y ensangrentado. Uno de los pies, sin calzado, portaba una  media celeste. En la mano derecha, un cuchillo delgado, largo, con mango mostaza, terminado en dos puntas, de los usados para seccionar pescados; en la otra, crispada, un oflador de madera amarilla. Los ojos marrones, desorbitados. El gesto, con rictus infernal. Los pelos castaños de la cabeza, totalmente revueltos, enmarañados y mojados por la transpiración.

En un rincón del living, la novia, cerca de la ventana estaba caída, enrollada sobre sí misma, con la cabeza entre los brazos; el vestido gris,  casi limpio —a causa de una “calenda purpúrea”—, aunque descolocado; la cabellera rubia despeinada de la que se sostenía, apenas, una bincha bermellón, nacarada. Aparentemente no presentaba signos de violencia. Estaba rígida como una escultura alegórica a la derrota. Apenas, muy levemente, se adivinaba un  movimiento del tórax, indicativo de respiración. De tanto en tanto se escuchaba un débil sollozo,  trémulo.

—¿Qué pasa aquí? —espetó imperativamente el oficial, dirigiéndose al propietario del 3º "B”—. ¡Suelte el cuchillo y el palo! ¡Tírese al suelo, boca abajo! ¡Rápido y no se mueva más!

Se acerca el gordo rompe portones y recoge el cuchillo del suelo.

Un tercer policía, se aproxima sigilosamente a la chica, la observa de todos lados y le pregunta casi al oído: 
—¿Cómo estas?. -La novia levanta la cabeza y asiente. 
—Está bien, parate —le ordena la autoridad.

—Yo no hice nada, no sé..., —balbucea la niña.

El oficial, arrodillado, le coloca las esposas al novio.

En ese instante ingresa el gordo, vociferante: 
—¡En el baño, oficial, venga a ver, rápido!

Todos corren al baño, hasta los hermanos que habían ingresado sin proponérselos llamados por un escenario kafkaiano, jamás visto, ni siquiera imaginado.

Aquello parecía sacado de los infiernos dantescos en el primer día (un viernes no muy santo).

En las paredes de azulejos beige, trazos audaces, decididos y chorreaduras de colores vivos concretos, abarcaban el espectro cromático desde las gamas, púrpura, carmesí, escarlata, a los rojos arterial y venoso. En el piso, dos envases, uno de champú y otro de gomina vertían sus contenidos violáceo y azul transparente; en un rincón resaltaba la impronta dejada por el estallido de un pomo de pasta dentífrica cuyos trazos blanco, verde y rosa subían a la pared poniendo un toque de delgada decoración, delicadamente, hasta de distinción; la tabla del inodoro ocre, estaba depositada en una de las esquinas con la base desarticulada; la ducha dejaba caer un rocío humeante, blanquecino, dando un movimiento —contradictorio— en aquella “naturaleza muerta”; un par de zapatillas cian y crema, encima de un bollo de ropas, en el otro rincón; el lavatorio, marfil y de loza, estilo imperio, partido; la mitad se mantenía en su  posición; la otra, dentro del bidet del que salía proyectado al techo un chorro fino de agua cristalina incolora que se iba abriendo a medida que subía, como en las fuentes y bebederos de los parques o plazas en los días festivos. En el suelo, fragmentos de un espejo, casi cóncavo, reflejaban el intrincado colorido de la estancia, haciéndolo todo más rico en variedades y tonos. Remataban la composición, concretos, universales, un cepillo de dientes morado  y el peine negro.

Por fin, de la bañadera,  mezclados entre la cortina pardilla  y una toalla ámbar manchada, aparecía, por un costado, una pierna morena, velluda, descalza; por el otro, una mano derecha  apretaba, todavía, el vástago de un cepillo ambarino de los usados para enjabonar la espalda. Entre los pliegues de las telas se dejaba ver, como al descuido, parte de genitales masculinos cetrinos y maltrechos.

— ¡Sáquenle la cortina...! ¡Veamos si está vivo!— ordenó el policía de mayor rango.

Antes de que procedieran los otros dos, aquel envoltorio en espirales de trazos multicolores, empezó a moverse desde lo profundo, apenas, muy lentamente, asomándose paulatinamente;   primero aparece la otra mano, la que se había prendido del grifo plateado. Con gran esfuerzo va incorporándose. Es una humanidad desdibujada: uno de los ojos desaparecido por la tumefacción vinácea de los párpados; los labios proyectados hacia delante, rechonchos, morados, ladeados y semi abiertos dejaban ver algunos espacios oscuros de otros tantos dientes  faltantes, rompiendo las hileras marfil, y la saliva que manaba en hilos rosado; el mentón, también magullado, con estrías carneas, brillantes; los pómulos, amoratados y enormes. Completan el cuadro rojas heridas cortantes en una oreja y la mejilla izquierda. La sangre empezaba a perder su carácter rutilante para transformarse en un  maquillaje opalescente y escamoso.

Era un cuadro de la escuela impresionista, brotado de la paleta de Vincent van Gogh, o un esperpento creado por Valle Inclán o una de esas composiciones increíbles soñadas por Quevedo.

Morocho, el hombre, piloso y maltrecho.

¿Era aquello el resultado de la pelea de un Neandertal con el Homo Sapiens?

—¿Podés caminar?

—Sí —se anima el destrozado.

—¡Vestite!

El oficial regresa a la entrada del departamento y conversa con el hombre de la escoba.

Se escuchan sirenas.

Salen del infierno los tres personajes:  la novia pálida,  el novio rojo,  y el otro,  morado. Suben al patrullero.

El portero, sin dejar la escoba, se posiciona en el escritorio de la entrada. Por lo bajo dice: “un novio de puta madre”.

Son las 14 hs. Los autos pasan rápidamente hacia el centro de la ciudad, como siempre.

Los hermanos suben al 12 "D"; tienen que prepararse para el casamiento de una sobrina.

Al anochecer, de rigurosa etiqueta, los hermanos abren la puerta del “descensor” y se encuentran con el encargado que, apoltronado en su sitial y con el báculo en la mano, pontifica:

—¿Se enteró, señora? El hombre se escondió en el baño; no había otro lugar., le sirvió “bien” poco.

A los cinco días, con las improntas de la contienda casi borradas, ingresan al edificio, el jugador y la "botinera", bien tomados de la mano. 
El "pontífice", desde su trono y con el escobajo en la mano registra, como al descuido, mirando hacia el este.







* Escudo, resguardo.