1954 - 1958. Colegio Nacional.

 

 

 

1954 – 1958 con Algunos de sus eventos

Colegio Secundario.


Suena el timbre que  anuncia la clase con el “grueso” Ing. Manuel Pérez. (Surge la ocurrencia de algunos de los compañeros del curso: una caricatura dibujada en el pizarrón, la de una ave doméstica bien alimentada y con la cara en remedo caricaturesco del ingeniero Pérez picoteando números de un plato; abajo en letras de imprenta se proclamaba: “Pollo Gordo”. La genial obra burlona esperaba la entrada del mismísimo personaje representado. Cuando ingresa, mudo, se para frente a la figura, resiste, examina la obra por algunos segundos, toma el borrador y con una sonrisa hace desaparecer el ingenio; sin mediar palabra toma la tiza y traza un gran círculo, comienza su sabiduría: a partir de entonces se inicia el dictado de trigonometría. Así es como trascendió todos los lìmites el alias inaugurado esa mañana, el que cargaría como Gobernador y por toda su vida: “El Pollo Gordo”.

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Entre los camaradas teníamos el honor de que estuviera el mayor promedio del establecimiento: el abanderado Carlos Eduardo Oroza; este “bocho” tenía solo un sitio enclenque: no podía dibujar nada decente ante los ojos del Profesor Fernández. Un compañero, con habilidades en el arte pictórico, le hacía "bajo poncho", los trabajos en clase para merecer un 10 y los arrimaba a destino subrepticiamente. Pero ocurrió lo insólito: en uno de los trimestres, en aquel tercer año, el dibujante no presentó ni un solo diseño propio: luego, en la libreta de calificaciones apareció la nota correspondiente: ¡¡Un cero!! Esta evaluación lo condujo a rendir examen a fin de año. En aquella oportunidad, también, hizo los trabajos para todos los compañeros nulos al tiempo de dibujar. Esta vez sí presentò el propio. Cuente este, como uno más de tantos hechos que bordonearon en el inmemorial grupo.

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Otro de los eventos fue el "dia de la madre": numerar en voz alta y a coro (1, 2, 3, 4…) el sonido cada vez más lento de pisadas de la docente cordobesa de literatura al descender por la escalera para arribar al subsuelo, donde funcionó el tercer año “C”. Su sorpresa fue mayúscula: nuestro compañero Emilio Simeón Moreno y en representación de todos, con palabras emotivas, entregó un gran ramo de rosas  a la Profesora Ana María Postigo de Vedia, que con ojos brillosos por las lágrimas y voz quebrada, no pudo responder; estaba próxima a dar a luz su primer hijo (1956).

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En los tres primeros años se dictaba la materia “Inglés” pero, en cuarto año, se debía optar entre italiano o francés. Yo elegí esta última lengua. La división idiomática implicó que, en la hora de clase, la mayoría de los alumnos (estudiantes de italiano) quedara en el aula; la minoría nos trasladábamos al anfiteatro. Este es un recinto con butacas en gradería ascendente y un escenario en discreta altura. Entre ambos había un espacio a nivel del piso del pasillo por el cual se ingresaba al lugar. Arriba, en el proscenio se encontraba un foso -para el apuntador- con una tapa también de madera. Una mañana, finalizado el recreo, nos dirigimos a la “gradería”. La profesora, una señora ya madura con difícil pronunciación del español era, sin embargo, nativa de las islas Filipinas, igual que su esposo. Estimo que eran las únicas personas provenientes de aquellas lejanas tierras -violada hasta el cansancio, entre otros, por españoles, franceses e ingleses-.A eso se debería, posiblemente, la multiplicidad de idiomas que la pareja habla. Madame Yahni era baja, de rodillas alejadas entre sí que dejaban un buen espacio entre ambas; tenía gesto duro, conducta implacable, y mal carácter pero no se mostraba tan estricta al momento de calificar. Era una “profe” de respeto. Cuando ingresamos al “aula” -y minutos antes de la presencia de la educadora- tuve la muy mala idea de explorar el cubículo destinado para el apuntador, desde donde se dicta los pasajes no bien memorizados por los actores en las obras de teatro. Entonces, levanto el cerramiento del orificio y bajo sin mayor dificultad; bajo al foso; ya en el interior, repentinamente, quedo a oscuras: mi compañero Mario Pérez ha recolocado la tapa y se para encima. Intento empujarla hacia arriba pero es imposible: han corrido el piano de cola hasta que una de las patas sella definitivamente la entrada. Quedo encajonado; felizmente hay una rendija entre la tapa y el piso por donde penetra un haz de luz.  Se sienten los pasos ligeros y breves de  Madame y el barullo de los “actores” en búsqueda, precipitada, de las respectivas butacas. Luego… “silencio”.

–“Bon jour” -saluda la profesora e ingresa a la parte baja, entre el escalonado de asientos y el escenario.

-”¡Bon jour, madame!”. –contestan a coro los alumnos. Repentinamente, el haz de luz de mi habitáculo mengua  y aparece una sombra en la rendija porque la señora estiró su brazo hasta el escenario y depositó la cartera, precisamente en la ranura de la iluminación. Ante la difícil circunstancia de mi encierro, decido pasar aquella hora en ostracismo, en silencio y con paciencia. ¡Jamás delatar!  Es una Ley consensuada: “Llevar la cruz”. En el exterior reina la paz, sólo se escucha a la profesora. Los alumnos, una “pinturita”. Nadie murmura y, además, ponen cara de “Aquí no pasa nada” aunque todos sí saben lo que ocurre con el compañero “recluso”. Transcurren interminables minutos. En aquel estado de absoluto ostracismo, se me ocurre la peor de las ideas: guiado por la sombra que dejó la cartera de la profesora, introduzco los dos dedos indicies en la ranura hasta tocar los extremos del cuero,  levanto suavemente en perfecto sincronismo digital y traslado el objeto unos centímetros, hacia uno de los costados. Ahora ocurre lo inaudito: una carcajada unánime se apodera del conjunto de estudiantes y retumba en el anfiteatro. El detonante del jolgorio es, obviamente, el misterioso desplazamiento a espaldas de la docente. Un tanto preocupado por la respuesta a mi “fullería”, me coloco nuevamente en cuclillas. La clase se reanuda a pesar del desconcierto de la madame Yahni. Pasan algunos minutos y me animo nuevamente: los mismos dedos, el ascenso, el traslado del adminículo de cuero hacia el otro lado y el descenso consiguiente, nueva algazara unánime, imparable. La profesora está desconcertada, mira para todas partes pero no advierte nada. Esa rutina se repite algunas veces más. El resultado, una clase fallida. Suena el timbre de finalización de la hora. Madame Yahni recoge su cartera y se retira con un rictus amargo. Siento que se corre el piano,  se abre la tapa del encierro  y voy saliendo a la libertad. En ese instante, la profesora vuelve al teatrillo. Nunca supe qué la hizo regresar -dicen que las mujeres son, sobre todo, intuitivas- y ahora presencia mi “resurrección”

-Venga conmigo, Linares -ordena con autoridad.

La sigo y nos dirigimos a la Rectoría.

Oscar Marín -Rector del Colegio- y la profesora Matilde Yanhi  hablan unos minutos. Yo espero en la puerta. Ahora me conducen a la oficina siguiente, a la sección “alumnos”

 -Secretaria, le pone 24 amonestaciones al alumno Linares  -remata el Director.

 Desde aquel día de 1957 -y faltándome una amonestación para perder el año- me resigno a ser el más disciplinado alumno del Colegio.

 

 

Es hora del descanso para concurrir al baño, o conversar en los corredores, o el patio… Nuevamente el sonido de ingreso al aula, vamos a la clase de elocuencia; entramos y esperamos parados a la profesora, la más estricta: Sra. Rosario Lacunza de Pockorni. La puerta abierta. Aparece la excelente educadora, pero poco clemente. No termina de llegar al escritorio cuando detiene la marcha bruscamente, rígida da un medio giro, con gesto severo dirige la mirada al conjunto y pronuncia con rigor tajante levantando la voz: “¡¡¡¡Linares afuera!!!!!... Tomen asiento”. Ante semejante evidencia dejo mi lugar en mutismo, me dirijo a la puerta, la abro, salgo, la cierro. Después de la admonición de la “profe” se instala en el curso un silencio macabro. Estoy en la galería, pretendo adivinar lo que acababa de acontecer.. No llego a pensar en que recóndito lugar puedo pasar desapercibido cuando, a segundos de la expulsión, se abre la puerta y aparece uno de mis compañeros y me dice: “entra”, y entro… Está todo dicho: camba de destinatario la sentencia, por auto confesión; ahora ocupa mí lugar en el corredor, expulsado, el autor del desaguisado, es  mi amigo y compañero Mario López. Ingreso: “Permiso”… Me dirijo al pupitre que me corresponde en la última hilera sobre la pared de las ventanas que se abren a la calle Belgrano, atrás se sienta José Plaza, adelante Bernardo Guillermo Matthews. La clase permanece en silencio. “Abran las carpetas”, ordena altiva y se inicia el dictado de literatura en el 5to año “A” del “Colegio Nacional Teodoro Sánchez de Bustamante”, con escudo: “Casa Nacional de Estudios de Jujuy”; creado en 1869 por Don Domingo Faustino Sarmiento en “La Muy Leal y Constante Ciudad de San Salvador de Jujuy”.

 

 

La hombrada, con Lacunza, que cuento al final -ocurre el último de los años cursados en el inolvidable Colegio Nacional- como las otras muchas "gestas" sobrevenidas en ese lustro señero a partir de 1954. No obstante amerita una acabada reflexión:

Se genera esa camada desde la primaria, en la Escuela Manuel Belgrano; otros compañeros se unen en el Colegio Secundario. Se va multiplicando en el grupo un sentido de unidad, de solidaridad. Todos formamos un equipo donde prima, un fuerte compañerismo para abonar la amistad, con devoción. Esta condición implicó reglas tácitas, definitivamente cumplidas con fervor y complacencia: no aconteció nunca algo convenido, escrito, ni siquiera conversado, brotó solo como un regalo imperecedero con apego muy fuerte; jamás una delación, una queja, una agresión, todo se hace con el mandato de la afición, la empatía y la alegría. Hubo y lo hay un contrato irrenunciable a esta condición, a partir de aquel auto propuesto "trabajo en equipo".

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En el Hall de entrada del Colegio Nacional de Jujuy, hay una placa de bronce -la única-. Testigo mudo de aquel equipo forjado con lazos indestructibles. Allí están los nombres de los bachilleres egresados del 5º año  “A” en 1968; y todos los años sin que falte uno, los 28 de diciembre, nos volvemos a encontrar.

¡Seguimos juntos en el metal y en los corazones, para siempre!

 

Noviembre del 2020.-