Loro Viejo



Loro Viejo
                                                                  
A ocho kilómetros de Tilcara, por la ruta 9 y la provincial 14, hacia la Cordillera de los Andes, a una altitud cercana a los 3.000 metros sobre el nivel del mar, existe un poblado con ranchos desperdigados,  durazneros y flores rosadas a la vera de la ruta  
Un capataz hábil y trabajador con dos subalternos “media cuchara”, cansinos, levantan una alquería de adobes hechos con fango y paja; al techo lo sostiene  tirantes de pinos, encima un enjambre de cañas cubiertas con una torta de barro; el piso de cemento  alisado, de color azul en los dormitorios, y verde en el resto; las puertas sin  banderolas y ventanas de madera, provienen de antiguas casas demolidas, adquiridas en  negocios de compraventas. Todo imprime un talante que conmemora a los fines del siglo XIX. Rodean el evento, sauces llorones, álamos, molles, tuscas, algunos cactus y maizales. Es un valle que discurre al lado del río. En la falda de la montaña, al frente, resiste el tiempo un antigal; otrora viviendas precolombinas que todavía ocultan su historia entre restos de cimientos, paredes,  y fragmentos de cerámicas decoradas; se trata de la más extensa y antigua ciudadela precolombina de la Quebrada de Humahuaca. Todo enmarcado por cordilleras que, a partir del cerro amarillo, se conjugan en la lejanía y completan el  portentoso cuadro de colores terrenales en contraste con el intenso cielo y los borbollones de las nubes, o con la noche salpicada de diminutas luces tímidas.
El “Jefe” de los constructores, con habilidades múltiples, algunas innatas otras no tanto, trabaja el barro, las piedras, y los tirantes: como a la arcilla los artesanos, a las rocas los marmoleros, o a los troncos los carpinteros.

Nuestro personaje acaba de cumplir algunos años en la cárcel:
Aconteció unos años atrás cuando se le ocurrió comprar una ambulancia en ruina, desbastada y olvidada en un baldío. Monumento agotado que solo conmemora trajines inexorables. Nuestro hombre la supo pagar como chatarra: “por dos pesos”. Con esfuerzo inicial logró mudar de aires las llantas mohosas con cubiertas graves, por otras bien pintadas luciendo gomas usadas pero redivivas. Enganchada a un tractor fue arrastrada y ubicada en un callejón retirado y solitario del poblado. Pasados algunos días, el lugar se transformó en un taller “hechizo” con ajetreos sin pausas: "de sol a sol". Después de cuatro meses el viejo vehículo reluce con las mismas condiciones de antaño. ¡Un auténtico milagro! La pintura blanca brillante resalta las leyendas inscriptas en rojo intenso que con letras de molde anuncian: “AMBULANCIA” y en caracteres más pequeños: “Emergencias Médicas”. Completa el equipamiento una potente sirena, la cruz luminosa, y luces centellantes en el techo. El vehículo fue bautizado y aprobado por viandantes y vecinos como “La Ambulancia del Albañil”, apta para un destino noble en aquellas tierras remotas. (Nunca se supo quién fue el filántropo que aportó los caudales necesarios para tamaña obra de renacimiento). Completado el trabajo, fue sometida a la “prueba de ruta”: un viaje (sin  enfermo), por el demoníaco camino con infinitas curvas y cornisas abismales que conduce, por màs de cien kilómetros, desde La Quiaca hasta el muy bello y olvidado pueblo de Santa Victoria Oeste. ¡Verdadera cata de fuego!
El segundo y definitivo destino fue un desmantelado pueblito ubicado a unas decenas de kilómetros de la frontera con Bolivia, en el extremo norte de la geografía Argentina. El protagonista se instaló, con los ayudantes, en una casa desocupada y alquilada a un pariente ausente. Ubicaron la ambulancia bajo un cobertizo en el baldío vecino.
La curiosidad propia de los lugareños, incluida la de policías y funcionarios aduaneros, fue satisfecha con un pliego dactilografiado ¿"oficial"? que reza:

Ministerio de Salud de la Nación
-AUTORIZACION-
 Por la presente se permite el traslado de enfermos dentro de nuestra jurisdicción. Asimismo se hace extensiva la presente a ciudadanos de la República de Bolivia en los casos que, por la gravedad y urgencia del caso, sea requerida desde el país vecino para su transporte a un centro de salud de mayor complejidad”.
Rematan una firma ilegible y un dudoso sello aclaratorio
“Responsable Zonal de Emergencias Médicas y Traslados”.


       Ya instalados en el poblado y  luego de algunos días de inactividad, un domingo al anochecer acontece el viaje inaugural: ¡Al volante nuestro héroe, en forma repentina por las calles de la ciudad altiplánica resuena la sirena, imperiosa! Se abre paso entre niños que juegan a la pelota y perros vagabundos. Detiene la marcha en la cola de vehículo que esperan completar trámites para el paso de frontera. Empleados y gendarmes ya enterados, por “el  boca en boca”, del vehículo sanitario y la misión altruista a la que está destinada, despejan el paso con urgencia y queda libre el puente "Gobernador Guzmàn" sobre el río que delimita la frontera.
       El regreso ocurre en poco tiempo, al anochecer; esa vez el gruñido vertiginoso del motor, las luces encandilan, la bocina intermitente y el ensordecedor chillido de la sirena movilizan a los uniformados de modo tal que ya próximo al control, ligeros, abren nuevamente el paso. Se detiene en el registro brevemente, solo reporta el nombre del enfermo. Reanuda la marcha, de nuevo la alarma, la bocina y las luces... Transita escoltados por dos cordones de  policías bolivianos y gendarmes argentinos de a pie que saludaron con gestos militares el raudo y polvoriento decurso de la ambulancia que se pierde en el infinito desierto de la Puna.
En lapsos irregulares, pero con “intermezzos” de algunos días, cruza la frontera y regresa de igual forma: breve parada en los controles, alli informa el nombre del desventurado en grave estado. La rutinaria y breve inspección ocular del interior del móvil, deja ver una silueta humana reclinada en la camilla que, tapada hasta la coronilla, desaparece bajo una tela blanca con  manchas rojas: revelación de un maltrecho. Al lado un enfermero. Inunda el recinto quejidos lastimeros de dolor. El sanitario, con la mano izquierda en alto, sostiene el envase de vidrio de un goteo y su leyenda: “Solución glucosada”, desde el botellòn la fina tubería desaparece debajo de la sábana que cubre al mórbido, con la derecha soporta la máscara de oxígeno conectada a un tubo de metal arrinconado y sujeto con dos abrazaderas; al costado una caja de madera abierta pintada de blanco con una cruz roja que anuncia: “BOTIQUIN", en su interior” deja ver jeringas, vendas, algodón, gasas, frascos, un tensiómetro y cajitas de medicamentos varios. el conjunto urge a muerte y se adueña de la escena.
       El permiso para sortear los controles se hace apremiante. El derrotero a recorrer no  espera, una cuestión que tiene que ver con la solidaridad internacional, con los derechos humanos.
Las urgencias se repiten, el ayudante luce delantal blanco y gorro de enfermero. Figura de un acaecimiento; sacude la curiosidad de  ancianas y niños que salen a la vereda ante el sonido,  imperioso. El recorrido por las ciudades fronterizas convoca una muchedumbre; un gesto de reconocimiento a tanta entrega.
La gesta funciona “a todo trapo”. Por cuestiones rutinarias, un día, cambia la dotación, son gendarmes ajenos a los viajes de nuestros protagonistas. Detenida la ambulancia, uno de los nuevos guardias  argentinos tiene la curiosidad de subir al habitáculo posterior: observa detenidamente la escena, por fin descorrer la cubierta ensangrentada. ¡Ohhh! ¡Sorpresa! El paciente, metido en una camisola blanca, no presenta ninguna mancha  encarnada y dibuja en su rostro un gesto de confusión suprema; se lo ve saludable y con los zapatos puestos. El oficial ”semblanteador” advierte que la tubuladura del "suero" no se conecta a ninguna parte y la máscara de oxígeno no emana gas. Ante este cuadro saludable decreta, sin más trámites, al enfermero que desciendan, y al “paciente” que se levante y haga lo mismo; procede a destrabar la camilla y ordena a dos compañeros que la retiren. ¡Aparecen, ahora, tres grandes fardos de tela gris bien sellados con cinta de embalar!
El final de los traslados arriba con el decomiso de “la blanca” y la detención de la dotación "sanitaria". Así finaliza esta parte de la historia.  
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“¿Ya pasó el loro viejo?” Pronuncia el antiguo chofer de ambulancia. “No todavía”, contestan a coro los dos ayudantes del albañil y retoman, nuevamente, sus trabajos barrosos.
El poniente tiñe el paisaje de naranjas, los vientos de la tarde exalta el arrullador rose de las hojas de los  árboles; la tarde enciende el encanto del panorama, 
revolotean  bandadas de pericos verdes impregnando la campiña con sus chillidos típicos. El reclamo por el paso del loro viejo se repite todas las tardes, cuestión que comienza a intrigar al propietario. ¿Por qué esperar a un loro en vuelo que pase sobre la obra y ser, además, viejo?
       La clave para entender la ocurrencia tiene que develarse:
       Dirigiéndose al albañil, el dueño interroga:
       -¿Cómo es eso de si ya pasó el loro viejo? –Risas.
-Lo que ocurre -responde-, es que los loros jóvenes, con el buche lleno, andan en bandadas dando vueltas y persiguiendo a las loras. Van gritando de contentos un tiempo largo antes de buscar en los álamos sus nidos, pasan y vuelven a pasar un buen rato antes de la noche, cuando el sol se está perdiendo. De repente aparece uno solitario que va volando recto, es el loro viejo que ya comió; como no le interesan las loras y ya no tiene tanta fuerza, va desde la chacra  directo al nido. ¡Es la hora en que nosotros, también, nos vamos a las casas!

       Una rutina centenaria de los pobladores de "Juella" que, prescindentes de mecanismos complejos, como el de los relojes, el  tiempo de terminar la tarea diaria lo marca, puntual, la naturaleza con el paso del loro viejo. Es la hora de dejar las herramientas e ir a buscar sus nidos...