"Treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres"




“Treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres”

         Finaliza la instrucción militar y el fuerte entrenamiento; atardece. Deambulamos por el cuartel en espera del “rancho”.
         Uno de mis compañeros, de contextura reducida, apocado y poco comunicativo, es de profesión zapatero remendón. El jefe de la compañía, capitán Lidio Omega -alertado de sus habilidades- lo destina a componer botines desquiciados. Pierde, de esta forma, la continuidad en la instrucción para los dos primeros saltos en paracaídas. El segundo lanzamiento el 15 de julio de 1961, al siguiente día del debut, tiene como finalidad no dar tiempo para reconsideraciones y reculadas. El taller para arreglo del calzado está ubicado en la cuadra (1)  de la primera compañía que funciona en una pequeña habitación a la que se accede por uno de los laterales del edificio.
         Me acerco al colimba de los arreglos botineros.
         - Hola, Herasinovich.
         - Hola.
         - ¿Cómo andás?
         - Bien.
         - Disculpame… Quería conversar con vos porque tengo una duda. ¿Puedo preguntarte algo de tu profesión?
         - Claro.
         - Primero: tu apellido me hace pensar que sos de origen judío.
         - Si, soy judío.
         - Y tus dos padres, ¿son judíos?
         - Claro, ellos son judíos.
         - ¿Por qué elegiste ser zapatero?
         - No elegí. Mi padre ya era zapatero, esto lo heredé.
         - ¿No estudias?
         - No… -ahora, silencio…
Finalmente me animo:
         - ¿Tu familia es pobre?
         - Sí.
         - ¡Pero cómo!… ¿Decís que sos judío, y los judíos no…? –me interrumpe la pregunta.
         - Sí, hay judíos muy pobres, como nosotros.
         - ¿Y la comunidad…?
         - Te dije que somos pobres… -ahora cambia el tema de la charla-. Estoy aquí porque quiero ser paracaidista. (2)

         Otro silencio… Luego hablamos de bueyes perdidos.
         Desde entonces conversamos muchas veces, en las tardes, antes de la cena.
         Quedó grabado en mí aquel compañero tímido y bueno que quería ser paracaidista a toda costa y lo mandaron a remendar calzados; pero insistió hasta las lágrimas, y fue reincorporado a la instrucción.
         Lo que no puede superar es la turbación al tener que enfrentar el vacío en el momento de arrojarse desde el avión, un DC3.

         Finalmente le encuentra la vuelta y salta; casi como todos.

         Subimos (en tandas de 30 soldados), al bimotor de la Segunda Guerra Mundial cargados con dos paracaídas: uno, el más pequeño, en el pecho con una manija dispuesta para emergencia en el caso de que el otro, el principal, el de la espalda, fallara. De este último, parte una correa que finaliza -unida con una piola de algodón-, en un dispositivo  que en el momento previo al salto, enganchamos en el cable de acero que transita por el interior del fuselaje.
         Ya en vuelo y a la altura necesaria, se dispara el torbellino del apronte: las órdenes, la formación en fila india a lo largo del aparato, el gancho en el alambre, el arrimarse a la portezuela de la aeronave, el aferrarse al marco de la puerta… Ahora se abre ante los ojos el vacío, la nada… Y la decisión de arrojarse… Y la adrenalina…
         -Preparados, listos, ¡¡YAAA!! -ordena el superior con veloces y sucesivas palmadas en los traseros de cada uno de los reclutas, palmada que en caso de titubeos se transmuta en empellón.
         Nos arrojamos con fuerza reprimida, apretando muy fuerte los dientes y la agarradera del salvavidas del pecho. Nos hundimos velozmente en el espacio mientras la correa del paracaídas de la espalda -enganchada en el cable del interior del bimotor- despliega la tela; al final, la atadura al gancho se rompe. Ahora se pronuncia: “Treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres” y miramos hacia arriba para verificar que el género esté inflado. (En el caso de que esto no ocurriera queda -como recurso in extremis- el paracaídas de pecho que, al tirar de la empuñadura, se expande). Luego, el gran sacudón al concluir, abrupta, la caída libre con el paracaídas ahora henchido. Súbitamente -después del torbellino total, y feroz-, surge una sensación de armonía, un silencio total, acogedor y la insignificancia de lo terrenal se manifiesta: el paisaje se despliega en horizontes infinitos, nuestra propia voz se pierde en el espacio, no hay nada que la devuelva, solo llega el murmullo de la tela en su disputa con el aire. Permanecemos inmóviles, en paz, clavados en el cielo mientras la tierra se acerca lentamente, hasta el encuentro a veces emotivo y otras veces brutal.
        
         Luego, en el atardecer a campo abierto contemplamos -plantados en tierra firme- un reguero de copos blancos que se van abriendo de uno a uno en el cielo azul, sucesivamente. Es sabido -y esperado- que uno de nuestros compañeros, desafiando los elementos y sus temores, regresa ahora tranquilo, parsimonioso, lento, pero victorioso; desciende con los dos copos, el de pecho y el de espalda, desplegados al mismo tiempo, mucho antes del “treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres”. Es un reto triunfal y es mi amigo, Hugo Herasinovich.
 

         (1)   Cuadra: En la jerga militar dormitorio de la tropa.

           (2)  “Javeh, el Dios de la justicia, no fue ya una misma cosa con Israel, una expresión del sentimiento personal del pueblo: fue desde entonces un Dios bajo condiciones…; su concepción fue un instrumento en manos de los agitadores sacerdotales, los cuales desde entonces interpretaron toda fortuna como premio y toda desventura como castigo de una desobediencia a Dios, aquella manara mentirosa de interpretar un presunto orden moral…”.

“El anticristo”. Friedrich Niatz
sche. Centro Editor de Cultura. Pag. 49
 
 
 

Camarote



Historia de un Camarote
FF.CC. Belgrano

       Muy temprano, como todos los días en el cuartel, la formación en  la Plaza de Armas.
       Luego de izar la Bandera, el parte diario. Es el Jefe quien lo lee; enseguida, una pausa… Ahora con tono marcial, ordena: “¡Soldado Linares Alfredo, un paso al frente!”. Al escuchar mi apellido, emerjo -precipitado- de la modorra. El corazón comienza a desbocarse. Pasan por mi mente, en tropel, variadas conjeturas: “¿Qué pasa? ¿Alguna cagada me mandé? ¡Alguien me entregó!  Desde hace un  tiempo no recuerdo ningún problema ni reclamos”. (No era yo, de los soldados incorporados al servicio militar obligatorio, el mejor ejemplo). “¡Ordene, mi Teniente Coronel!”, atino a cumplir. Doy un paso y hago el sempiterno saludo, el Jefe se acerca y hace lo mismo. Ahora, a escasa distancia y frente a la máxima autoridad, me parece eterna la espera de una segura admonición. Pero… ¡oh!, ¡sorpresa!, me extiende su diestra, cuestión que replico y siento un fuerte apretón de manos. Ahora pronuncia en tono castrense: “¡Soldado, en consideración a su ejemplar comportamiento en la vía pública resulta, sí, un modelo para sus compañeros! Reciba, en consecuencia, nuestra felicitación; además, le entregará a su padre la presente nota”. Finalizada la arenga, sigo sin entender nada. “¡Me está felicitando! ¿Por qué? ¿Ejemplo de qué soy? ¿Será un error…?”. “¡A su puesto! ¡Marrr!”, remata el Supremo. Doy un paso hacia atrás. “¡Rompan filas!”, concluye.
       Agazapado, leo con dificultad la nota; estoy rodeado por los ciento cincuenta compañeros de la Primera Compañía que me indagan –curiosos- con Ruiz a la cabeza…

       Los conscriptos con domicilio en zonas alejadas de Córdoba, y para visitar a las familias en días francos, disponemos de pases  para viajar en la segunda clase de trenes con asientos de rigurosa pinotea. Desde Jujuy a Córdoba, en el Ferrocarril “General Belgrano”, hay un trayecto de 800 km. hacia el sur. Recorrido que se cumple en veinte horas, con muy  buena suerte.
       Dormitaba yo, sentado en la banca de listones de pino norteamericano, con una toalla como acolchado y la ventana abierta para mitigar el calor extremo. Los ventiladores de techo giraban a desgano, sin compromiso. El aire penetra a cuarenta grados de temperatura  cargado de un fino polvillo de tierra revuelta provocado por el paso del tren; es una nube interminable que se infiltra en todo. 
       La formación avanza, presidida por la máquina a fuel oíl que despide humo ennegrecido y rechifla con ritmo perpetuo; continúan dos o tres vagones de carga; luego vamos nosotros, en los de segunda clase; más atrás, los de primera con asientos acolchados en cuero marrón; sigue el comedor-cocina y, finalmente, los camarotes.
       No recuerdo la hora exacta de la siesta pero sí el paisaje desprovisto y las estaciones desconsoladas. En aquellas paradas esperan, en tropel, los vendedores de comida que ofrecen -desde el andén, recorriendo las ventanillas  y apurados por el exiguo tiempo para la venta- escuálidos  pollos asados acompañados de papas hervidas o humitas en chala o tamales u otros comestibles de hechura incierta. Detrás de los gastronómicos, deambulan  vendedores de pequeñísimas crías de tortugas; cierran la muchedumbre vociferante un conjunto de perros famélicos que esperan los restos despreciados. (Este servicio extra era parte importante de la economía de algunos caseríos en cuyas miserables estaciones se detenían, durante algunos minutos, los trenes de pasajeros).
       Cabeceaba yo en el asiento de madera cuando siento, en el hombro, un  golpeteo súbito que me despierta totalmente. Alzo la mirada y está allí, parado, el soldado Guillermo Ruiz, mi compañero tucumano y vecino en el limbo del tercer piso de cuchetas en la “Escuela de Tropas Aerotransportadas”.    Imperioso, ordena:
       -¡Urgente, Linares, vamos al otro vagón! ¡Hay una chica que está por parir y no hay quién la ayude!
       -Pero yo no sé nada de eso.
       -¿No? Vos estudias Medicina, tenés que venir.
       -¡Ruiz, yo solo estoy en segundo año!
       -Te digo que no hay nadie que ayude. ¡Tenés que venir! ¡Sí o sí!
       Ante semejante realidad, no queda otra alternativa que ayudar a la parturienta. Pero… ¿Cómo hacerlo?
       -Bueno, vamos.
       Salimos disparados de mi coche. Mi compañero va abriendo paso, a zancadas, entre pasajeros, bultos y valijas; pasamos al final del siguiente vagón donde está el baño de la segunda clase. En el diminuto habitáculo, en posición de cuclillas y apoyada en una esquina contra las paredes tan sucias como el piso, está una jovencita gemebunda. Allí se ve el orificio del inodoro abierto al exterior y los raudos trazos de ripio que, entre las vías, se dibujan disparados por la velocidad. Asciende desde la abertura un chorro de aire cálido saturado de polvo y olores añejos. La chiquilla  del rincón tiene las piernas separadas y ya se ven cabellos negros mojados, asomando por la vagina. La cosa es inminente y muy comprometida: si aquello progresa, asistiríamos a la “desgracia” del niño y su madre. Ahora son tres los camaradas de la colimba que me acompañan. Decreto: “Ruiz, álcenla entre dos y vamos hasta los camarotes”. Marcho abriendo paso por los vagones de primera clase, y por el comedor hasta arribar al primer coche de camarotes. Detrás de mí avanza “la ambulancia” de a pie. Los pasajeros miran, azorados, la peregrinación ejecutiva.
       Abro la puerta de ingreso al vagón “importante” y encuentro al guarda con su uniforme gris y su gorra con visera, parado frente a su camarote. Ante la repentina aparición de los soldados, queda petrificado, desorbitado.
       -Permiso –le digo, resuelto a ingresar a su habitación.
       -No, aquí no pueden entrar  -responde.
       Uno de los compañeros abre, decidido, la puerta e ingresan, “los camilleros”, con la futura madre a la que recuestan, sin protocolos, en la cama de cuero verde. Quedamos, la joven y yo, solos en el recinto. “¿Y ahora? ¿Qué hago?”, pienso, sentado al lado de la paciente. Espero… De pronto, como venida del cielo, acude en mi auxilio la diosa Natura: sale, disparado como tromba y  resbalándose sobre el acolchado, un niño moreno, perfecto, al que atino a sostener entre las piernas de la madre; primero emite un gemido débil, luego una respiración entrecortada y, finalmente, el llanto pleno… Aquello fue sublime. Un bálsamo infinito me asiste. ¡Quiero gritar!...
       La madre pregunta:
       -¿Está bien?
       -Sí.
       -¿Es varón?
       - Sí, un varón.
       -¿Estamos en Córdoba?
       -No, todavía no, seguimos en Santiago del Estero.
       Se relaja la novel mamá y el indocto “partero”, también.
       Surge, impensada, la primer complicación: el recién nacido está conectado a la joven por un grueso cordón.  Ahora brota, como por encanto, el recuerdo de mi padre -médico obstetra- y sus anécdotas en la sobremesa diaria en la casa de San Salvador de Jujuy. Abro la puerta de la “Sala de Partos” y ordeno a los compañeros que están de  guardia: “¡Consigan piola y  tijera! ¡Urgente!”. Y parten, casi a la carrera, en busca de los elementos.
       En menos que canta un gallo tengo en mis manos un piolín y una tijera de costura.
       -¿Salió todo bien? -Me interroga Ruiz.
       - Sí, todo va bien.
       -El guarda quiere entrar.
       -No, que no entre –y la orden se cumple.
       Con el “instrumental” en las manos, me decido: hago un lazo y anudo el cordón próximo al niño, con la tijera corto el remanente;  en ese momento fluye un chorro de sangre rutilante del otro extremo, el de la madre. De nuevo el recuerdo de mi progenitor con su delantal blanco. Hago un nuevo nudo, ahora del lado que sangra y espero. Falta que salga la otra parte, la que queda por un tiempo dentro del útero. Luego de algunos minutos, el episodio final: la placenta es arrojada con la misma rapidez con que lo fuera el niño.
        ¡Alivio total! Al “infante” lo sostienen los brazos de la “princesa”, y el “partero” acompaña. Reina una profunda paz…
       Final feliz.
       Ahora puedo observar todo en armonía.
       El niño solloza, reclama su lugar en el mundo y el refugio de su progenitora. La niña, de maternidad precoz, apenas lleva quince años caminando en la pobreza: su tez es morena y la mirada tierna parte de grandes ojos negros; lleva puesto un vestido sencillo, con flores. Callada, apacible, acaricia su milagro. Viajan solos, apenas con la compañía de cuatro conscriptos, uno a su lado y los otros afuera, custodiando. Recorro con la mirada el camarote de maderas lustradas, el acolchado verde, el ventilador negro que gira con monotonía. Descubro el lavatorio de acero ya desplegado, aprieto el pedal para que salga agua, mojo una toalla, limpio con suavidad la cara del niño y el cuerpo de la madre. El traqueteo del tren pone un ritmo casi musical; es un escenario impar,  sublime, vital…; flota en el aire un clima de paz y armonía.  Pienso en la naturaleza, la alborada de la vida y sus enigmas.
       El guarda, impedido de ingresar al lugar de los acontecimientos, ahora deviene en héroe y  protagonista.  Responde, en el pasillo, a la curiosidad de los que se acercan y preguntan por el prodigio. En la primera estación, una de aquellas sin parada para trenes de pasajeros -en el desierto-, hace detener al tren para comunicar, por telégrafo, la novedad a la terminal de Córdoba y solicita que espere una ambulancia. Sube, baja, conversa, gesticula como un  general después de la victoria…
       El resto del viaje se hace corto; vamos la madre, el pequeño y yo, juntos, y los asistentes de afuera,  comulgando. Es una doble concepción trinitaria: tres protagonistas y tres ayudantes.
       En Córdoba espera una dotación de médico y enfermeros. Quise acompañar:
       -¿Puedo ir con ustedes?
       -¿Es familiar?
       Pretendí mentir, pero rápidamente fui descubierto por mi uniforme. Quedé mirando cómo se alejaba la ambulancia…

       Ya en el cuartel participo de la rutina diaria. No pasó por mi mente narrar lo acontecido en el tren; no era  mérito propio lo ocurrido en aquella peripecia. No fui yo sino la Diosa Naturaleza la comprometida con el triunfo.

       Pasaron más de dos meses cuando, un día de  febrero, el Jefe me apretó la mano, arengó sin que yo entendiera nada y me dio la carta para mi padre.