Máquina de tren a leña

La última máquina de tren a leña.

La siesta se hacía insoportable, el sol arde en la tarde jujeña.
Una llamada en el teléfono metálico negro en el paragüero del pasillo central de la vieja casona.
- Holaa.…
-¿Edgardo?
-Sí
-Alfredo. 
-¿Que tenés que hacer?
-Yo, nada.
-Bueno, salgamos a dar una vuelta.
-Claro… Pasá por mi casa.
Es el inicio de una aventura no creíble, gravada a leña y fuego; casi al final de la niñez.
Por la calle Lavalle, hacia el norte, caminamos rumbo a la avenida del Río Grande: Cansinos, despreocupados, intemporales en el verano tórrido.
Con rumbo incierto bajamos la escalera que conduce al andén de la Estación de Ferrocarril (otro icono de la modernidad); ausente de pasajeros y empleados, está  desierta. Solo en la vía principal un tren de cargas con su máquina inmóvil, muy avejentada y sucia, trajina, bufa y deja escapar una nube de vapor que rompe el sosiego en la pausa del  reposo.
Despreocupados, lentamente, recorremos la formación desde el furgón de cola hacia la máquina, sin acertar el contenido de las cargas detrás de los portones en los vagones.
Finalmente el artefacto de hierro, teñido con negros sucesivos de hollines añejos,  advierte su presencia con rechifles de vapor dando vida a tanta soledad. Allí nos detenemos embobados recorriendo con la mirada cada parte de la maquinaria, al final la cabina; dentro de ella, dos ferroviarios, de overol azul manchado, charlan despreocupados y esperan no se sabe que señal para la partida. De pronto uno de ellos nos descubre:
-¡Heee… Chicos que hacen aquí!
-Viendo. -Contesta Edgardo.
-¿Qué nunca vieron una máquina?
-Sí. -Decimos acordes.
-¿Y por dentro?
-No. -Respondemos.
-¿Quieren subir?
-¡¡¡Siii!!! -Al unísono gritamos con las miradas clavadas en el ferroviario, el más gordo. Aquello es más que una sorpresa, más que un regalo, algo inimaginable: ¡Rematar en la cabina de una máquina de tren y en funcionamiento!
Subimos en un santiamén; nos ubican lejos del fogón y cerca de las leñas.
El principal y el ayudante  nos miran con atención. Nosotros –los visitantes- petrificados, mudos, inmóviles, revisamos lentamente cada parte del habitáculo ignoto.

-Cuando suene la tercera campanada partimos para León y se tienen que bajar. –Advierte el más delgado.
-Si… Si… -Contestamos a turno.
El gordo, que parece el jefe, medita un rato y nos mira… Al final corrige:
-Vamos hasta León, allí ponen la cremallera para la subida de Volcán. Los podemos llevar,  pero ustedes se tendrán que bajar antes, en Yala. ¿Quieren ir?
-¡¡¡¡BUENOOO!!!! -Invade al unisono la cabina.
-Tienen dinero para volver en el ómnibus a Jujuy.
-¡¡¡¡SIIII!!!! También al unísono mentimos los dos.

El armatoste de hierros empieza cansino su recorrido. Dentro del habitáculo se mueve todo y el chirriar de las ruedas domina el espacio. El paisaje exterior empieza a desplazarse lento. ¡Por fin vamos!... Poco a poco la vegetación cercana se dispara en trazos verdes. 
    Fue el más fantástico y “largo” viaje de  nuestras vidas. Cada segundo, cada movimiento de los manejadores: el del fogonero que desplaza la gruesa tapa de hierro  para arrojar por su garganta leños de madera dura que son  devorados por el infierno en llamas. El maquinista, sentado, imperturbable  mira hacia adelante por una ventanilla lateral, al Norte; con la mano derecha adivina la ubicación de las manijas, manivelas y palancas. El escape del vapor le pone ritmo y música a nuestra aventura. Vamos tranquilos, callados, solo ruidos endemoniados de los elementos ocupan el espacio; de pronto el pito truena antes de las barreras del paso a nivel; al rato uno de ellos saca, de un rincón inadvertido, una damajuana de vino tinto que levanta e inclinan hasta que el bebedizo ingresa a la boca en una larga bocanada,  luego pasa el envase al compañero, el de la ventanilla, y así sucesivamente. Cada tanto nos observaban. Seguíamos quietos escudriñando absolutamente todo cuanto ocurre allí, es un mundo inaudito, cautivante que sorprende, saturado de ruidos con ritmo y calor.
Finalmente el encanto se vuelve realidad, llegamos a la estación de Yala. Un interminable rechifle y ruidos de aceros frotándose. El paisaje se detiene.
Bajamos de un salto, ¡¡Exultantes, jubilosos, satisfechos!!
-¡Gracias! ¡Gracias! – fue el final radiante.
Regresamos  por la misma vía que nos condujo en la aventura más grande de la niñez -en una de las últimas máquinas a leña-. Ahora caminamos, en sentido contrario, los diez kilómetros recorridos de ida  en aquel armatoste sorprendente. Va cayendo la noche en Barrio San Martín de San Salvador de Jujuy. Década del 50.-

Mario Edgardo Palanca y Alfredo Linares.



(Mi Amigo Edgardo falleció en la Ciudad de Catamarca el martes 17 de marzo de 2020).