ÌCARO
ÍCARO
En aquel domingo de sol -pleno de
importantes acontecimientos- caminaba, fatigado, los siete kilómetros de
regreso desde el Alto Comedero hasta la vieja casona de sus antepasados. Esa
construcción donde nacieran, por lo menos, cuatro generaciones a partir del
español Pascual Blas (hombre de fortuna y olfato, a juzgar por las huellas que
dejar), desposado con la argentina Ifigenia Zerapia Eguren y de cuyos rastros
no queda más que un daguerrotipo posando junto a su esposo. Desde que tuvo uso de razón, quería volar en la
frágil armazón de aluminio y tela, un Piper de dos asientos en fila. Muchas
veces lo recorrió con la mirada en el hangar del Aero Club. Conocía -en sus
frecuentes visitas- la tela endurecida por la pintura amarilla que dejaba ver
los relieves de las costillas de las alas –le recordaban los enfermos
tuberculosos que asistía su padre en los pabellones de infecciosos del Hospital
“San Roque”-
(1). Le
fascinaban la palanca al medio con la que el pequeño avión podía despegar del
suelo, proyectarse al cielo y llegar hasta las nubes y también los
inescrutables relojes en el tablero que hacían más importante el habitáculo,
los pedales para mover el timón, las llaves de paso... Todos, objetos que
proporcionaban solemnidad y misterio al interior.
El viernes a la tarde terminó sus
deberes de tercer grado. Su maestra, la señorita Pilar Mas, tomaría una prueba
de Matemáticas. A la noche puso los útiles, el libro de lectura y el cuaderno
dentro de la gran cartera de cuero marrón. Todo listo para el lunes. Se levantó
muy temprano aquel domingo de septiembre, en 1950. Debía cumplir con la misa
obligatoria en “San Francisco”
-habitualmente, la familia asistía al oficio de las diez y media-. Esta vez, y
por su apuro, concurrió solo a la de las ocho y media. Como siempre, tirando
del aro ubicado al lado de la puerta del Convento, hizo sonar la campana que
oficiaba de llamador. Abrió el Hermano José, un ecuatoriano voluminoso, gran
rezador de ruegos indescifrables y apenas audibles, a cambio de algunas monedas
que dejaban humildes peregrinos provenientes de olvidados pueblitos del norte
puneño. Avanzó por las galerías que rodean el gran patio central -el de las
vides y romeros-. Accedió a la sacristía y, finalmente, al coro, en la parte
posterior del altar. Eligió uno de los asientos de la segunda fila, la más
alta, justo debajo del cuadro de Eugenio Pacelli, el esmirriado y aristocrático
Papa Pío XII. Sólo los varones de algunas familias conocidas por su
religiosidad y amistad con los frailes, tenían el privilegio de aquella
ubicación.
De regreso, el desayuno del domingo.
Multitudinario y bullicioso por el la tropa familiar. Una taza de café con
leche, bizcochitos, manteca y dulce. Aquellos que iban a comulgar debían
permanecer en completo ayuno desde ocho horas antes; lo contrario, era un
pecado que debía confesarse. El bullicio se repetía durante el almuerzo. Se fue
–vestido de misa y desvelado- a cumplir con un precepto paterno: dormir la
siesta. A las cuatro de la tarde, mudó la ropa y los zapatos negros de fiesta
por las alpargatas de yute (era costumbre que, recién estrenadas, se caminara
unos pasos por asfalto caliente y después por arena; así, selladas y más duras,
no aparecerían los horrendos “bigotes” y, además, prolongarían su vida útil).
En la esquina de Lavalle y Belgrano, a pocos metros de su casa, funcionaba la
farmacia de don Pedro Albesa, vernáculo de La Fresneda -en la provincia de
Teruel-, padre de su amigo Hugo. Este español, en las comidas diarias, tomaba
vino tinto de un parrón, vasija de vidrio
con un pico tubuliforme que sostenía en alto. Lo más sorprendente del cuadro
era, para un ignorante de aquellos usos, ver al farmacéutico bebiendo de un
instrumento similar a los de su laboratorio.
El pequeño fanático de los aviones se
había enterado, en aquella botica y por unos grandes carteles en la vidriera,
que ese domingo habría un festival aeronáutico con vuelos de bautismo. Equipado ya con su calzado de diario
emprendió, solitario, la caminata. El día era hermoso, sin nubes; el sol
halagaba el paisaje. Le fascinaba la idea de volver a ver aquellos pájaros
flacuchos, amarillos, con sus grandes hélices de madera; al mecánico, un
italiano de difícil castellano (los chicos decían que había quedado medio loco
por la guerra de Hitler y los norteamericanos); la pista de tierra y pastos
cortados; los aviadores -suficientes, valientes, casi solemnes-. Él iba a ser
uno de ellos cuando fuera grande; igual de importante y lejano... Llegó la hora. El despegue del primer
avión, un biplano con un gran motor medio salido del fuselaje, dirigiéndose
hacia una colina en el horizonte. Los
chicos del barrio, en las tardes de verano, contaban que aquel avión de dos
alas venía de la primera guerra mundial, por eso era tan bueno y llegaba...
¡hasta dos kilómetros de altura! Primero dio vueltas muy redondas en el aire;
después “la caída de la hoja”, lo más peligroso. Y, finalmente, un largo trazo
de humo en el cielo de la tarde. Luego, un Piper ascendiendo en espiral para,
finalmente, arrojar un paracaidista. Otros aviones y nuevas piruetas, vuelos
rasantes que levantaban el polvo de la pista, ascensos casi verticales,
picadas, tirabuzón, giros y descensos…
¡Por fin, los vuelos de bautizmo...! Se
sentó en el suelo, detrás del alambrado. Corría viento suave y fresco; el sol,
descolgado, estaba ya cerca del horizonte. Se quedaría hasta el final, cuando
guardaran los aviones en el enorme hangar... Se había cumplido el último
aterrizaje con un chico que pagó, como los anteriores, para el primer vuelo de
su vida, el de bautismo; algunos, más afortunados, ya habían volado varias
veces. Aquello debía ser caro y su padre no le daba dinero para gastos
innecesarios.
El carreteo. Se para el Piper amarillo,
baja el aviador y ayuda a descender al chico gordo que reconoció pues pertenecía
a la Acción Católica. El piloto mira hacia el lugar donde sólo había quedado
él; sigue mirándolo insistentemente. ¿Por qué lo hace? Si bien no había pagado
la entrada, en realidad, ese no era el problema porque estaba afuera del Club,
separado por el alambrado. De cualquier forma, ya habían terminaron los vuelos
y, en consecuencia, no tenía de qué preocuparse. Por fin advierte que el
aviador le hace señas con la mano. Estaba a treinta pasos. Los anteojos oscuros
son ahora más grandes... ¡Lo está llamando! Cruza la valla. El corazón,
primero, trota; después, corre. Intuye que algo importante, esperado, va a
ocurrir. Sus ojos, clavados en aquel objeto amarillo. El semi Dios le dice
algo…. Sólo responde: “Bueno” y sube.
El ayudante, al frente del aparato,
impulsa la hélice varias veces; apenas logra verlo: lo tapa el tablero de
instrumentos y el aviador de anteojos oscuros. Es como estar en un pozo y
asomar a la orilla. El motor, con dificultad, empieza a tronar y a mover la
estructura de metal y tela. ¡Cruje todo! En la parte posterior del asiento,
golpean suavemente unas correas sueltas en un pequeño espacio. ¿Servirían para
atar paquetes? El motor se acelera y el avión comienza a desplazarse. Vuelve a
mirar hacia atrás instintivamente, al lugar de la partida, pero sólo advierte
un torbellino de polvo. La correa de seguridad lo sujeta fuertemente; no debía
tocar la palanca que quedaba entre sus rodillas. Se toma de una agarradera
ubicada a su derecha; no la soltaría hasta el final, cuando el avión se
detuviera.
El corazón no puede latir más rápido,
funciona “a toda máquina”. A partir de ese momento su cerebro comienza a
registrar todo: el olor del habitáculo y el que traía el aire desde el campo;
el cielo absolutamente despejado, de un azul algo grisáceo hacia la Ciudad y
rojizo hacia el poniente, hacia Los Ábalos; cada piedra que movía el aparato
cuando las ruedas lisas pasaban por encima; el embudo de tela colorada,
plantado al costado de la pista, que se hinchaba y giraba lentamente indicando
el devenir del viento; el fuerte torbellino generado por la hélice; el techo
tembloroso; las ventanillas cerradas con unas trabas que parecían frágiles pero
que, indudablemente, debían ser del mejor acero; afuera, el alambrado de la
ruta y el mecánico charlando con no sabía quién, parados al costado de la pista
donde el público no podía acceder.
De pronto, inesperadamente, aquel
momento único, supremo... Desaparecen los temblores, sacudidas y el ruido
infernal de los elementos. Era como estar, de súbito, en silencio después de
una tormenta, el avión muy quieto, clavado en el aire; el infinito paisaje era
el que se movía, girando, subiendo, bajando, multiplicando colores, sombras,
reflejos… Sólo el lejano murmullo del motor indica el vuelo. El aviador lleva la
palanca suavemente para atrás, después a la derecha, para el lado de Río Blanco
y hunde el pedal diestro. El lento ascenso. Desde arriba, ve la ruta contigua a
la pista y, allí, caminando un hombre de sombrero que, iluminado por el último
sol, proyecta su figura multiplicada en alargada sombra. Sigue subiendo. Ahora,
pequeños cuadrados; son las casitas del campo y sus techos, algunos de metal
plateado, otros de rojo tejano; las parcelas cultivadas de todos los tamaños
pintadas en diversos verdes y terracotas; largos trazos rectos de caminos y sinuosos
senderos que penetran en la virginidad casi sombría de los montes; caprichosos
recorridos que siguen las pendientes, a veces más anchos, otras más delgados y
-dentro de ellos- esqueléticos hilos azulinos del agua de los arroyos o los más
caudalosos de los ríos. A lo lejos, los cerros encrespados de infinitos tonos.
El avión gira; ahora, frente a él, un poniente rojizo se tiñe en un nuevo
horizonte, lo humano se vuelve insignificante y cobran imponencia los cerros y
sus intensos coloridos enmarcando el valle. Luego, despaciosamente, los trazos
de aquel cuadro impresionista comienzan a agrandarse y toman dimensiones más
reales para ingresar al mundo de los límites cotidianos. Finalmente, completan
el descenso. Aterrizan. Todo,
absolutamente todo, segundo a segundo, palmo a palmo, queda guardado para
siempre en su mente. ¡Sería ese uno de los días más felices de su infancia!
El regreso fue triunfal, acompañado por
algunos ocasionales cómplices, chicos de la villa. Caminó por la ruta de
tierra, San Pedrito y sus casas-quintas, la calle principal de Villa Gorriti
con sus pobres construcciones, callejas laterales tumultuosas de piedra y
barro. Pasó frente a los almacenes donde, a veces, compraba turrón árabe (allí
vendían, a destajo, diez centavos de aquel manjar). Por fin, el asfalto, el
puente Lavalle sobre el río Chico; del otro lado, lo conocido -el centro-, su
barrio.
Se sentó en uno de los bancos de piedra
en la vereda de la Escuela Normal, una cuadra antes de la casa, cuando ya
anochecía. Pasó un auto verde oscuro, lo manejaba un macizo italiano de
proverbial bonhomía y carota algo colorada, el papá de Anita. Ella iba atrás,
sentada con otra chica. Ana era aquella compañera de la Escuela “Belgrano” que
tanto le gustaba y sólo veía en los actos patrióticos, cuando juntaban las
mujeres del turno tarde con los varones de la mañana. Allí cruzaban sus miradas.
Ana era muy dulce, el pelo claro y los ojos verdes. Era su primer llamado al
amor, novia en secreto, nunca se hablaron ni se dieron la mano. Un largo rato
imaginó que le contaba lo acontecido en Alto Comedero hacía apenas una hora y
media. Una aventura casi heroica. Seguramente lo admiraría.
Al llegar a su casa, ya estaba todo
oscuro, silencioso y con la puerta cancel cerrada. Esperó el regreso de su
madre en el umbral; posiblemente habría ido a la novena, pero no... si era
domingo, aquel “día de glorias”.
La cena, como siempre, una repetición
del almuerzo: la odiada sopa, el plato principal desaparecido ya de la memoria -como
otras cosas intrascendentes de aquella jornada- y el postre, un dulce de
factura casera. Estaban todos sentados; miró a su padre y a sus hermanos. Como
durante toda su infancia, y hasta terminar el colegio secundario, ocupaba el
mismo lugar a la derecha de la madre. Él era el hijo del medio, cuatro mayores
y dos menores; casi una multitud. Situación traumática, según la Psicología,
pero no para él, evidentemente, pues pasaba desapercibido y eso, en la familia
de moral casi victoriana, era una dosis de libertad que no todos (o, quizás,
nadie) disfrutaron. Una ventaja que él sí supo aprovechar. Todo parecía preparado
para narrar la historia del mágico domingo de septiembre...
—Hoy fui al festival aéreo en el Alto Comedero
-dijo de golpe. Silencio total; todas las miradas -incluida la de los
progenitores- le cayeron, pesadamente, encima. Apresuró el relato, paso a paso.
Estaba por subir al Piper cuando uno de los hermanos le espeta:
—Otra vez está mintiendo. ¿De dónde
sacó la plata para la entrada?
—Me quedé del otro lado del alambrado.
—No puede ser; eso no lo permiten.
Ahora adelanta el desenlace:
—El piloto, al final, me invitó a un
vuelo de bautizo.
—¿Cuánto te costó?– le preguntaron,
socarronamente.
—No… ¡fue gratis!
—¡No puede ser! ¡Imposible! ¡Sos un
gran embustero!
Sus hermanas, con el silencio,
asienten; el mayor remata con el peor de los insultos, un apodo que le sonaba
perruno, lo denigraba:
—¡Pichín, el mentiroso!
No importa; debía contarles más
detalles para que consiguieran creerle:
—Desde arriba vi un hombre caminando
por la ruta...
No lo dejaron continuar; todos hablaban
simultáneamente y convenían que, como siempre, no podía dejar de engañar. Su
madre, con la mirada, le ordenó al padre -sentado en el otro extremo de la mesa-
que interviniera.
—No tienes que mentir; es un pecado y
no te sirve inventar siempre. Así nunca, nadie, te va a creer nada.
Ahora, todos en silencio, esperaban que
respondiera a la admonición. Pero no, debía seguir narrando; con otros datos
más puntuales lograría, finalmente, convencerlos.
—A un señor que caminaba en la ruta se
le veía su sombra y con el sombrero bien alargado.
Fue el final. Sus hermanos reían.
Primero, ¿cómo podrían creer que volara gratis? Y, luego, ¿desde el avión se
alcanzaba a ver un hombre y, más aún, el sombrero proyectado en el suelo?
Siguió el tumulto unos minutos hasta que el jefe de la familia, con el apoyo de
la dueña de casa, impuso orden. Estaba en un laberinto. Sin salida. Tuvo que
esperar que finalizara la cena.
Sus relatos, casi siempre, resultaban
poco creíbles; en realidad no sabía cómo contar sus historias transgresoras,
las de hijo del medio. A veces había mentido; en realidad, no muchas en el
mundo de su infancia, transcurrida en la gran casona del siglo XVIII en la que,
según contaba su padre -médico de consulta
gorda y bolsillos flacos-, en vida de su bisabuelo Pascual entró a caballo
Felipe Varela, hasta el segundo patio, el de lajas. Allí, de un certero
sablazo, destrozó la imagen de un San Antonio en tamaño natural y que oficiaba
discretamente de receptáculo o “ladronera”(2) de monedas de plata...
En el enorme dormitorio de cielo raso
de tela pintada con cal y gruesas paredes de adobes centenarios, acostado ya en
la cama de hierro niquelada y tapado hasta la coronilla con la gruesa manta
catamarqueña, se ubicó él en el asiento de adelante y, en el de atrás, Ana. Se
colocó los oscuros y grandes anteojos, verificó el funcionamiento de los
relojes, comprobó el movimiento de los alerones, miró hacia los hangares y,
luego, hacia adelante, aceleró el giro de la hélice y empezó a tirar lentamente
de la palanca del centro para remontar el Piper hasta por arriba de las nubes,
a pleno sol. Abajo, la isla de Icaria...
(1) Donde
estaban estos pabellones funcionan ahora Tribunales y la Legislatura.
(2) Ladronera.
Alcancía de barro o caja de madera o de metal con una sola hendidura, que sirve
para guardar el dinero que se ahorra.