Croatas en el Convento.




Croacia y el Vaticano


Como todos los domingos, posiblemente en 1947 o 1948, asisto a la misa dominical de las diez y media de la Iglesia San Francisco de San Salvador de Jujuy; la oficia el padre Enrique, un italiano de sermones breves y ceremonias veloces.      
Llaman la atención de los habituales feligreses dos frailes parados en el pasillo izquierdo de la nave central: visten sotanas marrones,   sandalias,  cordones en las cinturas, capuchas volcadas a  las espaldas y tonsuras coronan las cabezas. Siguen atentos, con la mirada, el rito. Sus figuras se corresponden a los habitantes del este europeo: algo regordete uno de ellos pero ambos altos, blancos níveos, de pelos negros y gestos adustos.
Luego de la misa dominical, ya en la casa y al momento del almuerzo tardío como siempre,  nos visita el tío Ismael. (Su hermano Severo Carrillo es el síndico de la comunidad de frailes).

-Ismael, vi en la iglesia de San Francisco a dos religiosos franciscanos parados. No celebran misa, tampoco  confiesan; permanecen en la mitad de la iglesia, callados, muy serios, imperturbables, no hablan con nadie. Los saludé y me miraron sin contestar. ¿Sabes algo de ellos? -Interroga mi padre.
-Sí. Algo escuché.
-Los chicos me cuentan que nunca los vieron en la calle.
-Son dos curas croatas que  llegaron hace poco. No sé nada más de ellos.
La conversación cambia de rumbo...

Como muchas otras veces, al anochecer, aparece en nuestra casa el Hermano José; un ecuatoriano grandote y locuaz, histórico integrante de la comunidad conventual de Jujuy. Es esta la oportunidad para indagar  a propósito de los misteriosos frailes.
-Hermano José, hace unos meses que vemos durante las misas a dos sacerdotes parados en el pasillo de la izquierda; asisten al oficio pero no participan en nada. 
 -¡Ah!… Sí doctor. Son sacerdotes franciscanos croatas que vinieron de Italia. Me explicaron que tuvieron que salir  después de la guerra por que los rusos no los querían.  ¡Los salvó el Vaticano!
-No los vemos participar de ningún culto, tampoco dan misa, no confiesan, ni rezan; están siempre  juntos, sin hablar.
 -Sí... Lo que escuché es que todavía no ha llegado la autorización de la Santa Sede para que puedan ejercer plenamente como sacerdotes. Tampoco saben el español, solamente croata y alemán. Estamos esperando…
-No entiendo…
-A mi también me parece algo raro todo esto; nunca ocurrió que tengamos que esperar ese permiso de Italia. El padre Enrique me  dijo que no eran sacerdotes.
-¿Cómo?
-Bueno…Yo tampoco lo entiendo.
-Y el padre Josè Buttinelli, como guardián, ¿qué dice?
-¡No nos explica nada!
-¿Y el padre Enrique?
-Sí. Él sabe… Me dijo algo así como que que no podían seguir en Croacia a la llegada de los rusos, porque estaban del lado de Alemania en la guerra y el tema de unos campamentos con presos gitanos y judíos.
-¡Ah... Si! El padre Enrique sacò del cajòn del escritorio, en la dirección de la escuela, unas fotos de la guerra. –Interviene el mayor de los hijos-. En una de esas se veía a Mussolini muerto y colgado patas para arriba…
-¡¡Ufff...!!


Un día, al poco tiempo, aquellos dos personajes desaparecieron sin dejar rastros. Nunca ejercieron como sacerdotes, ni los vimos hablar con nadie. Todo un enigma. Nos enteramos, después, que se fueron en tren a Bolivia. Serían dos de los 7.250 croatas que ingresaron al país luego de finalizada la guerra.

Muchas décadas màs tarde -en octubre de 1998- con motivo de la beatificación en Marija Bistica de un cardenal croata,  me  vino al recuerdo, en una de las fotografías, las figuras de aquellos enigmáticos personajes: sin tonsura, ahora vestido de civil y con  duro gesto militar.

(La historia nos cuenta de los campos de la muerte en aquel país y de la lucha religiosa, durante la Segunda Guerra Mundial).