El apuntador.

 
 
El Apuntador
 
         Nos iniciamos juntos en la primaria, en la Escuela “Belgrano” de Jujuy, luego continuamos en el Colegio Nacional, y, finalmente, muchos de nosotros también estudiamos en la Universidad de Córdoba. Era un conjunto sólido, corría por nuestras venas un espíritu de compañerismo, de complicidad, de solidaridad… Jamás nadie denunció a nadie. Entonces sucedieron cuestiones inéditas, casi siempre ocurrentes.
         Fue en el secundario donde consolidamos la entrañable amistad que nos allanó el camino hacia la complicidad creativa.
         En aquella época, en los tres primeros años se dictaba la materia “Inglés” pero, en cuarto año, se debía optar entre italiano o francés. Yo elegí esta última lengua.
         La división idiomática implicó que, en la hora de clase, la mayoría de los alumnos (estudiantes de italiano) quedara en el aula; la minoría nos trasladábamos al anfiteatro. Este era un recinto con butacas en gradería ascendente y un escenario en discreta altura. Entre ambos había un espacio a nivel del piso del pasillo por el cual se ingresaba al lugar. Arriba, en el proscenio se encontraba un foso -para el apuntador- con una tapa también de madera. 
         Una mañana, finalizado el recreo, nos dirigimos a la “gradería”. La profesora, una señora ya madura con difícil pronunciación del español era, sin embargo, nativa de las islas Filipinas, igual que su esposo. Estimo que eran las únicas personas provenientes de aquellas lejanas tierras -violada hasta el cansancio, entre otros, por españoles, franceses e ingleses-.A eso se debería, posiblemente, la multiplicidad de idiomas que la pareja habla. Madame Yahni era baja, de rodillas alejadas entre sí que dejaban un buen espacio entre ambas; tenía gesto duro, conducta implacable, y mal carácter pero no se mostraba tan estricta al momento de calificar. Era una “profe” de respeto.
         Cuando ingresamos al “aula” -y minutos antes de la presencia de la educadora- tuve la muy mala idea de explorar el cubículo destinado para el apuntador  que dicta los pasajes no bien memorizados por los actores, en las obras de teatro.
         Entonces, levanto el cerramiento del orificio y bajo sin mayor dificultad; bajo al foso; ya en el interior, repentinamente, quedo a oscuras: mi compañero Mario Pérez ha recolocado la tapa y se para encima. Intento empujarla hacia arriba pero es imposible: han corrido el piano de cola hasta que una de las patas sella definitivamente la entrada. Quedo encajonado; felizmente hay una rendija entre la tapa y el piso por donde penetra un haz de luz.  Se sienten los pasos ligeros y breves de  Madame y el barullo de los “actores” en búsqueda, precipitada, de las respectivas butacas. Luego… “silencio”.
         -Bon jour -saluda la profesora e ingresa a la parte baja, entre el escalonado de asientos y el escenario.
         -¡Bon jour, madame! –contestan a coro los alumnos.
         Repentinamente, el haz de luz de mi habitáculo mengua  y aparece una sombra en la rendija porque la señora estiró su brazo hasta el escenario y depositó la cartera, precisamente en la ranura de la iluminación.
         Ante la difícil circunstancia de mi encierro, decido pasar aquella hora en ostracismo, en silencio y con paciencia. ¡Jamás delatar!  Es una Ley consensuada: Llevar la cruz. En el exterior reina la paz, sólo se escucha a la profesora. Los alumnos, una “pinturita”. Nadie murmura y, además, ponen cara de “Aquí nó pasa nada” aunque todos sí saben lo que ocurre con el compañero “recluso”.
         Transcurren interminables minutos. En aquel estado de absoluto destierro, se me ocurre la peor de las ideas: guiado por la sombra que dejó la cartera de la profesora, introduzco los dos dedos indicies en la ranura hasta tocar los extremos del cuero, la levanto suavemente en perfecto sincronismo digital y traslado el objeto unos centímetros, hacia uno de los costados. Ahora ocurre lo inaudito: una carcajada unánime se apodera del conjunto de estudiantes y retumba en el anfiteatro. El detonante del jolgorio es, obviamente, el misterioso desplazamiento a espaldas de la docente.
         Un tanto preocupado por la respuesta a mi “fullería”, me coloco nuevamente en cuclillas. La clase se reanuda a pesar del desconcierto de la madame Yahni. Pasan algunos minutos y me animo nuevamente: los mismos dedos, el ascenso, el traslado del adminículo de cuero hacia el otro lado y el descenso consiguiente, nueva algazara unánime, imparable. La profesora está desconcertada, mira para todas partes pero no advierte nada. Esa rutina se repite algunas veces más. El resultado, una clase fallida.
         Suena el timbre de finalización de la hora. Madame Yahni recoge su cartera y se retira con un rictus amargo. Siento que se corre el piano,  se abre la tapa del encierro  y voy saliendo a la libertad. En ese instante, la profesora vuelve al teatrillo. Nunca supe qué la hizo regresar -dicen que las mujeres son, sobre todo, intuitivas- y ahora presencia mi “resurrección”.
         -Venga conmigo, Linares -ordena con autoridad.
         La sigo y nos dirigimos a la Rectoría.
         Oscar Marín -Rector del Colegio- y la profesora Matilde Yanhi  hablan unos minutos. Yo espero en la puerta. Ahora me conducen a la oficina siguiente, a la sección “alumnos”.
         -Secretaria, le pone 24 amonestaciones al alumno Linares  -remata el Director.
 
         Desde aquel día de 1957 -y faltándome una amonestación para perder el año- me resigno a ser el más disciplinado alumno del Colegio Nacional Nº 1 “Teodoro Sánchez de Bustamante”, fundado por Domingo Faustino Sarmiento, en San Salvador de Jujuy.
 
ÌCARO
ÍCARO


         En aquel domingo de sol -pleno de importantes acontecimientos- caminaba, fatigado, los siete kilómetros de regreso desde el Alto Comedero hasta la vieja casona de sus antepasados. Esa construcción donde nacieran, por lo menos, cuatro generaciones a partir del español Pascual Blas (hombre de fortuna y olfato, a juzgar por las huellas que dejar), desposado con la argentina Ifigenia Zerapia Eguren y de cuyos rastros no queda más que un daguerrotipo posando junto a su esposo. Desde que tuvo uso de razón, quería volar en la frágil armazón de aluminio y tela, un Piper de dos asientos en fila. Muchas veces lo recorrió con la mirada en el hangar del Aero Club. Conocía -en sus frecuentes visitas- la tela endurecida por la pintura amarilla que dejaba ver los relieves de las costillas de las alas –le recordaban los enfermos tuberculosos que asistía su padre en los pabellones de infecciosos del Hospital “San Roque”-

(1). Le fascinaban la palanca al medio con la que el pequeño avión podía despegar del suelo, proyectarse al cielo y llegar hasta las nubes y también los inescrutables relojes en el tablero que hacían más importante el habitáculo, los pedales para mover el timón, las llaves de paso... Todos, objetos que proporcionaban solemnidad y misterio al interior.

         El viernes a la tarde terminó sus deberes de tercer grado. Su maestra, la señorita Pilar Mas, tomaría una prueba de Matemáticas. A la noche puso los útiles, el libro de lectura y el cuaderno dentro de la gran cartera de cuero marrón. Todo listo para el lunes. Se levantó muy temprano aquel domingo de septiembre, en 1950. Debía cumplir con la misa obligatoria en  “San Francisco” -habitualmente, la familia asistía al oficio de las diez y media-. Esta vez, y por su apuro, concurrió solo a la de las ocho y media. Como siempre, tirando del aro ubicado al lado de la puerta del Convento, hizo sonar la campana que oficiaba de llamador. Abrió el Hermano José, un ecuatoriano voluminoso, gran rezador de ruegos indescifrables y apenas audibles, a cambio de algunas monedas que dejaban humildes peregrinos provenientes de olvidados pueblitos del norte puneño. Avanzó por las galerías que rodean el gran patio central -el de las vides y romeros-. Accedió a la sacristía y, finalmente, al coro, en la parte posterior del altar. Eligió uno de los asientos de la segunda fila, la más alta, justo debajo del cuadro de Eugenio Pacelli, el esmirriado y aristocrático Papa Pío XII. Sólo los varones de algunas familias conocidas por su religiosidad y amistad con los frailes, tenían el privilegio de aquella ubicación.

         De regreso, el desayuno del domingo. Multitudinario y bullicioso por el la tropa familiar. Una taza de café con leche, bizcochitos, manteca y dulce. Aquellos que iban a comulgar debían permanecer en completo ayuno desde ocho horas antes; lo contrario, era un pecado que debía confesarse. El bullicio se repetía durante el almuerzo. Se fue –vestido de misa y desvelado- a cumplir con un precepto paterno: dormir la siesta. A las cuatro de la tarde, mudó la ropa y los zapatos negros de fiesta por las alpargatas de yute (era costumbre que, recién estrenadas, se caminara unos pasos por asfalto caliente y después por arena; así, selladas y más duras, no aparecerían los horrendos “bigotes” y, además, prolongarían su vida útil). En la esquina de Lavalle y Belgrano, a pocos metros de su casa, funcionaba la farmacia de don Pedro Albesa, vernáculo de La Fresneda -en la provincia de Teruel-, padre de su amigo Hugo. Este español, en las comidas diarias, tomaba vino tinto de un parrón,  vasija de vidrio con un pico tubuliforme que sostenía en alto. Lo más sorprendente del cuadro era, para un ignorante de aquellos usos, ver al farmacéutico bebiendo de un instrumento similar a los de su laboratorio.

         El pequeño fanático de los aviones se había enterado, en aquella botica y por unos grandes carteles en la vidriera, que ese domingo habría un festival aeronáutico con vuelos de bautismo.      Equipado ya con su calzado de diario emprendió, solitario, la caminata. El día era hermoso, sin nubes; el sol halagaba el paisaje. Le fascinaba la idea de volver a ver aquellos pájaros flacuchos, amarillos, con sus grandes hélices de madera; al mecánico, un italiano de difícil castellano (los chicos decían que había quedado medio loco por la guerra de Hitler y los norteamericanos); la pista de tierra y pastos cortados; los aviadores -suficientes, valientes, casi solemnes-. Él iba a ser uno de ellos cuando fuera grande; igual de importante y lejano...      Llegó la hora. El despegue del primer avión, un biplano con un gran motor medio salido del fuselaje, dirigiéndose hacia una  colina en el horizonte. Los chicos del barrio, en las tardes de verano, contaban que aquel avión de dos alas venía de la primera guerra mundial, por eso era tan bueno y llegaba... ¡hasta dos kilómetros de altura! Primero dio vueltas muy redondas en el aire; después “la caída de la hoja”, lo más peligroso. Y, finalmente, un largo trazo de humo en el cielo de la tarde. Luego, un Piper ascendiendo en espiral para, finalmente, arrojar un paracaidista. Otros aviones y nuevas piruetas, vuelos rasantes que levantaban el polvo de la pista, ascensos casi verticales, picadas, tirabuzón, giros y descensos…

         ¡Por fin, los vuelos de bautizmo...! Se sentó en el suelo, detrás del alambrado. Corría viento suave y fresco; el sol, descolgado, estaba ya cerca del horizonte. Se quedaría hasta el final, cuando guardaran los aviones en el enorme hangar... Se había cumplido el último aterrizaje con un chico que pagó, como los anteriores, para el primer vuelo de su vida, el de bautismo; algunos, más afortunados, ya habían volado varias veces. Aquello debía ser caro y su padre no le daba dinero para gastos innecesarios.

         El carreteo. Se para el Piper amarillo, baja el aviador y ayuda a descender al chico gordo que reconoció pues pertenecía a la Acción Católica. El piloto mira hacia el lugar donde sólo había quedado él; sigue mirándolo insistentemente. ¿Por qué lo hace? Si bien no había pagado la entrada, en realidad, ese no era el problema porque estaba afuera del Club, separado por el alambrado. De cualquier forma, ya habían terminaron los vuelos y, en consecuencia, no tenía de qué preocuparse. Por fin advierte que el aviador le hace señas con la mano. Estaba a treinta pasos. Los anteojos oscuros son ahora más grandes... ¡Lo está llamando! Cruza la valla. El corazón, primero, trota; después, corre. Intuye que algo importante, esperado, va a ocurrir. Sus ojos, clavados en aquel objeto amarillo. El semi Dios le dice algo…. Sólo responde: “Bueno” y sube.

         El ayudante, al frente del aparato, impulsa la hélice varias veces; apenas logra verlo: lo tapa el tablero de instrumentos y el aviador de anteojos oscuros. Es como estar en un pozo y asomar a la orilla. El motor, con dificultad, empieza a tronar y a mover la estructura de metal y tela. ¡Cruje todo! En la parte posterior del asiento, golpean suavemente unas correas sueltas en un pequeño espacio. ¿Servirían para atar paquetes? El motor se acelera y el avión comienza a desplazarse. Vuelve a mirar hacia atrás instintivamente, al lugar de la partida, pero sólo advierte un torbellino de polvo. La correa de seguridad lo sujeta fuertemente; no debía tocar la palanca que quedaba entre sus rodillas. Se toma de una agarradera ubicada a su derecha; no la soltaría hasta el final, cuando el avión se detuviera.

         El corazón no puede latir más rápido, funciona “a toda máquina”. A partir de ese momento su cerebro comienza a registrar todo: el olor del habitáculo y el que traía el aire desde el campo; el cielo absolutamente despejado, de un azul algo grisáceo hacia la Ciudad y rojizo hacia el poniente, hacia Los Ábalos; cada piedra que movía el aparato cuando las ruedas lisas pasaban por encima; el embudo de tela colorada, plantado al costado de la pista, que se hinchaba y giraba lentamente indicando el devenir del viento; el fuerte torbellino generado por la hélice; el techo tembloroso; las ventanillas cerradas con unas trabas que parecían frágiles pero que, indudablemente, debían ser del mejor acero; afuera, el alambrado de la ruta y el mecánico charlando con no sabía quién, parados al costado de la pista donde el público no podía acceder.

         De pronto, inesperadamente, aquel momento único, supremo... Desaparecen los temblores, sacudidas y el ruido infernal de los elementos. Era como estar, de súbito, en silencio después de una tormenta, el avión muy quieto, clavado en el aire; el infinito paisaje era el que se movía, girando, subiendo, bajando, multiplicando colores, sombras, reflejos… Sólo el lejano murmullo del motor indica el vuelo. El aviador lleva la palanca suavemente para atrás, después a la derecha, para el lado de Río Blanco y hunde el pedal diestro. El lento ascenso. Desde arriba, ve la ruta contigua a la pista y, allí, caminando un hombre de sombrero que, iluminado por el último sol, proyecta su figura multiplicada en alargada sombra. Sigue subiendo. Ahora, pequeños cuadrados; son las casitas del campo y sus techos, algunos de metal plateado, otros de rojo tejano; las parcelas cultivadas de todos los tamaños pintadas en diversos verdes y terracotas; largos trazos rectos de caminos y sinuosos senderos que penetran en la virginidad casi sombría de los montes; caprichosos recorridos que siguen las pendientes, a veces más anchos, otras más delgados y -dentro de ellos- esqueléticos hilos azulinos del agua de los arroyos o los más caudalosos de los ríos. A lo lejos, los cerros encrespados de infinitos tonos. El avión gira; ahora, frente a él, un poniente rojizo se tiñe en un nuevo horizonte, lo humano se vuelve insignificante y cobran imponencia los cerros y sus intensos coloridos enmarcando el valle. Luego, despaciosamente, los trazos de aquel cuadro impresionista comienzan a agrandarse y toman dimensiones más reales para ingresar al mundo de los límites cotidianos. Finalmente, completan el descenso. Aterrizan. Todo, absolutamente todo, segundo a segundo, palmo a palmo, queda guardado para siempre en su mente. ¡Sería ese uno de los días más felices de su infancia!

          El regreso fue triunfal, acompañado por algunos ocasionales cómplices, chicos de la villa. Caminó por la ruta de tierra, San Pedrito y sus casas-quintas, la calle principal de Villa Gorriti con sus pobres construcciones, callejas laterales tumultuosas de piedra y barro. Pasó frente a los almacenes donde, a veces, compraba turrón árabe (allí vendían, a destajo, diez centavos de aquel manjar). Por fin, el asfalto, el puente Lavalle sobre el río Chico; del otro lado, lo conocido -el centro-, su barrio.

         Se sentó en uno de los bancos de piedra en la vereda de la Escuela Normal, una cuadra antes de la casa, cuando ya anochecía. Pasó un auto verde oscuro, lo manejaba un macizo italiano de proverbial bonhomía y carota algo colorada, el papá de Anita. Ella iba atrás, sentada con otra chica. Ana era aquella compañera de la Escuela “Belgrano” que tanto le gustaba y sólo veía en los actos patrióticos, cuando juntaban las mujeres del turno tarde con los varones de la mañana. Allí cruzaban sus miradas. Ana era muy dulce, el pelo claro y los ojos verdes. Era su primer llamado al amor, novia en secreto, nunca se hablaron ni se dieron la mano. Un largo rato imaginó que le contaba lo acontecido en Alto Comedero hacía apenas una hora y media. Una aventura casi heroica. Seguramente lo admiraría.

         Al llegar a su casa, ya estaba todo oscuro, silencioso y con la puerta cancel cerrada. Esperó el regreso de su madre en el umbral; posiblemente habría ido a la novena, pero no... si era domingo, aquel “día de glorias”.

         La cena, como siempre, una repetición del almuerzo: la odiada sopa, el plato principal desaparecido ya de la memoria -como otras cosas intrascendentes de aquella jornada- y el postre, un dulce de factura casera. Estaban todos sentados; miró a su padre y a sus hermanos. Como durante toda su infancia, y hasta terminar el colegio secundario, ocupaba el mismo lugar a la derecha de la madre. Él era el hijo del medio, cuatro mayores y dos menores; casi una multitud. Situación traumática, según la Psicología, pero no para él, evidentemente, pues pasaba desapercibido y eso, en la familia de moral casi victoriana, era una dosis de libertad que no todos (o, quizás, nadie) disfrutaron. Una ventaja que él sí supo aprovechar. Todo parecía preparado para narrar la historia del mágico domingo de septiembre...

          —Hoy fui al festival aéreo en el Alto Comedero -dijo de golpe. Silencio total; todas las miradas -incluida la de los progenitores- le cayeron, pesadamente, encima. Apresuró el relato, paso a paso. Estaba por subir al Piper cuando uno de los hermanos le espeta:

         —Otra vez está mintiendo. ¿De dónde sacó la plata para la entrada?

         —Me quedé del otro lado del alambrado.

         —No puede ser; eso no lo permiten.

         Ahora adelanta el desenlace:

         —El piloto, al final, me invitó a un vuelo de bautizo.

         —¿Cuánto te costó?– le preguntaron, socarronamente.

         —No… ¡fue gratis!

         —¡No puede ser! ¡Imposible! ¡Sos un gran embustero!

         Sus hermanas, con el silencio, asienten; el mayor remata con el peor de los insultos, un apodo que le sonaba perruno, lo denigraba:

         —¡Pichín, el mentiroso!

         No importa; debía contarles más detalles para que consiguieran creerle:

         —Desde arriba vi un hombre caminando por la ruta...

         No lo dejaron continuar; todos hablaban simultáneamente y convenían que, como siempre, no podía dejar de engañar. Su madre, con la mirada, le ordenó al padre -sentado en el otro extremo de la mesa- que interviniera.

         —No tienes que mentir; es un pecado y no te sirve inventar siempre. Así nunca, nadie, te va a creer nada.

         Ahora, todos en silencio, esperaban que respondiera a la admonición. Pero no, debía seguir narrando; con otros datos más puntuales lograría, finalmente, convencerlos.

         —A un señor que caminaba en la ruta se le veía su sombra y con el sombrero bien alargado.

         Fue el final. Sus hermanos reían. Primero, ¿cómo podrían creer que volara gratis? Y, luego, ¿desde el avión se alcanzaba a ver un hombre y, más aún, el sombrero proyectado en el suelo? Siguió el tumulto unos minutos hasta que el jefe de la familia, con el apoyo de la dueña de casa, impuso orden. Estaba en un laberinto. Sin salida. Tuvo que esperar que finalizara la cena.

         Sus relatos, casi siempre, resultaban poco creíbles; en realidad no sabía cómo contar sus historias transgresoras, las de hijo del medio. A veces había mentido; en realidad, no muchas en el mundo de su infancia, transcurrida en la gran casona del siglo XVIII en la que, según contaba su padre  -médico de consulta gorda y bolsillos flacos-, en vida de su bisabuelo Pascual entró a caballo Felipe Varela, hasta el segundo patio, el de lajas. Allí, de un certero sablazo, destrozó la imagen de un San Antonio en tamaño natural y que oficiaba discretamente de receptáculo o “ladronera”(2) de monedas de plata...


         En el enorme dormitorio de cielo raso de tela pintada con cal y gruesas paredes de adobes centenarios, acostado ya en la cama de hierro niquelada y tapado hasta la coronilla con la gruesa manta catamarqueña, se ubicó él en el asiento de adelante y, en el de atrás, Ana. Se colocó los oscuros y grandes anteojos, verificó el funcionamiento de los relojes, comprobó el movimiento de los alerones, miró hacia los hangares y, luego, hacia adelante, aceleró el giro de la hélice y empezó a tirar lentamente de la palanca del centro para remontar el Piper hasta por arriba de las nubes, a pleno sol. Abajo, la isla de Icaria...



(1) Donde estaban estos pabellones funcionan ahora Tribunales y la Legislatura.

(2) Ladronera. Alcancía de barro o caja de madera o de metal con una sola hendidura, que sirve para guardar el dinero que se ahorra.

Taburete despiadado










Taburete despiadado



            1976, año aciago para la República Argentina…

            Cumplo mi pasantía en el Servicio de Ortopedia y Traumatología del Hospital Gutiérrez de Buenos Aires, con el necesario oxígeno de su Jefe, el Dr. Juan Cruz Derqui.

            Mi compañero de dormitorio es Francisco Camacho, médico boliviano (sobrino del mítico gremialista trotskista Lechin Oquendo (1)) y cuyo historial de galeno se inició en la selva boliviana, siguió en China y remató, finalmente, en Buenos Aires.



            Los sábados por las tardes y los domingos son las treguas que nos permitimos después de semanas, sin respiro. Al atardecer del sábado 14 de agosto concurrimos al Teatro “San Martín”. En la explanada posterior, sobre la calle Sarmiento, con entrada gratuita, elegimos la cola más larga, garantía de un buen espectáculo. Nos tocará, por suerte, escuchar a una muy joven y excepcional pianista: Alicia Weingarten.

            Subimos al 6º piso. Está todo listo para el recital. Aparece, tímida, la novel concertista. El saludo, los aplausos… Se aproxima al piano y pretende sentarse en el taburete pero no lo logra: resulta muy alto y,  entonces, inicia un trabajoso intento por adecuarlo a su estatura. El asiento no se rinde, las tentativas se repiten y la concurrencia, callada, contempla el impensado espectáculo; pasan los minutos y el problema no se resuelve. Yo, sentado en la última hilera de asientos, no salgo de mi asombro: la sala está llena de porteños -argentinos con muchas famas, una de ellas es su extrovertida impulsividad y, otra, la imperiosa necesidad de protagonismo- pero siguen apocados, apoltronados, silenciosos, mientras la “figura” se debate infructuosa en una batalla sin cuartel. En un arranque de valentía –yo, un humilde provinciano “payuca” de Jujuy, y con famas distintas- me levanto y camino entre los espectadores, subo al escenario y concluyo la disputa entre la  pianista adolescente y el taburete. (2)



            Alicia, sigo dispuesto a socorrerte, en cualquier circunstancia, y a pesar de los porteños…



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(1) “Juan Lechín Oquendo fue un destacado líder sindical y Secretario General de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia desde 1944 a 1987.” Wikipedia

(2) Compositora, concertista, docente. Recibió numerosas distinciones en Europa, EE.UU. y Argentina.