Anita Delgado

(40º 25´ 06´´ de latitud N - 03º 42´ 13´´ de longitud O)
Maharani
(31º 22´ 46´´ de latitud N - 75º 23´ 05´´ de longitud O)


Por solo una tarde en nuestras vidas conocimos y escuchamos a la persona que (en su casa del Barrio Santa Ana de Córdoba en el año de 1966) nos relató la siguiente historia:

La recién casada con un empleado burócrata del Ferrocarril Belgrano, en la ciudad de Tucumán, no armoniza su alcurnia y aspiraciones con la ocupación laboral del marido. Mujer de empuje sobrenatural, tampoco concierta con las circunstancias de que su reciente pareja proviene de esa otra clase social indefinida, resultante de antepasados desaparecidos de fotos, escritos y hasta de la memoria. ¿Una confusión?
El desposado, consonante con su estatus, no imaginó nunca tener que cambiar el ritmo apacible de la burocracia, el asado de los domingos con amigos y la cantina vespertina, por una vida social de fulgor… ¡Pero habría de ocurrir!
Luego del viaje de himeneo, el empeño diario de la compañera fue guerrear otro rango para su reciente marido, cueste lo que cueste; se trata de un fallo supremo. Primero lo convenció del laborioso itinerario a cumplir para ascender hasta alcanzar su esfera. Convencido -o resignado- a dejarse arrastras a otros designios para él desconocidos, aceptó flexible.
Amparo Romero -para la familia Tía Negra- recurrió a múltiples relaciones: solicitó recomendaciones a conocidos e influyentes personajes, obtuvo audiencias con cuanto jerarca pisara suelo de la ciudad, visitó a ministros, celebró entrevistas con el jefe del regimiento y el mismísimo arzobispo. Mientras tanto, esperó infructuosa la audiencia con el gobernador. No perdió el tiempo y se plantó, directamente, ante el Jefe del Ferrocarril  demandándole que Manolo Agüero fuera ascendido a Jefe de Estación -por lo menos-. Era la pretensión mayor a la que podía aspirar un empleado de planta en el norte argentino. El mando implorado no era para la ciudad de cabecera por resultar demasiada exigente, sino en alguna otra de menor jerarquía dentro del largo recorrido del “camino de hierro” del FF.CC. Belgrano, el que parte de Retiro en Buenos Aires y culmina en la Quiaca, localidad limítrofe con la República de Bolivia.
El Sr. Agüero, con años en tareas burocráticas subordinadas y con algunos ascensos, resulta testigo pasmado del impulso arrollador de Tía Negra en post de su jerarquización. (¿Inspirada en la legendaria migración matriarcal de los renos “Caribou”, de los lejanos territorios en Alaska?)
Manolo, convencido y en una arrullada ilusión, se ve lucir un traje azul marino con saco cruzado, galones de tres franjas en las mangas, botones metálicos, pantalón con ribete blanco a lo largo de los costados y gorra de visera negra lustrosa con palmas doradas y un letrero en el frente, también matiz oro, anunciando su escalafón soberano que reza: “JEFE”. Pero, por sobre todo implicará la quimera del mando, en consecuencia tendrá feudatarios, un salto cualitativo desde la sombría obediencia hacia la resplandeciente superioridad; para mayor embrujo, una posición de señorío en la ciudad de destino y que, por agregación, hará feliz a la recién desposada.
Por aquellos años quienes arrogaban potestad incuestionable en las localidades eran: el cura párroco, el coronel del regimiento, el comisario, el intendente, el juez de paz y el jefe de la estación. Protagonistas necesarios de los trajines festivos y solución necesaria ante disputas, entredichos y conflictos; figuras con la “última palabra”.
La pareja, para robustecer su propósito, concurría a la misa matutina con confesiones y comuniones diarias. El 13 de junio, día conmemorativo del santo Antonio de Padua, al pie de su altar, suplicaron encontrar lo que buscaban. El 8 de junio rogaron por la permanencia en el tiempo de la pareja a los santos Aquila y Priscila, con la oferta penitencial de la abstención carnal -temporal-. En fin, rezos y rogatorios implorando que aquello fuera dogmático: un “Mandato Divino”.

La ingeniosa consorte espera con ansias, después de tantas oraciones, ver a su marido en una posición de señorío; de paso, un mayor salario acorde a su linaje teniendo en cuenta la condición social que ella impele y que, imperiosamente, su compañero debe asumir sin melindres.
Está irremediablemente dispuesta a trasladar el “nido” en post del cometido superior: arribar  a una posición social preferente y confortable. Situación que carga como consecuencias de raíces españolas familiares vinculadas a una protagonista de la historia; nada menos que la quinta mujer de la más importante alteza, por aquella época, en el norte de la India. Se trata del 7º Maharajá de Kapurthala, el Raja-i-Rajgan Majaraja Sir Jagatjit Singh. Estatus irrenunciable para Tía Negra que implica hacer honor y práctica acorde a un nivel consecuente de su incuestionable alcurnia.
Como narra la historia, todo vino a cuento a partir de la boda del rey de España, Don Alfonso XIII, el 31 de mayo de 1906. Uno de los tantos invitados del esplendor mundial al majestuoso evento, fue aquel poderoso príncipe de Kapurthala. Quien, una tarde apartándose de todo protocolo, tuvo la ocurrencia de asistir, para su deleite, al baile flamenco de la popular sala Music-Hall del Café “Central Kursaal”, en la Plaza del Carmen esquina de la calle Tetuán, entre Puerta del Sol y la Gran Vía de Madrid, donde actuara hasta la mismísima Mata Hari.  Allí descubrió en la presentación del espectáculo “La Noche de los Novios” con la consagrada Consuelo Portela -La Chalito”- a dos hermanas “teloneras”; una de ellas, Ana María Delgado Briones, hermosa malagueña de 16 años de edad, quien con su encanto enajenó al noble indio y de la que quedó concluyentemente prendado, al punto de proponerle matrimonio. Como cuento del Hada Madrina, Anita, luego de algunos remilgos y convencida finalmente por su madre de la fabulosa propuesta, envió una carta mal redactada y con gruesos errores ortográficos al príncipe -ahora en Francia huyendo del atentado terrorista dirigido al Rey de España- aceptando la boda propuesta. La misiva cayó en mano del escritor manco (víctima de un duelo), Don Ramón del Valle-Inclán, quien pretendiendo satirizar la relación en cierne, terminó floreciendo como su celestino. Concurrente habitual a los cuplés de las hermanas Delgado, el literato mudó la carta en una pieza poética notable, pasional, una fantástica y suprema declaración de amor no soñada, en tiempo alguno, por la nobleza de la India; dejando perplejo, flechado, al destinatario.
Pero Anita, puntualmente adoctrinada por su progenitora, impuso tres condiciones previas a la consumación nupcial. Primero: ser la cardinal y oficial del Príncipe, por arriba del harén y con el impedimento de que “arrime” ninguna otra. Segundo: casarse por la Ley Civil en Francia. Tercero: la ceremonia religiosa glorificada en Kapurthala por el rito Sij, con los fastos y distinciones correspondientes, en adelante, a “La Princesa”.
El casamiento, por el culto oficial, se celebra en la mismísima heredad, el día 28 de enero de 1908. Preceden la ceremonia elefantes ricamente ataviados, el primero y más viejo con una gran esmeralda con forma de media luna en su frente, el talismán protector. Acompaña un séquito de nobles y pajes con vestimentas de solemnidad suprema.
Luego del festín extendido por tres días y tres noches, al atardecer del cuarto, en el salón dorado y ataviada con indumentaria real, fue invitada “La Princesa” a recibir el presente de bodas. Entró solemne acompañada por el Príncipe hasta el foco del paraninfo; allí, en una mesa dorada, ricamente tallada, descansa un cofre de madera cerrado con su llave puesta. Vendados los ojos de Anita, la invitan a que extienda hacia adelante los brazos con las manos juntas y abiertas hacia arriba: se oye el giro de la llave del arca, luego hunde las manos en la misma y trata de retener lo que más puede de un contenido tintineante, frio, duro y múltiple. Cumplidos los pasos indicados, despojan la venda que impide la vista. ¡¡¡Oh…Sorpresa!!! Sus manos retienen piedras preciosas. Brillan, ante su mirada atrapada: zafiros, amatistas, piedras de luna, aguamarinas, rubíes, diamantes, granates, esmeraldas y perlas.
Cumplidas a pie juntillas las condiciones impuestas, habitaron en Palacio, réplica barroca -algo moderada- del de Versalles y el de Fontainebleau.

Conclusión: la sencilla y bella bailarina, emparentada a Tía Negra, y en un santiamén, paso a pertenecer a la dinastía Ahluwalia, ser la primera del harén en aquella posesión y nombrada como la Maharani (Gran Reina).
Ocurrió en el norte de la colonia británica.
Ana, en adelante “La Princesa” -o Majaraní Rami Prem Kaursahiba- fue, por muchos años, esposa del soberano por encima del resto del encierro.
Era costumbre, para celebrar el onomástico del príncipe, en ceremonia pública atiborrado de súbditos, hacerlo subir a una morrocotuda balanza y equilibrarla con su mismísimo peso en oro de verdad; “milagro” no visto en parte alguna del mundo y que ni Aladino y el genio de su lamparita pudiera acaecer.


Los prolegómenos de la pareja ferroviaria que nos ocupa, en vista del nuevo destino, fueron infinitos: misas  de adiós con sermones de ocasión y comuniones en masa celebradas por el Guardián del Convento Franciscano, mensajes, telegramas, llamadas telefónicas a distancia, visitas formales a las autoridades cercanas, recorrido de compras en los mejores negocios de indumentarias y calzados, té con dulces y confituras para las señoras,  asado con carne de ternera, chorizos colorados venidos de España, vino tinto de marca en botellas para los señores y el fraile; finalmente cena de despedida con menú, vajilla y mantelería contratadas.
Por fin llega la comunicación del traslado físico al nuevo destino. La orden rotula:
“JEFE de ESTACIÓN”
Designación.

El decreto, escuetamente hace referencia a un lugar en la Provincia de Jujuy. La búsqueda de noticias del ignoto puesto resultó problemática, en el mapa ferroviario aparece ubicado antes de la frontera internacional en el norte argentino, sin más detalles. Parientes, amigos y conocidos tampoco dan cuenta de aquella localización.
-¿Querido. ¿Averiguaste adónde nos mandan? -Sermonea la esposa.
-A Pumahuasi. En el norte de la provincia de Jujuy.
-Sí, eso vi en el nombramiento; pero ¿cómo es la ciudad dónde vamos?
-Está en un corredor significativo con un tráfico de personas y mercaderías de paso a Bolivia.
-No… Te pregunto: ¡¿Como es la ciudad adónde te mandan?!
-La verdad que ese antecedente no lo tengo; pero es importante ser el Jefe de la Estación.
-Bueno… No me dices mucho… ¡La conoceremos…!
Fue el diálogo antes del destierro.

Llegó el día esperado, el de la partida. El equipaje fue a parar al vagón de cargas. Aguarda, para la dupla, un camarote preparado especialmente. Los amigos y parientes atiborran el apeadero, hay sollozos y frases de circunstancia. Suena el tercer llamado de la campana para la partida y el silbato del guarda. La pareja sube y reaparece en las ventanillas, tía Negra lleva puesto un sombrero negro con tul bordado con flores blancas y guante de cuero oscuro en una mano que agita un pañuelo perfumado con encajes de colores, con la otra, desnuda, acaricia sus cachetes recogiendo lágrimas. Él, con el sombrero en la diestra describe un amplio arco en el aire por encima de las cabezas de la multitud, su mirada recorre al gentío. El crujido de los vagones desperezándose anuncia la partida del tren en marcha lenta; se rompe el escenario…
La columna ferroviaria, en su largo recorrido, hace paradas en sucesivas estaciones. En Güemes ocurre un traslado de pasajeros: suben los venidos de Salta; en San Salvador de Jujuy se demora casi una hora, allí trepan apresurados hasta completar camarotes, primera clase y la segunda con butacas de rigurosa pinotea, gran cantidad de valijas, cajas y bultos que rellenan los dos vagones destinados para la carga. Reanuda la marcha y se va deteniendo sucesivamente en los poblados de Yala, León -allí cambian la máquina a vapor por una con cremallera para el ascenso de “Volcán”-, luego Tumbaya, Purmamarca, Maimará, Tilcara, Huacalera, Uquía, Humahuaca, Tres Cruces, Abra Pampa, Puesto del Marques y finalmente el destino asignado: Pumahuasi.
La noche oculta la fisonomía del lugar. Descienden del tren; una luz opaca alumbra suavemente el lugar, son los únicos pasajeros que pisan el andén, los esperan el Cabeza saliente que viste un desteñido uniforme azul, lleva coronando una gorra avejentada con visera, ribete dorado y una inscripción que anuncia: “JEFE”. Saludos de rutina, se estrechan las manos, para la señora un beso en la mejilla. Un peón de cargas traslada los bártulos en el carro de la estación y los cuatro parten a la construcción contigua a la estación. ¡El nuevo hogar!
El acompañante destraba del cinturón un manojo de llaves antiguas, busca con el tacto la que corresponde a la habitación principal, emboca a ciegas la cerradura, gira la llave y se abre la puerta lenta y ruidosa; enciende la iluminaciòn interior y aparece una habitación extensa, una enorme cama de tientos con cochón recién atizado de lana ovejuna en un rincón, la acompaña un cubículo de madera que oficia de mesa de luz; un ropero de estilo francés desvencijado con la puerta abierta deja ver un gran espejo en la cara posterior, en la parte inferior un cajón con tirantes de bronce, más abajo una de las patas delanteras ausente la reemplaza un par de ladrillos. Cuelga del techo un cable trenzado que sostiene un foco bombilla de 40 W. Tía Negra, perpleja, parada en el portal no se resuelve a entrar, con las dos manos cubre la cara y la invade un llanto desconsolado… El JEFE saliente se retira discretamente.  
        No durmió y lloro toda la noche hasta deshidratarse. Al amanecer recupera su carácter e inicia, sin consuelo, un prolongado recorrido de las otras dependencias: en el baño un inodoro con tanque de agua suspendido y cadena caracteriza el lugar, ducha sin bañadera y lavatorio reciente, la grifería es de bronce, una ventana pequeña y en altura tiene el vidrio partido. En la siguiente habitación está la cocina con un fogón a leña y abundante hollín, en una de las paredes dos estantes vacíos, completan el equipamiento una mesa cuadrada con tres sillas de madera. Finaliza el complejo, un depósito ciego con piso de tierra. ¡Aquello era la desolación!
Tía Negra lloró sin hacer nada, no comió por dos días. Al tercero, rescató nuevamente el valor y su carácter batallador. Acomodó el equipaje abriendo las cajas y valijas indispensables, el resto fue ordenado en el depósito contiguo a la pieza principal. Averiguó donde comprar alimentos y salió a conocer el “pueblo”. Encontró solo tres casas próximas, una de ellas clausurada con candado; lo que parecía oficiar de calle principal, en realidad es la ruta 9. Por fin a trescientos metros al norte un almacén. Completan el paisaje un infinito altiplano a más de tres mil metros de altura, lo habitan burros con crespones de colores en las orejas y a lo lejos un grupo de llamas; no existe ni un solo árbol, solo pastos bajos y la monotonía del color. El viento sin descanso dibuja remolinos de tierra, rematan el paisaje, al fondo, cadenas de montañas que se ven lejanas. Una representación en aguatintas de la soledad.
Cocinó carne de cordero con papas oca y sopa de fideos, de postre duraznos al natural. El almuerzo transcurrió en silencio, fue la primera comida formal. Al final la esposa, mirando fijamente al marido, le dice con pausa, pero con gran seguridad: “Esto es peor que el infierno, no hay nada ni nadie, es un limbo, la casa que te dieron, un rancho”. Agüero no supo que objetar.
Después de la cena del quinto día, comunicó a su esposo que viajaría, primero a Tucumán y si hacía falta a Buenos Aires; iría a comprar lo necesario para vivir como ellos se merecían. Al siguiente día, vestida de domingo, esperó el arribo del tren, el que procedía de La Quiaca. No descendió nadie y subió solamente ella, tampoco bajaron carga alguna, solo llenaron el depósito de agua de la máquina con la manga suspendida desde un gran tanque. Luego el nuevo JEFE dio la orden de partida. Instalada en el camarote, en un acto de desahogo imperioso grito: “esto no es ni apeadero, es un purgatorio”.
Aquello resultó un páramo, tampoco era una estación verdadera, solo una parada para abastecer de agua a la máquina. Cada muerte de obispo subía o descendía un pasajero; cada quince días, bajaban algunas cajas para abastecer al almacén de doña Quipildor.
El periplo de la señora incluyo las ciudades de Tucumán y Buenos Aires. A partir de entonces y por muchos días cambió todo, se despertó la curiosidad de los burócratas que controlaban el tráfico de cargas en Tucumán, aquello resultó insólito: grandes y numerosas cajas tenían como destino, por primera vez en la historia, la localidad de Pumahuasi; arribaban a destino haciendo detener más tiempo al tren y convoca a los escasos pobladores que asisten azorados a tamaña novedad tratando de adivinar el contenido de aquellos envíos dirigidos al JEFE. Se “completó” la residencia.
El día del arribo de la esposa congregó a los doce lugareños y la almacenera. La tía Negra bajó triunfante, vestida de fiesta.
A partir de entonces convocó, sucesivamente, a albañiles, plomeros y carpinteros, todos venidos de La Quiaca, con ida y regreso gratuitos en tren. Pumahuasi adquirió otra dinámica. La construcción desolada de los primeros días fue convirtiéndose en un hormiguero de personajes especializados. Las estancias fueron atiborradas de muebles estilo Luis XV y XVI. En el dormitorio, dobles cortinados en las aberturas nuevas, una cama a la polonesa con un gran dosel, tocador curvo con un espejo de crista biselado, cubre el piso una alfombra “mágica” estilo nórdico. Las luminarias de bronce pulido con pantallas de vidrios esmerilados. Cerrajería nueva colonial. En la cocina el fogón desapareció, una artefacto a kerosene con horno y cuatro hornillas lo reemplaza y un aparador de madera vista lustrada, pileta de loza con grifería cromada. Completan el complejo un comedor recien edificado que luce un trinchante y estantería cerrada por puertitas vidriadas  gravadas con motivos de caza, una gran mesa rectangular, seis sillas de respaldos con esterilla y asientos acolchados, manteleria y vajilla, todo del mismo estilo Los pisos cerámicos están decorados con mayólicas.
Lo asombroso e insólito de aquella mutación resultó el agudo contraste entre la desolación de la zona y aquel reducto palaciego inspirado en ei de Versalles. Un muestrario de riquezas ornamentales y mobiliarias apostado en el aislamiento desértico de la puna jujeña. 
Pasado dos año, “Tía Negra”, apelando a sus parientes, amistades y relaciones con el poder, logró una entrevista con el mismísimo presidente de la Nación, Don Hipólito Irigoyen. Concurrió a la Casa Rosada acompañado por su sobrino “Chango”. De aquella reunión surgió el final de la insólita experiencia.

Pumahuasi perdió, para siempre, el extraño remedo palaciego francés Luis XIV de Kapurthala en su parada ferroviaria; habitada, entonces, por tres personas: el Jefe, su conyugue y un mozo de estación.


 Hoy persisten mudos los cimientos, algunos restos de paredes y esta historia enterrada por el tiempo, la que que nadie recuerda.

Barrio de Retiro




Barrio de Retiro

                      FEUDO VIOLADO

Vivía, en 1975, en el primer piso del Servicio de Ortopedia y Traumatología del Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez de Buenos Aires, dirigido por su jefe el Dr. Juan Cruz Derqui. La actividad que se desplegaba de lunes a sábado por las mañanas era vertiginosa. El resto de las tardes, con parte de las noches, estudiábamos. Los domingos, por fin, la pausa al trajín impenitente de la semana.
Me tocó compartir la habitación con otro colega, un médico boliviano: Francisco Camacho -sobrino del legendario gremialista Juan Lechín Oquendo, Secretario General de la Central Obrera de Bolivia-.
 Pasaron dos meses durante los cuales mi compañero de habitación y colega se negó rotundamente a salir del Hospital. El motivo del auto encierro se debió a las noticias publicadas en los diarios acerca del asesinato de  psiquiatras; médicos de las nuevas corrientes contrariando a la tradicional y etiquetados de “zurdos” -un pecado mortal por aquella época-. Estas noticias horrorizaron a mi compañero médico, agravadas por su vínculo sanguíneo con su tío trotskista. Suponía que podría ser masacrado, también él, por el terrorismo desatado en Argentina. Además, influyó sobre el ánimo de mi colega el alejamiento de nuestro Hospital del equipo completo de cardiocirujanos infantiles. 
“Costó un Perú” convencer al aterrado amigo de que no corría peligro alguno el salir del hospital porque nadie, fuera del mundillo médico del Servicio, lo conocía, ni podían relacionarlo con su tío.

¡Por fin llego la “auto liberación”!

Un domingo despreocupados vamos por una zona del Barrio de Retiro. Pomposa por sus edificios y la importancia de habitantes con apellidos que provenían de la época colonial enriquecidos con el contrabando portuario. Sus descendientes estancieros, producto del generoso reparto de tierras conquistadas a partir de un decreto de 1826, el más corto de la historia. En un solo renglón rezaba: 
“Se contrata al coronel prusiano Federico Rauch para exterminar a los indios Ranqueles”.
Fdo. Bernardino Rivadavia. 
Presidente.
De aquellas circunstancias proviene la historia actual de “Macoco”. El inefable playboy que inspiró al personaje de “Isidorito Cañones”, el que acuño aquello de “tirar manteca al techo”, socio de Gabrielle Capone con quien abrió el famoso Cabaré en Nueva York: “El Morocco”. Falleció en 1981 a los 80 años, solitario, junto a los recuerdos del “Von vivant”. Había "liquidado" la estancia de sus  padres y otras dos de tías solteras.

En fin… Retiro por estos tiempos  (con sus habitantes, supuestos descendientes de la nobleza europea) se trata de una zona no animada  por  la “chusma” descendientes de las perpetuas guerras europeas, o de los “cabecitas negras” arribados del interior de la República.

Sin dinero, nos disponemos con Pancho a  regresar desde aquel barrio al hospital. Parados en la parte alta de una esquina en declive, divisamos abajo descansando para poder arremeter la curva en subida, una anciana de reverenciar, viste un conjunto de telas rellenas, con cuello y muñequeras de cueros, modelo venido de tiendas milanesas o parisinas, zapatos italianos y un sombrero de luto abrazado por tul bordado con flores que desciende hasta un poco más arriba de la nariz. La señora sostiene en la mano derecha un bastón de madera tallado, que en la parte superior luce un escudo familiar finamente rematado con empuñadura de plata repujada; con la otra mano sujeta una cadena finalizada en el collar de pedrerías que abraza el cogote de un perro caniche peluqueado, bien depilado en el torso, peluda la cabeza, los tobillos y el final de la cola, mechones prolijamente peinados.  El animal, con una de la patas trasera levantada y apoyada en el último árbol de la cuadra marca, con un chorro obsceno de orina su territorio. Terminada la micción canina, la protagonista se dispone a escalar el giro de la esquina con indisimulado esfuerzo sin perder la distinción. Echamos, con el amigo, un vistazo a la situación; nos preguntamos si debemos ayudar en el ascenso al personaje en su arrojo por superar el declive de la vereda.
La señora, resulta la fiel representante de otra época, cuando jugaban fuerte los apellidos y las herencias de amplias zonas rurales atiborradas de vacunos destinados al matadero para saciar el apetito británico. Estamos en un dilema y en silencio cuando el perro, con penetrantes ladridos anticipatorios, despierta el ambiente. Enseguida invade la solitaria calle de la mañana el bramido, in crescendo, de un motor en el desabrigo dominguero del medio día soleado en el otoño porteño. La señora arranca con esfuerzo para trepar la esquina. De repente detiene la marcha, ahora permanece estoica con la mirada dirigida al automotor que se acerca, es un Mercedes Benz último modelo. Vehículo de lujo usados por el estamento social del barrio; a todas luces de los que se importan para los más acaudalados de la burguesía y que conducen pulcros choferes uniformados con gorros de viseras que  transportan, arrellenados en el asiento de atrás, a señorones de trajes oscuros cruzados y sombreros negros; de mirada distantes van apoltronados, apoyan el mentón en las manos con los dedos entrecruzadas sobre la curva del bastón.
Pero el Mercedes que emergió de repente ante nuestras vistas, no responde a los cánones de aquel reducto urbano exclusivo. Conduce el rodado alemán, de color gris claro con patente todavía de concesionario, un cuarentón con barba de fin de semana, pelos de la cabeza desordenados, un gorro tipo yóquey, musculosa transpirada decorada en el pecho con el rostro del Che Guevara, cadena al cuello y reloj dorados. A su lado una mujer achaparrada y joven, porta en su regazo un infante de no más de un año, otro niño parado a su lado va mirando hacia adelante; la parte posterior del automóvil luce una muchedumbre movediza compuesta por adultos y niños bullangueros, uno de ellos, con medio cuerpo afuera de la ventanilla mueve los brazos con energía como si dirigiera una imaginaria orquesta que deslizándose por la vereda lo acompaña. Un cuadro desopilante y atrevido, ajeno totalmente a la biósfera prolija, callada, discreta, pulcra y linajuda del entorno del barrio.
La señora del caniche gira, con pequeños pasos, para seguir con la mirada puntualmente el decurso del vehículo y sus festivos habitantes. No disimula un gesto de contrariedad, pero permanece estoica y en grave silencio. El animalito continúa ladrando y con sus ojos persigue el recorrido del auto importado como queriendo, con sus ladridos, ahuyentar un raro e irracional suceso.
Concluido el decurso del rodado al esfumarse en un giro y apagarse en la distancia el fandango, la Señora, bien plantada, vuelve la mirada hacia nosotros, permanece callada imponiendo solemnidad al momento… El perrito deja de ladrar, mira a su dueña y mueve la cola con prisa. El silencio se apodera de la zona. Necesariamente nuestras miradas interrogan.
Finalmente, con pausa pero con firmeza, siempre mirándonos sin rodeos y en tono expiatorio, declara  solemne en cuatro palabras su apotegma: “¡¡Peronista tenía que ser!!...”

(Mi compañero boliviano me mira y pregunta: “¿Qué quiso decir la señora?”…)