Ingeniero Manuel Pérez

 

 

 

 

Ingeniero Manuel Pérez

 

Suena el timbre que  anuncia la entrada al aula. La próxima clase, para nosotros, es de matemáticas con el “grueso” Ing. Manuel Pérez.

En la corta espera antes de ingresar el profesor de 40 años de edad,  Alfredo Linares, alumno, camina hacia su butaca y en el transcurso se detiene, gira y mira el pizarrón, luego de unos instantes,  sin  mediar palabra, dibuja la caricatura   eficaz de la cabeza del docente seguida por el cuerpo de un gallináceo gordo y un plato con números; algunos de los compañeros siguen la “obra” (ya vista en otras ocasiones) con atención: ahora la cuestión es distinta por el inminente arribo del aludido en el  dibujo satírico visible en medio de la pizarra -un tributo novelesco de barbilampiños- finalizada la faena, el “artista” se retira a su pupitre. Desde el fondo del aula se oyen pasos acelerados, ruidosos, es el compañero Pepe Lacunza (José Félix Lacunza) que se dirige a los tumbos al frente; algunos piensan, seguramente, que borraría la “afrenta académica”: pero no, ya con tiza en mano, anota con letras grandes de imprenta el título de la broma y que reza “POLLO GORDO”, de esta forma se completa con su  bautizo la caricaturesca representación del profesor alimentándose picoteando números. La ocurrente obra  crea un ambiente de suspenso y silencio en el alumnado, se espera la entrada del personaje representado y su segura reacción: Por fin Ingresa, saluda: “Buenos días”. Se para frente a la figura, permanece contemplando la obra por algunos segundos, toma el borrador sin demostrar afección alguna y con la serenidad de siempre hace desaparecer el dibujo  sin advertir, seguramente, lo que aquel perfil acarrearía. Con la tiza, traza un enorme círculo  y comienza a desgranar su sabiduría: se inicia el dictado de trigonometría.

Nadie supo del dibujo en quinto año del secundario -1958, "Colegio Nacional Nº1 Teodoro Sánchez de Bustamante", fundado por Domingo Faustino Sarmiento en “La Muy Leal y Constante Ciudad de  Salvador de Jujuy-. Tampoco, naturalmente, del alias que cargaría en adelante y a perpetuidad -tributo gratuito y novelesco de barbilampiños- el que después fuera, sin más: “Gobernador Pollo Gordo” de la Provincia de Jujuy y creador de La Universidad Nacional de Jujuy. 

Así es como se registra el icono en la tradición oral, hoy por fin, descifrado su origen: Representación caricaturesca cabal de la imagen de un personaje público importante.  


Fuga de Hungría

 

¡Fuga de Hungría!

 

Introducción.

En el café.

Desde hace algunos años, los martes y viernes a las once de la mañana tres amigos meten baza en un café de la ciudad de Salta, (1) que con la de Jujuy (2), son capitales de dos provincias, principales actoras de la hazaña libertadora a principios del siglo XIX: Audaces y aguerridos gauchos “montoneros” -con su  Jefe el Gral. Miguel Martín de Güemes- los que derrotaron al ejército real español que venía de guerras napoleónicas y sus innegables destrezas.

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Uno de los asiduos al Café vivió, con su familia, una “hazaña” excesiva; la que fue narrando en sucesivos encuentros. Se trata de Américo Flandorffer. Nació en Szombathely, región de Vas, Reino de Hungría. El “magyar” llegó a estas tierras a los 7 años de edad, en 1951. Ahora luce delgado, de cabellos y barba blanca;  jubilado como profesor en la carrera de ingeniería.

Los contertulios almacenan historias. Una de ellas es la que  anunciamos:

 

Café del viernes.

-Américo. Nunca nos narraste los sucesos que viviste durante la Segunda Guerra Mundial y el posterior ingreso obligado de tu país a formar parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. (5)                 

 -¿Cómo es que finalizaste en  Argentina?  –Reclama Carlos.

       Américo (Imre en húngaro), levanta la cabeza y mira a su alrededor en suspenso, cavila con la mirada perdida ante una pregunta inesperada de compleja respuesta. Muy despacio y grave,  emprende el extenso relato:

-Nací en 1943, durante la Segunda Guerra Mundial y mi evocación no responde a ese episodio; solo puedo recordar imágenes fotográficas de entonces, los de mis primeros años en Hungría. De otros acontecimientos me entero a medida que voy creciendo y al  escuchar a dos hermanos mayores; además abrí bien los ojos durante charlas de mi padre con sus amigos. Él guarda muchos otros acontecimientos que nosotros le vamos reclamando; episodios  desconocidos, contados ahora con detalles. Sus relatos despiertan en nosotros un interés creciente por la inusual riqueza de lo sucedido y por haber sido el principal  protagonista.

-Bueno… Primero, contarnos lo que escuchaste de la Guerra.  –Se interesa Alfredo.

-Antes quiero comentarles que Argentina tienen una raíz húngara.

-¡¿Cómo?! ¡¿Por qué?!

-Ya afincados en Salta, llega mi padre a la hora del almuerzo, en su mano sostiene un billete de cien pesos, los de aquella época y  comenta: “Aquí, en la bandera que aparece con motivo de la fundación de Buenos Aires,(6) hay un escudo de Hungría; además está Juan de Gray (7) presidiendo la ceremonia. El  apellido Garay es húngaro (como lo son los nombres Américo y América) el colonizador tiene que haber tenido ascendencia húngara.

-Ni noticias de lo que nos cuentas.

-Eso lo descubre mi padre al ver el billete. -Silencio…

-Entonces somos hermanos de sangre. -Risas…

 

 

 

 

I

Niñez

Café del martes.

-¿Hoy que nos cuentas? –Genera el relato Alfredo.

-Bueno… Voy a comenzar con imágenes que tengo algo difusas  de aquel tiempo, acumuladas en alguna guarida de los recuerdos.

-¿Por ejemplo? -Interviene Carlos.

-Recuerdo a mi abuelo Ignác: Él es flaco, alto y fornido, tiene cabello blanco, camina con bastón, lentamente, con distinción,  alcurnia. Yo tengo, para esa época, cuatro o cinco años.

-¡Tan chico! ¿Recuerdas que hacías? –Tercia Alfredo.

-Sí. Mi primer recuerdo es cuando el abuelo me lleva caminando, tomado de su mano, al fondo donde están los establos de la caballeriza. En ese lugar veo a uno de los caballos sujetado con un bozal, las patas delanteras levantadas y apoyadas en una pared de madera, de esa forma se evita que patee. Con el tiempo me entero  por qué esa posición del animal: de esa forma  los peones pueden lavar el miembro viril del padrillo; después le acercan una yegua para “servirla”. 

-Que interesante. ¿Vivían los abuelos con ustedes?

-Sí, ellos habitaban en la misma casona, la de nuestros  antepasados un establecimiento agropecuario con ganadería, típica fracción de “puszta” (2) -en Gyertyànos- (1) similar a las de la pampa Argentina, con abundantes pasturas naturales y de extensión importante en esa región y para la época.

Una de esas mañanas mi abuela Rea no aparece, lo que llama mucho la atención (ella organiza el desayuno para todos y nuestra compañía al iniciar el día). “¿Que pasa que no está?”, preguntamos a nuestra madre, y contesta: “Como siempre, anoche luego de la cena, en el dormitorio los abuelos conversan un rato, hablan de los acontecimientos políticos y sociales del día. El abuelo Ignác entra al baño, sale y se sienta en la cama, después va la abuela, al regresar lo encuentra acostado, se dispone hacer lo mismo cuando escucha un sonido grave de garganta, luego  silencio absoluto, extrañada le  pregunta: “¿Qué te pasa cariño? ¿Te duele algo?”; pero no responde, el silencio dura, se tranquiliza pensando que está dormido; deja pasar un rato, por fin vuelve a interrogar y no contesta, esto le provoca alarma, se levanta, da vuelta a la cama y se acerca, le acaricia la frente, está  inmóvil, tampoco siente la respiración, toma un hombro y lo mueve suavemente, no hay respuesta: ¡Está muerto!... Se sienta a su lado, apoya la cabeza entre las manos. Llora, reza. Silencio...  Fue una muerte repentina, sin sufrimiento”. Ese día permanecimos con nuestra madre en el comedor callado, triste… Vivimos, por  primera vez la muerte: ¿Qué significa y el hecho de ir al cielo? invaden mis pensamientos. Estoy enredado…

-Fue muy duro para todos.

-Sí. Impensado. Al otro día nos ausentamos a Csepreg, (4) el pueblo  más cercano, asistimos a la misa de difunto y luego al cementerio  –o -     Comenta Américo y queda reflexivo por un instante…

-¿Cómo es la casa donde naciste? –Pregunta Alfredo rompiendo el silencio.

-Nuestra vivienda es importante, una casona de campo tipo estancia, construida y ubicada al centro de la finca. Con cría de caballos de raza al estilo “semi estabulación”, también cultivos de forraje, cereales, hortalizas, frutales y vacas lecheras. Mi padre, orgulloso de sus logros, siempre comenta entre sus amigos: “En Hungría hay animales vacunos de muy buen rendimiento, hasta  proveen 40 litros  de leche diarios”.

-¿Te acuerdas con más detalles de esa casa? –Interviene Carlos.

-Algo… Tengo fotografías de Gyertyános que las conservo hoy en forma digital. Como dije, se trata de una casa grande de campo que viene de mis ancestros: la familia Flandorffer Bezerédi, posiblemente del siglo XIX. Fue construida en el centro de la propiedad y en la parte más alta del terreno, una verdadera atalaya desde donde se controlan las tareas del campo. Más allá, a la distancia, al final de la extensa pradera de pastizales y cultivos, se divisan dos poblaciones: Csepreg y Bük (5). De lo que tengo memoria es la edificación: ambientes extensos, se ingresa por un gran portal de madera maciza con tallas, después de un descanso la segunda puerta con cristales biselados desde donde se accede, primero, a la sala de recepción: en la pared de la derecha, una estufa a leña de mármol y piedras con una reja metálica al frente, en el muro de la izquierda, en medio de retratos familiares, se destaca una cabeza de ciervo con gran cornamenta; el mobiliario responde al estilo Luis XV, atrás una doble puerta vidriada con cortina es el ingreso al comedor principal que tiene una mesa magna, sillas, aparador, trinchante y vitrina de igual estilo; en las paredes cuadros de autores destacados. Remata la residencia en la parte posterior, atreves de otra doble puerta y cortinas, una galería con cinco arcos donde se hallan dos juegos de sillones y macetas con plantas florales. A los costados derecho e izquierdo del edificio central se alzan viviendas de tres dormitorios, baños, cocinas, comedores y una amplia despensa, desde allí se desciende al subsuelo que oficia de bodega con un amplio espacio donde se añejan vinos, también almacena alimentos perecederos; estos recintos -propios de las viejas casonas europeas- conservan temperaturas constantes tanto en invierno como en verano.

-¿Esa casa existe todavía?

-Sí, la vi cuando fui a Hungría hacen algunos años. Uno de mis hermanos está actualmente haciendo una reclamación al Gobierno de Hungría con la esperanza de poder recuperarla. Actualmente funciona un establecimiento geriátrico: “Residencia Ignác Flandorffer”: el nombre de mi tatarabuelo -igual al de su padre- en homenaje por su actuación como Intendente en Sopron (3): Es él quien iluminó la ciudad por primera vez con faroles a gas, (como lo hizo Frederick Windsor) (4) con el gas que proviene de la descomposición del estiércol y otras materias orgánicas, esta entre muchas otras primicias de progreso para la vida de la Ciudad. Como distinción póstuma también se erige un monumento a su memoria en una de las plazas.

-¿Tienen posibilidad, entonces, de recuperar la casona?

-No se… Tengo mis dudas... Se necesita bastante dinero, un buen estudio de abogados y dedicación que yo no dispongo. Quizás Géza, mi hermano menor, ahora logre su objetivo frente a las autoridades del actual Gobierno Magiar… Bueno, sigo: La casa es grande, una verdadera mansión -queda en el campo como ocurre en las estancias argentinas- con un extenso patio donde pasean gansos, pavos, gallina y perros “fox terrier” (preciados en la familia). Una de las tareas que recuerdo: empleadas emborrachando  gansos al proporcionarles migas de pan empapadas en alcohol, los dejan caminar hasta perder el equilibrio y caer, en estas condiciones los llevaban a un galpón cerrado de techo bajo; sentadas las “desplumadoras” alrededor de una gran mesada, los sostienen ya dormidos panza arriba, en esa posición apartan las plumas más grandes del pecho, debajo asoman unas muy pequeñas y suaves que arrancan con cuidado y depositan en una bolsa colgada de la cintura (no sacrifican al animal). Finalmente los restituyen al corral para que se rediman. Pasado un año, o más, son sometidas a otra “cosecha”. Las operarias  visten a la antigua: cofias blancas, camisolines ceñidos en las muñecas y de colores vivos (para no confundir con el blanco del plumajes), medias gruesas y calzados del mismo color. La recolección tiene como destino el relleno para ropas de invierno y los acolchados clásicos llamados “duvet”. Esta es una de las tareas típicas de la región y de exportación, aún hoy en día. Al lado del patio una huerta sembrada con diversas variedades: páprika, espárragos, coles y demás verduras trabajadas por  peones en labranzas de vegetales. El costado frutal: ciruelos, damascos, perales, entre otros. Sobre el camino de acceso a la propiedad una arboleda de castaños en fila demarcando una avenida. Atrás de la casa principal, retiradas cien metros, al costado de los establos y graneros, viviendas para los empleados.

Otro de mis fugaces recuerdos es una mujer que sale de una de las viviendas: sujeta la cabeza de un gallo del cogote, aletea desesperado, luego, como si fuese un aspa, revolea el cuerpo del animal y finalmente lo arroja  al suelo con la cabeza torcida; en sus últimos estertores da saltos acrobáticos. Advertida la niñera del sacrificio animal que  presencio boquiabierto, me retira para evitar el traumático final del ave.

Los dormitorios para los menores son: uno grande con dos camas y ropero, el otro cama cucheta, y  zapatero; una puerta permite el ingresar al baño de uso común. Ambas habitaciones están separadas por un marco de madera gruesa desde donde cuelga una hamaca. Un día subo la escalerilla de la cama cucheta con la tabla del columpio en la mano, al llegar arriba la suelto, en caída libre golpea en el rostro de mi hermano menor Géza; ¡gran escándalo! La cara ensangrentada, llora a gritos, llama la curiosidad de niñera, mucama y cocinera, que aparecen en un soplo; las tres llevan al herido hasta el baño, lavan y tapan la herida con gasas para frenar la “vertiente” roja... Consecuencia: penitencia en el rincón, mirando a la pared hasta la hora de comer ¡una eternidad! Expío la peripecia con sollozos durante un rato. No viene a comer, lo trasladan a la sala de primeros auxilios de Csepreg, a diez kilómetros de distancia. Allí descubren que tiene rotos los huesos propios de la nariz, lo curan, esperan hasta que pare la hemorragia; el desplazamiento óseo no es rectificado… El estigma: “nariz ladeada” perdura sin corrección hasta nuestros días: una impronta legendaria de aquellos tiempos de infancia.

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El café sirvió, durante muchos meses, de cenáculo obligado donde el amigo magyar, ahora argentino-naturalizado, desgranó esta historia inédita de sufrimientos, muertes, desesperanzas, esperas, conquistas y alegrías. Consecuencias impiadosas de  una cruel e insólita Segunda Guerra Mundial que dejó millones de muertos; el botín de guerra fue el reparto de Europa entre los vencedores: a Hungría, luego de la impuesta alianza con el nazismo, ya quebrantada; termina integrada a la URSS. Luego sobrevino la diáspora de parte importante de su población.

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II

Reclutado

“Forestal”

                                              

Café del martes.  

Américo continúa su relato: “Lo que escuché de la actividad de mi progenitor durante la Segunda Guerra Mundial -cuando se inicia la conflagración- es que fue  convocado y admitido como voluntario en el Ejército Húngaro. Él tiene un gran respeto por su país de fuerte tradición guerrera, modo heredado de sus ancestros (“La raza Magyar”)... ¿Acaso una  personalidad Quijotesca?

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Pasados muchos años de la Guerra, ya en el destino elegido: Argentina, mi padre, Béla Andor Flandorffer, es contratado, con el Ing. Ervin Ijász, en la Provincia de Jujuy, para forestar la gran extensión de tierra que tiene Fabricaciones Militares en la margen izquierda del Río Grande, desde la mina 9 de Octubre hasta Alto la Viña y con la finalidad de producir carbón vegetal para alimentar los Altos Hornos de Zapla, productores de aceros especiales (“Forestal”, privatizada en su totalidad a precio de ocasión, deforestada y transformada en loteo infinito). Por sus conocimientos en zootecnia desarrolla una  granja para proveer alimentos al Regimiento 2 de Infantería de Montaña” y para la propia planta de Fabricaciones Militares; allí pudo desarrollar una importante producción vegetal de hortalizas, frutas, granos, pasturas y alfalfa para vacunos, ovejas, caballos, mulas, cerdos, aves para carne, huevos y un matadero; también monta una gran incubadora ubicada en el segundo piso de un edificio para tal fin y dos centenares de colmenas para producir miel”.

 

III

La Guerra

 

¿Cómo continuó lo de Hungría? Interviene Carlos.

“De acuerdo. Les cuento: Varias noches luego de la cena, ante insistentes requerimientos nuestros, papá comenzó el relato de las tribulaciones sufridas en su tierra natal durante y después de la Guerra: El asesinato de su esposa, la  compleja fuga con los hijos desde Hungría hasta el arribo a la Argentina.

Esta historia comienza en 1941 con la alineación de nuestro país al EJE (Alemania, Italia, Japón). No obstante, en 1944, Adolf Hitler invade Hungría e impone la sumisión absoluta al régimen Nazi y exige  participación más rotunda en el frente ruso. Una ofensiva de dominación: El presidente húngaro Miklos Horthy –presionado por el mismísimo Führer- debió acompañarlo en tamaña acción demencial.

Flandorffer es alistado para la tropa  magiar como oficial en la “División de Caballería”. A pesar de la actividad castrense frecuenta, esporádicamente, Gyertyános donde residimos su familia. Pocos recuerdos me quedan de la época militar de Béla Andor  Flandorffer de Kömál, casado con Marignon Thewrewk Ponori, mi madre. Se graduó de ingeniero (1) y trabajó en la extensa propiedad (2) de los herederos de la familia más importantes del Imperio Austrohúngaro: los Príncipes y Condes Eszterházy. Su trabajo, como zootécnico, gira en torno a la ganadería, esencialmente equina y vacuna. Es entonces cuando recibe una citación del Ministerio de Guerra del gobierno para que se presente ante la autoridad militar destinado a integrar un cuerpo de caballería: “Los Húsares”. Por su incuestionable pericia hípica queda al mando de un batallón de jinetes de la vanguardia en el este (3).

Durante el conflicto armado, Hungría es vital protagonista en el frente oriental; consignada para contener al adversario ruso que presiona desde el este, durante esa fase libran múltiples escaramuzas: “Al divisar algún grupo enemigo iniciamos las hostilidades consiguiendo, muchas veces, el repliegue de avanzadas enemigas”. Comentó Andor. Esta vanguardia se destaca, por su coraje, en múltiples ocasiones. En el último encuentro que participa,  recibe un disparo en el hombro izquierdo, cae de su monta  en el fango mientras el animal, asustado, se aleja. Después de un tiempo de espera, herido y dolorido, es rescatado, A consecuencia del episodio y la incapacidad para continuar en el frente, es dado de baja. Pasados algunos meses de convalecencia en el Hospital y próximo el final de la conflagración lo esperan: padres, esposa, hijos y tíos. Soy yo el tercero de la prole. De aquel final de guerra, como es lógico, guardo pocos recuerdos.

Mi padre retoma su profesión en el país después de la derrota en 1945 y durante la llegada de los aliados hasta la definitiva ocupación rusas: lo hace durante un año y medio. Dedica su tiempo a recomponer, revalorizar y actualizar lo desatendido por inacción durante su ausencia. 

El 1º de febrero de 1946 se abolió la monarquía y se proclama la “Segunda República Húngara”; inicialmente administrada por un gobierno aliado, luego pasó a integrar la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS); gobernada por el dictador Iósif Stalin.

III

Huida

 

(Café del viernes).

Carlos y Alfredo esperan, ávidos, el relato de Américo y la huida de Hungría que protagonizan los hermanos con su padre a la cabeza.

 

-Hoy me comuniqué con mi hermana, ella no vive en Salta y como es de esperar le hice un sinfín de preguntas de aquellos sucesos vividos en Europa–. Inicia la narración Américo.

-Qué bueno. ¿Qué contó?

-Me hizo recordar episodios olvidados que les voy a relatar más adelante, ahora es mejor seguir con el hilo de lo conversado el martes.

-Bueno. Quedaste con lo que pasó después de la guerra.

-Finalizada la Segunda Guerra Mundial mí progenitor se encuentra  en una encrucijada: combatió en el ejército aliado de Hitler enfrentando al de Rusia; ahora es, precisamente ese país, triunfador, quien invade Hungría y se hace cargo del gobierno. Una de las primeras medidas de los jefes soviéticos es el “botín de guerra”: Entre muchas, la valiosa propiedad de los Eszterházy, donde trabaja mi padre, una de las primeras en ser expropiada, en consecuencia queda  sin trabajo. Estos acontecimientos le provocan un gran daño y  preocupación. Debe regresar a Gyertyános dejando atrás lo emprendido en esas tierras. Fue testigo presencial del descomunal asalto y saqueo a la valiosa finca de los Príncipes.

Retorna a su casa con la idea de desarrollar la profesión junto a su padre. Pero ante el feroz y arrollador plan soviético de expropiaciones -anticipándose a lo por venir- decide vender parte de la tropa y reduce el plantel de pedigrí. Logra con esta venta ahorrar algunos dineros…

 

Siberia

La segunda disposición de las nuevas autoridades gravita en individualizar a los ex oficiales del ejército húngaro (los que combatieron del lado de Alemania Nazi) para ser juzgado, eventualmente penados con reclusión en Siberia y seguramente la muerte. Ante este riesgo, Andor trata de no ser detectado, va cambiando de lugares  donde permanecer oculto; además gestiona reuniones secretas con ex compañeros que cargan igual amenaza poniéndolos en alerta juntos con otros miembros de la resistencia y poder trazar un plan ante los inminentes acontecimientos; cuestión que los agrupa durante varias noches para planificar la fuga.  Pasado unos meses, el ejército inicia en forma  desembozada la búsqueda y captura de ex oficiales. Estos acontecimientos lo obligan a ser mucho más cauteloso: Pide a su esposa Marignon que bajo ninguna circunstancia revele el lugar donde está escondido y que oculte los ahorros. Intuye que está siendo buscado  -percibe personas que siguen  sus pasos-. No obstante, un batallón de soldados rusos, a finales del invierno de 1947, sorprende al ingeniero Flandorffer donde se encuentra furtivo. Apresado con violencia, lo trasladan a un cuartel. Él y sus compañeros son inculpados sumarísimamente en una parodia militar y condenados al destierro. Son trasladados a una cárcel, permanecen en celdas estrechas a pan y agua, sin abrigos; la policía espera completar suficiente cantidad de prisioneros para colmar los vagones destinados a las Estepas Siberianas: el más cruel de los destinos. Llegado el día, son agrupados de a dos y unidos con esposas: la muñeca izquierda de uno a la derecha del compañero. En esas condiciones son trasladados a la Estación del Ferrocarril donde esperan subir a un tren de cargas con portones abiertos. Alineados en el andén van trepando para su destino final: ¿Siberia y la muerte?…

 

El Tren

De algún modo la suerte los favorece: al grupo confabulado les corresponde el penúltimo coche, anterior al de cola donde van solo guardias, esto facilita sus planes de fuga; están custodiados por un soldado armado en cada extremo del vagón.

En voz baja los conjurados transmiten los pasos a seguir de acuerdo a lo planeado. Parten de Budapest con destino este, hacia el oriente. Durante la marcha del tren y de acuerdo con lo calculado, uno de los apresados en forma sigilosa les repasa nuevamente lo acordado: Primero: el tren se detiene para abastecerse en la estación de Mezözombora,  antes de Görögszállás (Estación de estilo griego, aún en territorio húngaro) cerca de la frontera con Ucrania. Segundo: El señuelo es el balneario de Tiszafüred (1), la última parada. Tercero: A cinco kilómetros un viaducto (2). Cuarto: Pocos minutos después se divisa un puente bajo, el nivel del agua con respecto al viaducto es de tres metros: es allí donde deben arrojarse apareados y nadar de prisa coordinando las brazadas y el pataleo hasta la costa próxima al bosque donde ocultarse. Deben resolver los pasos previos al lanzamiento: Primero: Neutralizar a los dos guardias. Segundo: Desenganchar el vagón del resto de la formación, accionar el freno manual y que se detenga en la zona elegido. El tiempo para la operación lo calcula minuciosamente el ingeniero Flandorffer. Otro de los reclusos, conocedor cabal del trayecto del ferrocarril, es quien va chequeando la zona y lugar preciso para iniciar lo planificado. Para distraer la atención de los guardias provocan, con gritos y movimientos, un simulado disturbio en la mitad del vagón; ante semejante situación los escoltas dejan sus puestos para poner orden, momento en que los reclusos asignados aprovechan para reducirlos: son atados y amordazados; otros dos liberan y frenan el vagón del resto de la formación que se va distanciando mientras el coche desprendido se detiene en mitad del puente. Todo salió de acuerdo a lo calculado. Finalmente los cautivos se arrojan al río emparejados, siempre unidos por las muñecas. Los guardias del coche de cola, que permanece enganchado al final de la formación; usando las banderitas señaladoras y con disparos al aire, advierten de lo sucedido al resto de la formación que se detiene a cincuenta metros,  bajan a la carrera soldados armados hasta llegar al puente, desde allí abren fuego sobre los últimos fugados que con extrema dificultad nadan tratando de llegar a la orilla; algunos son alcanzados por los disparos y malheridos o muertos, arrastran a su compañero de infortunio al fondo del río... Otros, entre los cuales está mi padre, logran arribar a tierra firme y se dirigen al bosque; (la arboleda está formada por hayas, robles, tilos, coníferas,  pinos, entre otras). Todavía en la playa, antes de la frondosidad, mientras corrían angustiados, los disparos de los militares pican cerca en la arena de la playa.

El Bosque.

La fuga en el bosque, ese primer día, es en desorden,  se van desmembrando del grupo y eligen  sendas diferentes; quedan solos y emparejados. Ese día de invierno impiadoso, ateridos de frío, mojados, cansados y unidos por grilletes, comienzan una larga caminata por el tupido bosque húngaro; buscan refugio en medio de rocas y barrancos. Finalmente, al anochecer, caen agotados al pie de algún árbol, duermen hasta el amanecer. Reanudan la marcha, con la orientación del sol. Lo primero es buscar quien pudiera ayudarlos para romper la atadura de acero que los une irremediablemente. Recorren el bosque impiadoso, apremiados por el hambre y la sed. Existen abundantes animales  (liebres, zorros, ciervos y jabalíes) pero no disponen de forma alguna para atraparlos. Un arroyo les calma la sed; algún fruto y hojas ofician de alimentos y les proporciona energía para reanudar una marcha extremadamente dificultosa, en terrenos irregulares, por ratos fangosos, nevados,  con colinas escabrosas. Están en el norte del país, siempre orientados por el astro rey: marchan hacia el poniente, su única referencia. Así van pasando los días, hambreados y sedientos. Además del cansancio, un persistente malestar e insidioso dolor de estómago los acompaña. Son jornadas motivadas por el imperio esperanzado de la libertad y el ardiente deseo del  reencuentro con la familia. Van solos, los otros compañeros desaparecen en rumbos múltiples. La unión forzada por los grilletes y la necesidad, en medio de lo desconocido, de compartir y acordar absolutamente todo: decidir el rumbo, escoger senderos,  que comer, donde encontrar agua, detenerse para orinar o defecar, cuando parar, cuando descansar,  etc.,  va dibujando una progresiva falta de empatía y un secreto resentimiento en pos de las propias necesidades. Se instala un gradual mutismo compatible con la adversidad; van creando, soterradamente, una hostilidad creciente hasta llegar en ocasiones a la violencia verbal y en oportunidades física, sin llegar a mayores ante la cruda realidad que los une necesariamente.

La fortuna arriba al quinto día: oyen los leñazos característicos del hacha sobre la madera. Guiados por el sonido caminan sigilosos, anhelantes en el cerrado follaje; a lo lejos de la maraña de árboles y pastos  llegan a divisar un robusto trabajador acompañado por un niño: es el de los golpes. Se miran y hablando por lo bajo convienen en no ser descubiertos, tienen que adivinar, en aquel tiempo de contendientes, si es amigo o enemigo, permanecen en silencio sin saber que hacer hasta que oyen al niño preguntarle al mayor, seguramente su padre, a qué hora regresan a su casa, pronunciado en bello húngaro; pero hace falta algo más; por fin Andor se decide y grita “¡Viva Hungría!” , un silencio profundo invade el claro del bosque, el hombre y el niño giran para ver de dónde parte esa vos turbadora….¡Ya están jugados!: dan unos pasos adelante y se exhiben, la escena es dantesca, el lugareños y el menor queda petrificado; por fin el mayor contesta escasamente: “Viva”. Lágrimas dan vida a los rostros y una amplia sonrisa -por vez primera- los invade. Luego de unos instantes de silencio, separados por escasos metros, el leñador no sale de su asombro  la sorpresa fue mayúscula: aparecen ante sus ojos dos zaparrastrosos unidos por las muñecas. Al final reacciona: 

-¡¡Eh…!! ¡¿Que pasa aquí?! ¡Quienes son!-  les grita a los aparecidos.

-Somos oficiales del ejército húngaro. Nos apresaron y logramos escapa Hacen varios días que andamos por el bosque buscando ayuda, así es como nos ve… ¡Por favor ayúdenos, buen hombre!

Silencio…

-¿Qué necesitan? -Se apiada el hachero.

-¿Usted puede separarnos rompiendo las esposas que nos une?. -Otro largo silencio. Finalmente levanta la vista y contesta:

-Bueno, pero que nadie lo sepa. –Gira, mira a su hijo y le dice-: ¡Ni a tu madre! ¿Entiendes?

–Si papá.

 

 

.

 

 

                               ¡Sin cadenas!

 

-¡Por fin!... -A coro proclaman los fugados.

Aquel momento les pareció sublime. único en sus vidas. El leñador  señala un tronco, se acercan y colocan la cadena sobre el rollizo, uno a cada lado, miran anhelantes al “salvador” que esta con la herramienta sostenida en alto lista para descargar su furia:

-Cuando quiera señor. ¡¡Pegue con fuerza!!  -Luego de algunos impactos, el hacha fragmenta la desafortunada cadena, con filosa puntería destruye, también, las cerraduras de las abrazaderas; las que los mantuvo juntos durante un tiempo infinito que debieron marchar vinculados por el imperio de la fuerza (se cree, unos 100 kilómetros caminados).  Las muñecas heridas por el metal son lavadas con aguardiente y cubiertas con un pañuelo desgarrado en mitades. Les ofrecen un botellón de agua y rodajas de pan negro con panceta; beben y devoran todo en un santiamén. Se sienten agotados por el trajín, pero la sensación de libertad los invade, se nota en los rostros la emoción. ¡Los ojos se iluminan!

Pasan minutos infinitos...

-Gracias, buen hombre. ¡Por fin estamos libres!

-¿¿¡¡Qué ha ocurrido: están muy sucios, rotosos, además  esposados saliendo del monte!!??… –Ambos, de a turnos, narran, con alguna reserva, los avatares sufridos…

-¿Nos puede indicar que senderos conviene seguir  para aproximarnos a un caserío cerca de la frontera con Austria?

-Si… Claro… -Y los orienta para alcanzar diferentes   poblados próximos. Flandorffer elige uno de ellos. Se sientan en un tronco, con las miradas perdidas esperan algo; pasados unos minutos se incorpora uno luego el otro, quedan inmovilizados frente a frente, se perciben desconocidos, un soterrado aborrecimiento los separa. En silencio uno de ellos estira la diestra, el otro responde, un apretón. Giran y van hacia el benefactor al que abrazan con fibra. Fugazmente los prófugos se miran nuevamente y emprenden callados senderos distintos. Mi padre inicia un atajo hacia el pueblo elegido, su ex compañero desaparece en lo intrincado del bosque. ¡Nunca más lo vio ni trató de comunicarse! ¡Debe olvidar aquel infierno obstinado…!

 

 

La solitaria caminata se hizo eterna, “acompañan” con dolor  la lesión  en el  hombro -la del proyectil al final de la guerra- las heridas dejadas por el roce de la grilleta en la muñeca y en los pies por el calzado destrozado. La marcha es dificultosa. Son muchos días, siempre evitando ser descubierto y en  búsqueda de un rumbo cierto, también de alimentos y agua. En algunas oportunidades, durante el trayecto, encuentra personas compadecidas que le proporcionan comida y un rincón para dormir en la noche.

Ya orientado y ante la posibilidad que faltara mucho por recorrer, piensa en conseguir una cabalgadura. Con esa idea trepa una colina, oteando minucioso divisa, a lo lejos, caballos en un corral, están en el rumbo elegido.  Precipita la marcha hasta  los establos; se aproxima a la cabaña, hace sonar las manos hasta que sale una persona de mediana edad:

-¿Es usted el dueño de los caballos?

-Sí, yo soy. –Contesta asombrado ante la presencia de una persona extraña, zaparrastrosa, barbuda, mugrienta, pero que deja adivinar un aire gentil.

-Muchas gracias por atenderme. Debo explicarle  quien soy y que estoy viviendo. –Le narra, puntual, su estatus anterior, su familia y lo acontecido a partir de la huida del tren a Siberia con los avatares en el bosque. Ocurre un silencio que lo siente eterno… Al final se anima:

-Necesito que usted me haga un enorme favor: vi que tiene en el corral caballos, necesito que me preste uno para poder llegar a la villa próxima de Jàszberèny (3). ¡No me quedan fuerzas para caminar!... Tenga usted la seguridad del compromiso de dejarlo amarrado en el lugar del pueblo que me indique. (3) Es mi primer destino. -El propietario, callado medita el pedido, mientras recorre con la vista al andrajoso “aparecido”. Mira para atrás como buscando alguien que lo ayude en la decisión perentoria; finalmente con voz segura dice: -¡Bueno! Le facilito alguna ropa limpia, y tire esos zapatos descuartizados, además va llevar una caramañola con agua y algo de comida. -Ahora está turbado, incrédulo, petrificado ante el milagro; por fin el dueño hace realidad el socorro. Profundamente agradecido, se despide. Monta a caballo. Ahora se siente auténtico, "en su tinta". Desde allí la marcha se hizo fácil, fueron varios kilómetros evitando siempre ser localizado, debió sortear diferentes escenarios. Ya en el pueblo deja el caballo asegurado en el lugar convenido, Busca un teléfono y logra comunicarse con su madre que, aturdida por lo inesperado, contesta lloriqueando. Cuenta brevemente los últimos acontecimientos, e informa el  lugar donde se encuentra (falta mucho). Se despide.  Más animado dirige sus pasos a la ruta, camina por la banquina, hace señas a los carreros para que lo acerquen a Budapest…

En el trayecto la preocupación es elegir un lugar donde la policía y el ejército no logren individualizarlo, debe pasar inadvertido. Cavila cómo y dónde conseguir un trabajo para  mantener la familia.

 

Con la Madre.

 

Ya de noche entra, subrepticio, a la ciudad de Budapest. Se dirige a la casa de la madre, Bezerèdi. La situación anímica lo supera, luego de tantas y tan variadas circunstancias con estrés, prevención,  agotamiento, mandan los pasos; lo anima una profunda esperanza de recobrar su familia y la paz. El reencuentro con su progenitora es profundamente emotivo, Andor está delgado, pálido, sucio, con barba tupida y ojos llorosos por la turbación de aquel momento dilatadamente anhelado. Un interminable abrazo sella el encuentro; pasan al comedor, se sientan, allí cuenta con detalles los avatares vividos desde aquel día que  decretaron su destino y la segura muerte en Siberia…

-Por favor mamá, necesito llamarla a Marignon.

-Sí Hijo, pasa al teléfono. –Y se comunica un extenso y profundo tiempo con la esposa, relatando lo que la emoción se lo permite.

La madre le prepara el baño y la cama…

Las circunstancias anímicas, a pesar de sus experiencias recientes, no le permitieron tomar los recaudos necesarios para evitar que por esa comunicación imprudente, logren ubicarlo. Desafortunadamente es un aviso que lo delató al espionaje ruso, quienes ahora tienen conocimiento que su esposa sabe dónde está “el fugado”. Permanece unas jornadas en el hogar materno. Un día a la mañana, se apersona una comisión de las milicias de ocupación: preguntan por el ingeniero Béla Andor Flandorffer, ante la negativa de Mária, ingresan al interior de la casa con gritos y golpes, rompiendo todo lo que a su paso encuentran. Demandan la presencia de mi padre. Al final lo descubren en un improvisado escondite (la despensa). Es apresado y nuevamente encarcelado.

 

(Aquel día en el café fue rotundo por lo dramático).

 

 

La Muerte.

 

 Café del martes.

 

(El motivo de lo que sigue tiene que ver con lo que el amigo protagonista pudo recabar de sus hermanos y el terror que le tocó presenciar).

 

-¿Qué te recuerda tu hermana? -Interroga Carlos.

-Kinga cuenta que es operada de amigdalitis sin sufrir dolor por la anestesia; premiada, días después, con un helado de crema (manjar que pocos podían acceder dentro de tantas privaciones). Un tiempo después, también yo padecí lo de mi hermana: fui llevado al hospital y me operaron. El recuerdo del  obsequio helado me animó a que me las extirparan. Para entonces yo tenía cinco años. Era el otoño de 1948. Luego de la extirpación estoy dos o tres días internado con dolor, nunca me calmaron, solo me dan té frío; en la sala, también destemplada, tirito; el premio de crema nunca llego. Pasados unos días, me dan el alta y retorno a mi casa.  Un día concurrimos al  Hospital para control; cuando me retiro con mi progenitora del Hospital de Szombathely, en la escalera de acceso aguardan dos soldados que interrogan a mi madre con la intención de que revele el paradero de su esposo; cuestión que negó en forma rotunda reiteradamente. El tono de los soldados se hace más rudo hasta los gritos, uno de ellos me aparta; inmovilizan a mi madre apostándose adelante y atrás, este último, fusil en mano, ante la posición firme de Marignon levanta la carabina y con la culata descarga en su espalda, con fuerza descomunal, reiterados  golpes que le provocan caída rodando por la escalera, los uniformados bajan a los saltos para continuar con tremendo castigo. A mí me retiran  afligidas dos enfermeras que están unos escalones más arribas. Soy recogido del nosocomio por János, el mozo de mano de Gyertyános. Me conduce a la estación de Szombathey; en tren vamos hasta Bük, luego en jardinera (kocsi) a la finca (8 km). Ya en casa con mis hermanos, les cuento la brutal golpiza propinada a nuestra madre que termina internada en el mismo Hospital. (János les confirma con más detalles el relato). Al encontrarme con mi hermana Kinga en la habitación de los niños -sin conciencia plena de la magnitud de lo ocurrido- condeno el no haber recibido el esperado premio: “No seas inhumano, pensando en helados mientras Mamá está enferma, internada”, fue la respuesta. Me pidió que le cuente, nuevamente con detalles, como fue la golpiza que le propinaron los soldados: “Solo vi los golpes y su caída rodando por la escalera”.

-¿Y qué paso después? -Interroga Alfredo.

-En aquella época está ocupada Hungría por el ejército ruso. Lo que ocurre después de la guerra es tremendo, en los hospitales falta de todo, la comida es exigua: un plato de sopa y té sin pan; escasos elementos para curación e insuficiente personal médico y de enfermería; la higiene muy mala.

Marignon operada por “hemoneumotorax”, es decir un derrame de sangre dentro del tórax: la perforación del pulmón por costillas fracturadas. Vamos a visitarla en tres o cuatro ocasiones, en una de ella permanece en una silla sentada, apoyando su pecho en el respaldo, con las manos sostiene la cabeza; la enfermera levanta el  camisón para mostrarnos la herida operatoria: vemos en la espalda una larga sutura en forma de L. Esta imagen aún perdura, penosamente, en mi memoria. Pasan algunos días, la última vez que la visito está pálida, con respiración jadeante, muy delgada y febril; no puede moverse, su estado es muy grave.

Mi padre, encarcelado, se anoticia de lo ocurrido y solicita comunicarse con parientes. Procura hacer una colecta y así  poder negociar su liberación con el jefe de la cárcel. Gracias al soborno que  es provisto por su madre y los tíos Tomy y Aurel,  logra obtener una relativa libertad; con la estricta prohibición de salir del país debiendo, además, trabajar sin remuneración para el  Estado.

No recuerdo porque me encuentro, solamente, en compañía de la niñera cuando recibe un mensaje  para mí y que lee: "Tu madre la llevan a enterrar, deben ir a la Estación Ferroviaria,  allí se detiene la formación proveniente de Szombathel  con destino a Paloznak (1) conduciendo el féretro; van acompañando: tu papá, tus hermanos y el resto de la familia”. La noticia me produce una honda pena con una sensación extraña de vacío en el pecho. La niñera francesa, muy afectada por la noticia, me pone las mejores ropas. “Tenemos que ir a Bük”, me dice. Salimos de prisa en la jardinera. Cuando llegamos a la Estación está el tren aún estacionado, recorremos el andén en busca del vagón con la familia, sin lograrlo. La formación inicia la marcha, finalmente descubrimos a mi padre haciendo señas para que lo buscáramos, infructuosas al fin por que la velocidad hace imposible trepar; quedo mirando cómo se alejan, lloriqueando.

Mi madre muere: mal alimentada, anémica, febril, septicémica, el día 29 de julio de 1949; a los 33 años de edad.

En la jornada siguiente regresan mis hermanos, me cuentran el episodio de la inhumación: es un acto breve, pero profundo, con mucha tristeza,  también reparan mi ausencia. Mi madre es inhumada en la parcela familiar, la de los Tewrewk Ponori. 



 

La Tumba de mi Madre.

(Pasado muchos años pude visitar la tumba de mi madre,  me conmovió profundamente. Habían  flores naturales. Tuve una serena sensación de paz).

 

“¡La próxima vez que nos encontremos contaré la parte atractiva de la casa materna y de lo que hacíamos!”

 

V

Casa Materna

 

 

Paloznaki. (1) Próxima a esa comarca está la casa quinta con bodega, que perteneció a mis abuelos maternos; está rodeada por viñedos y en la falda de una colina desde donde se divisa el espejo de agua del  lago Balaton (2). La vivienda tiene un importante comedor cocina, varios dormitorios y baño. Una escalera caracol  accede a un altillo con dos dormitorios y baño; las cabreadas de madera forman un techo a dos aguas. Atrás de la residencia, en una casilla menuda, se encuentra el trapiche, allí se arrojan desde canastos de mimbre los racimos de uvas recién cosechados. Una persona hace girar el molino triturando la vid, por la parte inferior cae el jugo de uva hacia una canaleta para terminar en los tanques de fermentación, estos se encuentran en un sótano, son barriles de 300 y 500 litros. “Hechos con roble francés”, lo solía explicar tío Aurel. Adelante de la casa  galería con sillones y macetas con plantas ornamentales que se prolongaba en   terraza ocupando el lateral del edificio. A los costados, aprovechando el desnivel del terreno, se disponen las uvas maduras para que con el sol y la  brisa se transformen en dulces pasas.

En el verano de 1948, antes de la muerte de mi madre, vamos a Paloznak. Pasamos allí una  divertida vacación- La propiedad venía de mis ancestros y se consagraba a producir excelentes vinos artesanales. Desde aquella ubicación se divisa, hacia el sur y próximo a dicha casa, el lago Balaton (2) –principal de Hungría-. Un atractivo lugar de pesca, náutica y turismo, donde navegan embarcaciones a vela, otras de pescadores. En una ocasión vamos en excursión de pesca con los mayores; los más chicos solo miramos, la diversión es jugar con los peces atrapados aún coleteando. Regresamos con varias presas, que terminan en manos duchas de las cocineras. En el comedor espero ansioso lo obtenido en el lago, flota en el aire el olor a fritura proveniente de la cocina, a tal punto mi ansiedad que cuando tengo a la vista la fuente, tomo uno y con ansiedad lo meto a la boca; grave es la consecuencia: siento dolor punzante intenso, una espina se instala en la garganta. El tratamiento se prolonga un rato: consiste en ingerir trozos de migas, una tras otras, con la esperanza de desalojar la intrusa, lo que acontece al fin. La sensación desagradable dura por un tiempo… Por las tardes mirando hacia el norte, en la colina,  jóvenes remontan barriletes tratando de ganar altura. Otra de las diversiones es correr alrededor de la casona esquivando abejas provenientes del secadero de pasas; al finalizar la “maratón”  vamos por el jugo de uvas de la canaleta que bebemos juntando las manos  formando un cuenco, sin licencia del dueño. Al atardecer, en los mismos viñedos, el juego es a las  escondidas, de paso comemos uvas desde los racimos que cuelgan tentadores, también sin permiso.

Penoso el día que arriba la jardinera para el regreso a casa. Dejamos  una  vacación inolvidable.

En las Pascuas, con mamá,  después del fatigoso viacrucis girando alrededor de la iglesia y la obligada misa del domingo de gloria, nos apura llegar a casa y adivinar las guaridas por donde “pasa el conejo”  cargando golosinas y deja los pintorescos huevos de resurrección  (costumbre muy europea).

-¿No preparan golosinas de chocolate? –Interrumpe Carlos

-En aquella época no me acuerdo del chocolate, solo los “szalon cukor” un tipo de caramelo blando hechos con sabor a frutas  y  mazapanes  envueltos en papel celofán.

 

(1)  vientos del noroeste. El lago Balaton es el tesoro natural más famoso de Europa Central.

 Ref. Interne.

 

VI

Nuevo destino

 

Andor enfrenta, una realidad dificultosa: asumir con entereza el duelo por la triste pérdida de la esposa,  velar por sus hijos de 4, 5, 7 y 9 años y no ser atrapado. Por otro lado, se entera que el Gobierno va a  desalojar la propiedad de sus ancestros y residencia de siempre: Gyertyános. Con esta espinosa situación debe,  nuevamente, buscar casa y trabajo.

 

Sàrvar

 

Una mañana mi padre me despierta y ordena que desayune pronto. Como todas las mañanas  comemos pan untado con grasa de cerdo coronado con una rodaja de cebolla y acompañando una taza de leche o cuajada natural. Resuelve llevarme con él. Ya en el establo montamos un caballo alazán manialbo llamado "Feneke", partimos al galope a campo traviesa, hasta la estación del Ferrocarril de Bük a siete kilómetros, allí dejamos la monta al resguardo de un amigo. Esperamos el arribo del tren y subimos, en un corto tiempo de viaje llegamos a la ciudad costera de Sárvar1. En la misma estación averigua el lugar de la cría de equinos. Resultó ser que, en una estancia de la zona y por su autoridad en el tema, fue convocado para seleccionar los mejores potros. Tomamos una lancha en el río Rába (2) y navegamos hasta el atracadero próximo en la otra margen, a unas pocas cuadras. Ya en el embarcadero y con el propósito de acortar camino vamos por un callejón irregular, con desechos de la guerra, uno de ellos es de mayor altura, lo escalamos con dificultad, allí escucho de mi padre una sola palabra: “¡Perdón!”. Esto me llama la atención y giro la cabeza para ver el recorrido caminado, ante mi asombro veo un brazo y mano de color cetrino inmóvil que surgía de los escombros. En silencio continuamos la marcha, ahora apresurada. La figura del brazo muerto con su mano abierta me persigue, pasados los años vuelve a aparecer en algunas ocasiones y la imaginación vuela: ¿Cómo paso aquello? ¡Son las guerras! ¿Estratagemas que azotan al mundo desde lo inmemorial? La avidez y la crueldad se dan la mano, no hubo ni hay mínimos, cuántos jóvenes como el del brazo, símbolo de la ferocidad, mataron a otros jóvenes soldados, mujeres, hombres, niños. ¡Ahora más sofisticada, la muerte viene de los cielos: la deciden artefactos supersónicos dirigidos desde muy lejos; sentados, cómodos, frente a los ordenadores decretan, es el final. Otros, los “ideólogos” obscenos, pergeñan!

Ya en el lugar de destino nos esperan señores con vestidura típica de los ganaderos, al estilo húsar (3). Aprontan los caballos para que desfilen ante el versado que elige un par de ellos, los mejores, los revisa  minuciosamente, anota las características de cada uno y  firma una certificación  experta. Concluida la tarea recibe honorarios y nos invitan a comer gulyás4. Al despedirnos ruego no pasar por la calles de los despojos. El regreso a casa es en un silencio perturbador.

 

Kecskemèt

 

Pasados unos días Andor logra, en el extremo sudeste de Hungría, muy distante de la casa natal, en la ciudad de Kecskemèt, (5) ser nombrado administrador en un establecimiento destinado a la cría de caballos de ley, -como siempre tratando de pasar inadvertido ante los funcionarios policiales-. Prepara el traslado al nuevo destino; lleva  una valija y unos bultos pequeños. Vamos con él tres hijos menores. El mayor Péter queda con la abuela para continuar su escolaridad en Csepreg. Partimos a la estación en la jardinera. Ya en el tren, cuando inicia la marcha, mi padre nos advierte: “En la estación de Budapest subirá una mujer que en adelante cuidará de ustedes, es una institutriz, a la que deben respetar y obedecer”. Efectivamente ya en la estación de la capital se incorpora Giszella. Pasó medio día hasta que llegamos al destino. Nos toca una vivienda pequeña con dos dormitorios un baño y cocina comedor, teníamos la sensación de estar  “muy encogidos” en comparación con la casa familiar de  Gyertyános; está ubicada al frente de la plazoleta, la preside un monumento encarnando a la empresa: es un equino de bronce      que nos sirvió  para animar los días cabalgándolo. Lo más significativo del pueblo es un gran hospital; en el otro extremo la escuela, allí nos conduce la niñera: a mi hermana que asiste a primer grado y yo de acompañante. En el trayecto está el cine con vistosa cartelera que representa un condenado a muerte: la guillotina acaba de cortarle la cabeza que sangra en el suelo, los  ojos abiertos me miran. Es este otro de los “cuadros” imborrables que me persiguen  invariables: ¡Publicidad sádica, enorme!

Es en la plazoleta del potrillo de bronce encontramos a  chicos que hablan en otro idioma, inentendible. Nuestro padre cuenta que eran  gitanos y su habla viene de muy lejos: se llama idioma “Romaní”. En una oportunidad los acompañamos al lugar de su residencia y descubrimos, con asombro, que no era una casa convencional, sino una cueva natural, aquello nos produjo temor, nunca nos animamos a entrar quedándonos a distancia prudente de aquella, para nosotros, extraña comunidad zíngara y su peculiar “vivienda”. La estadía en el nuevo destino es de algunos meses. Por las tardes nos traslada el zulqui conducido por Lászlo; en destino un perro bautizado “Bugyi” anuncia la llegada. En ocasiones vamos, mi hermana Kinga, yo y Gizella, la institutriz, a la casa de  Ilona, fabricante de ropas; modista que nos toma medidas: desde una gran cortina aparece y desaparece con telas en la mano; en la primera visita soy evaluado con una cinta métrica parado en un banco. En otras visitas van apareciendo, siempre acarreados -del otro lado del mágico telón- géneros marcados con trazos de tiza que son probados en nuestros cuerpos y sujetos con alfileres. De esta forma y en sucesivas visitas van naciendo: camisas, pantalones, polleras, tapados;  algunas de telas gordas, otras más delgadas. El regreso, también mágico, ocurre al atardecer cuando las luces del pueblo se encienden, es el retorno a la casa que nos proporciona calor, seguridad.  El jamelgo de bronce nos espera al día siguiente, por las tardes, para ser montado. 

 

Györ

 

Un día llaman a mi padre para evaluar  campos de remolachas (6) cerca de Györ (7); (allí se ubica la industrial del azúcar, debe caminar por senderos para reconocer plantas defectuosas). En esta ocasión nos lleva para que conozcamos las instalaciones de la fábrica con sus máquinas, al final vemos como caen, separadas desde una tolva, dos fracciones de azúcar: una de cubos a una caja y otra quebrados que van a un depósito para ser reprocesados, de allí nos permiten alzar algunos, Kinga elige los mayores mientras yo un puñado de los más pequeños que introduzco en el bolsillo. Regresamos satisfechos por la generosidad de los anfitriones; una “fiesta” por años.

 

 

 

 

VII

La Fuga

 

-Ola Américo. Ola Alfredo. –Saluda Carlos y arrima una silla-. ¿Ya pidieron café?

-Sí.  

-Hoy les voy a contar como debimos esfumarnos de Hungría:

 

“Aquel día otoñal a fines de noviembre en 1949 al atardecer, montado yo en el mítico rocín metálico brillante, sorpresivamente  aparece un jinete que llega al galope, se detiene en forma brusca al frente de casa y desciende, apresurado ingresa por la puerta principal en busca de Andor, forma parte del   grupo de resistencia encubierta que procura fugarse ante la asechanza contra oficiales del ejército húngaros; cuestión que se desata con el ingreso de soviéticos a Hungría, al finalizar la guerra.”  

“Tiempo después, mi hermano mayor Péter cuenta que, estando en la estancia con la abuela,  aparece mi padre conduciendo el zulqui y lo invita a dar un paseo, en un momento dado se detiene, hay un hombre esperando, mi hermano debe ceder su lugar para que suba aquel personaje y se queda en el estribo, escucha la conversación. Es allí donde toma conciencia, con sorpresa, que traman la forma de  abandonar Hungría. Ahora me explico el porqué del  apuro de aquel jinete en casa: es parte de un conjunto de compatriotas que planifican la huida en forma  clandestina. Siguen los pasos del grupos la inteligencia del ejército ruso, los que participan no solo tratan de ubicar a ex oficiales húngaros, también van por las expropiaciones, como la de nuestra finca. Sobrevuela el riesgo de apresamientos y trabajos forzados en Siberia que culmina con la muerte.

De regreso a casa nuestro progenitor, muy preocupado, nos pide que entremos y acomoda en valijas nuestras pertenencias; alcanzo a ubicar lo más aprecio: juguetes; nervioso arroja al suelo lo atesorado y los reemplaza por prendas que descuelga del ropero. “Apuren vamos a la casa de la abuela” nos señala; al atardecer salimos tomados de las manos. Los juguetes  quedan desparramados. Kinga pregunta: “¿Géza no viene con nosotros?” “Ahora estamos muy apurados, después les cuento” responde. Falta mi hermano menor (la institutriz lo llevó a la modista, ajena a los acontecimientos). Cargamos maletas y  bultos, el trayecto es de tres cuadras hasta la Estación, estamos ingresando cuando apunta: “¡Suena el silbato!” (Es el anuncio de la partida del tren), llegamos al costado de los vagones en movimiento, al principio lento, papá lanza en los escalones de un coche los bultos y en el siguiente nos arroja a nosotros, finalmente ya corriendo sube él. Una vez acomodados en los asientos aparece  el guarda y solicita los pasajes a lo que responde Andor: “Quiero abonarlos porque no tuve tiempo de pasar por boletería”, el funcionario abre su cartuchera, extrae un talonario y confecciona los pasajes que son abonados.”

“Siendo las cuatro de la mañana arribamos a la estación Bük (1) donde espera nuestra jardinera, la de la finca guiada por János.”

-Papá. ¿No era que íbamos a casa de la abuela? –Pregunto. (Imaginaba que íbamos a la casa de ella en Budapest).

-Sí. Nos espera en la estancia Gyertyános con tu hermano Péter para que estén todos juntos. -Cansados  dormitamos en el trayecto hasta la finca.

Al otro día nos reencontramos los tres hermanos mayores, es aquello un baño de alegría y emociones. Almorzamos y nos permitimos jugar el resto de la jornada. Cenamos temprano: “tejesgriz” (sémola blanca con leche caliente decorada con un hilo de caramelo  formando un círculo); finalmente un baño y sueño reparador. Mi hermano mayor nos despierta horas antes del amanecer, tenemos que abrigarnos con ayuda de la mucama y la niñera; somos trasladados a un nuevo destino. Nos despedimos del personal cuando Péter descubre una bolsa con monedas de oro que sostiene mi  abuela, toma la más pequeña y se la regala, el resto le entrega a mi padre. Del ala izquierda de la casa, donde viven mis tíos abuelos Bobby y Eszti, vienen a despedirnos (Ellos son notificados, también, que en un plazo perentorio deben desalojar la estancia). En esa oportunidad mi hermano recibe de ellos una cadenita de reloj de bolsillo también  de oro.

Mária queda temporalmente en la casa para empacar lo posible y desalojar. Subimos a la jardinera cargada de bultos y valijas; descubrimos un carro tirado por bueyes y repleta con muebles para el nuevo destino en el pueblo de Csepreg. Mis tíos harán lo mismo ante la inminente expropiación de la casa familiar de Gyertyános. Marchamos de noche helada intensa y cielo estrellado, el cochero, mi padre y un guía sentados en el pescante, en la parte de atrás vamos los tres hermanos en medio de los bultos, falta mi hermano menor. Luego de  dos horas de marcha antes de una curva del camino se detiene el carruaje, nos espera otro guía. Debemos bajar apresurados, arrojan al costado del camino los bultos y valija. El guía nos explica que a  partir de ese lugar marcharíamos a pie,  después del recodo se encuentra un control de guardias rusos.

El equipaje y nosotros en la banquina. Uno de los guías cruza un arroyo algo profundo que discurre al lado del camino, el otro tira los bultos a la orilla y luego salta él, mi padre nos va lanzando a los guías quienes nos reciben. Agrupamos el equipaje para cruzar una hilera  espesas de hayas y acacias, vamos  arrastrando, con dificultad, valijas y bultos. Surge, ahora, la base de una lomada de cultivo con superficies nevadas: para no ser descubiertos extienden unas sábanas y nos indican que nos ocultemos debajo de las telas, debemos avanzar en subida reptando en la nieve. Con frío intenso y barro, vamos aproximándonos a la cima.

 

 

 

 

Ólmod

 

Nos congelamos, pero las indicaciones son cortantes: ¡Avanzar siempre ocultos por las sábanas! Los bultos, trabajosos, son llevados por los mayores. Al llegar a la cumbre ¡por fin! nos permiten liberarnos de las coberturas y ponernos de pie. Estamos muy cansados, totalmente mojados y enfangados. Desde la altura divisamos luces próximas, pertenecen a un pueblo húngaro fronterizo con la República de Austria, es un poblado llamado Ólmod1. Bajamos un poco más tranquilo hasta que arribamos a una casa de las afuera del vecindario; nos conducen a la parte posterior, es un corral con granero. Dos grandes parvas nos esperan, mi padre oculta los bultos en una y nos indica escondernos en la otra, para eso hizo un hueco, nos ubicó en el interior y tapa la entrada con la misma paja; permanecemos sin movernos y sin hablar: en la casa duermen niños que pronto  despiertan para concurrir a la escuela, no tienen que enterarse de nuestra presencia -podrían delatarnos, teniendo en cuenta la ingenuidad y sinceridad infantil-. La espera es en silencio, a oscuras, hasta que despierten, se vistan y desayunen los escolares. ¡Por fin! Abren el escondite y somos trasladado a la casa, merendamos  en imperioso mutismo, luego subimos al altillo con  estrechas normas a cumplir: mientras los niños de la vivienda estén en la casa, debemos guardar absoluto silencio. Bajamos a desayunar luego de la partida de los escolares: es abundante de excelente factura, esta vez pan sin grasa y con crema o nata de leche, una agradable sorpresa luego del ayuno del último día. Los almuerzos los recibimos arriba,  es escaso, principalmente sopa, a veces acompañado con otro plato, pan con rodajas de cebolla y una fruta, nada más;  la cena es sémola con leche, un día llegan tortillas delgadas con ajo: “lángos”; (comida frecuente en nuestra casa: sobre la plancha de la cocina a leña se dora masa de pan frotada con ajo). Jugamos en silencio por las noches, alumbrados con velas, cuando el resto duerme; con más libertad lo hacemos durante el día…”

“Mi padre se ausenta todos los atardeceres, regresa al amanecer, muy temprano; lo hace para estudiar, sobre el terreno,  los distintos recorridos posibles, es la estrategia a seguir y poder, de esta forma, sortear la frontera para llegar a la ansiada libertad: ¡Austria! (Siempre asistido por baqueanos, conocedores palmo a palmo de la geografía de la región; es un tramo peligroso de algunos kilómetros). Un solo “accidente” ocurre en la vivienda: piso un plato con leche para el gato –una “ostentación” para esta época de hambruna- recibo la consecuente reprimenda de la dueña de casa. Permanecemos tres días escondidos en la buhardilla. La tercera noche, ya enterados de lo que debemos cumplir, llega la ordena de partir. Enterados de la posibilidad de conseguir el destino tan ansiado nos invade una gran agitación mezclada con honda desolación: dejamos nuestro querido país, sin nuestra madre y la ausencia del hermano menor. Vamos acompañados por dos versados -hábiles en fugas- contratados para la ocasión.”

 

Austria

 

“Con las primeras horas de la noche, iniciamos la marcha a campo traviesa. Caminamos incansables evitando carreteras, senderos, nieve, barro, también zonas de cultivos con suelos blandos. El recorrido es lento, agotador, con tropiezos, y caídas,  agudizado por un fuerte viento y la oscuridad; a lo lejos la sombra del bosque. Mi hermana lleva, abrazada con fuerza, una muñeca de tela con caperuza fabricada en Rusia; va abrigada debajo de un pilotín de nylon americano que el viento sacude produciendo crujidos y un silbido persistente, peligroso porque no permite a los guías escuchar con nitidez algún suceso cercano, el sonido de la prenda puede delatarnos; advertidos del inconveniente, le indican a Kinga que debe despojarse  del abrigo, el que es arrojado al viento y desaparece en la oscuridad mientras suplica en vos baja: “La muñeca no”.  Antes de llegar al bosque, en un pozo, preparado de antemano por los guías, nos hacen bajar con los bultos. Acurrucados en el fondo, temblando de miedo nos explican permanecer callados  por si acaso nos descubriera algún extraño -en adelante y durante todo el “viaje”- ante cualquier desconocido- debemos dar otros nombres, distintos a los propios; para que lo recordemos Péter nos hizo pronunciar, a baja voz, la nueva identidad hasta el cansancio, el mío era István, la de mi hermana  Ilona y la de él Jenö: ¡Alias que grabamos para siempre! Taparon la entrada al pozo con palos, ramas y hojarasca. Los mayores ingresaron al bosque, silenciosos, en misión de reconocimiento del terreno; no deben haber patrullas vigilando y esperar el momento en que los guardias, menos atentos, cenaran. Regresan una hora después para liberarnos de la encerrona profunda. Ya libres en la superficie proseguimos la marcha;  penetramos el monte detrás de los baqueanos, es un recorrido de algunos cientos de metro entre árboles, arbustos y ramas, hasta llegar a un claro. A pesar de la noche, se podía ver que el gobierno ha delimitada la frontera talando y desmalezando una franja de cuarenta metros de ancho por un largo interminable; al medio han dispuesto  dos cercas de alambres de púas, muy tupidas, el espacio es  reducido  entre cada una, tienen una altura de tres metros; entre ambas se extiende "casa bobos"  conectados con minas terrestres, de modo que si se movían causaban el estallido fatal. Era la “línea fronteriza” entre los dos países: Hungría y Austria”.

“Esperamos que los tres adultos, con gran habilidad y paciencia, cortaran las alambradas y desactivaran el mecanismo explosivo. En la prolongada espera, muy cansado me dormí profundo apoyado en un tronco de árbol talado. La noche es muy oscura. Cuando los adultos retornan de la alambrada, ya violada, al lugar donde estamos, siempre de noche cerrada, transmiten la orden de que lo sigan, han creado un paso de no más de setenta centímetros de altura y otro tanto de ancho, todos cruzan de uno en uno, arrastrando los bultos y agazapados, con un cuidado extremo. Yo permanezco durmiendo apoyado en el tronco ausente de lo que acontece, sin pasar a la libertad. ¡Todo se hace en silencio absoluto!”

Grande fue mi sorpresa al despertar, todavía apoyado en el tronco y encontrarme absolutamente solo, no hay nadie, no están los bultos. ¿Sueño? ¿Es una visión fantasmal en medio de la noche? Siento terror,  tímidamente al principio llamo a mi padre, luego, me paro y grito cada vez con mayor intensidad, luego el llanto desesperado; reclamo la presencia de mi familia para salir de ese infierno. Pasa un largo rato e inmerso en la oscuridad, ocurre el milagro, aparecen mi hermano Péter y un guía que me hacen callar rápidamente. Todo se debe hacerse en absoluto silencio, con señas o a muy baja voz. Ocurrió que, mientras descansamos sentados al borde de la arboleda -luego del infernal trajín por el bosque hasta el límite internacional- los mayores trabajan para abrir el paso, terminada la tarea indican que es el momento de atravesar la alambrada; nadie se da cuenta, en la oscuridad, que duermo profundamente. Al momento que parten quedo solo, apoyado en el tronco oculto en la sombra de la noche,  sin cruzar la alambrada. Alguien advierte, del otro lado, el llanto desesperado que llega  tenue, distante: “Api, api, api…”. El rescate es exitoso, yo también en la tierra de la libertad, pero sollozando y todavía angustiado por el aterrador episodio vivido.

Luego del cruce decisorio, penetramos desahogados y  presurosos a otro bosque en la ladera de una acentuada bajada. En lo plano, ya en el territorio de Austria, mi padre denota en su gesto, por primera vez, una fuerte conmoción, tenía los ojos brillosos, nos abrazó con fuerza… ¡¡Finalizaba un atormentado período!!

 

 

 

1)  Ólmod: Del alemán zanja de color plomo. El nombre Ólmod pueblo típico húngaro de la frontera  fue derivado intencionalmente del nombre alemán, Pertenece al condado de Vas en el distrito de Koszeg a 4 km de la frontera con Austria, Sin  conexión por carretera a la ciudad vecina, Borsmonostor, (monasterio de Bors su fundador) en 1921 se convirtió en parte de la Provincia de Burgenland de Austria.

 

VIII

La Libertad

 

En el nuevo encuentro de café la pregunta obligada fue: “¿Quedaste en Austria?” La respuesta fue inmediata: “Ahora les cuento”. 

 

Klostermarienberg

 

Con la infinita sensación de haber arribado, por fin, al lugar tan intensamente ansiado y en tanto tiempo, la alegría invade nuestros espíritus. Mi hermano, enfrascado por el momento, empieza a tararear una copla aprendida en la escuela. Somos un grupo compacto que nos incorporamos con júbilo incontenible a cantar. Caminando nos sentimos infinitamente contentos: desapareció la angustia y el agotamiento. ¡Ahora sin la “Espada de Damocles”  y con nuestro Mayor conduciéndonos a la libertad…!

       Al reaparecer del último bosque, por primera vez, alcanzamos un sendero peatonal que discurre por una pradera más llana, hasta alcanzar un río; uno de los guías cruza a la otra margen, otro quedo en el medio con el agua  bajo la cintura, instalados nosotros con mi padre en esta orilla, haciendo de pasamanos, nos fueron trasladando hasta la otra ribera, luego los bultos, al último una maleta muy cargada y pesada no puede ser retenida por quien está en medio del río cayendo a la corriente, la valija “navega”; mi padre corre por la orilla más de 100 metros y finalmente se arroja al agua para recuperarla: con dificultad la puede capturar y extraer chorreando  agua;  Andor regresa jadeando, totalmente empapado, carga el pesado bulto, toma un brevísimo descanso, churma (exprime) su chaqueta y lo que puede del pantalón. Decide que prosiga la marcha. Caminamos un largo trecho hasta divisar, por fin, luces que iluminan el pueblo austríaco, antes del amanecer. Una conjunción gloriosa, pero no definitiva: estamos en territorio austríaco, no obstante falta un último control soviético, hay que eludir esa vigilancia final.

Arribamos a un lugar programado en las afueras de  Klostermarienberg1, la localidad fronteriza más cercana. Nos conducen a un local, al parecer un bar nocturno, con barra, mesas, sillas, y estantería con botellas. (A esa hora, cerca del amanecer, ya no queda ningún parroquiano).   Somos recibidos por una mujer madura y robusta, la nombran doña Lota (por Lorena, en austro húngaro Lotaringia) quien nos hace atravesar, en tinieblas, el salón; salimos por el fondo a un patio, desde allí a una casilla de madera de planta baja y un piso, trepamos la escalera y nos alojarnos en una amplia habitación con dos camas, mesa, sillas y un gran ropero. Debemos  despojarnos de la ropa sucia y mojada; la señora Lota, solícita y muy hábil provista de: una jarra, esponja, jabón; con una palangana nos baña uno por uno, con agua caldeada. Limpio y con ropa seca siento un gigantesco bálsamo y placer, pero estoy hambriento. Péter pregunta: “¿Cuándo cenamos?” Papá pide a la señora: “¿Podría usted traer alguna comida y bebida para los niños antes de que se duerman?”… Consumimos ávidos unas rodajas de kolbász (salami húngaro)2 rábanos, pan dulce y leche caliente. Acostados en camas mullidas, bien tendidas, limpias y abrigadas; Kinga con Péter en una cama, yo  el menor en la otra con Papá. A punto de hundirnos en un profundo sueño sentimos un fuerte olor, muy hediondo, insoportable, parte de un rincón donde Andor abre la valija rescatada del río y saca ropa mojada; gira la cabeza para que lo viéramos (lucía una sonrisa burlona, encantadora, que aparece por primera vez desde el inicio de la fuga) nos cuenta que el olor proviene de la maleta empapada que primero estuvo escondida tres días en una de las parvas, la de estiércol; la nuestra, era de paja limpia. (Aquello ocurre antes de llegar al último pueblo de Hungría,  la casa del silencio en el  altillo, en “Olmod”). Sale de la habitación y regresa poco tiempo después con un ovillo de piolín, clavos y martillo para convertir el recinto en un gran tendedero con ropas mojadas y sucias.  Finalizado el  secadero, abandona nuevamente la pieza para recibir, de los ayudantes, documentos provenientes de tres hijos de un camionero austríaco, pero con las fotografías nuestras, el que nos esperará en su camión el segundo día, al amanecer, a cien metros de distancia del lugar donde nos alojamos.

Los guías reciben su paga y son despedidos con  gestos de gratitud. No los vimos nunca más.

Cada vez que se abre la puerta se escuchan murmullos con una suave música de fondo que provienen del bar. (Con el tiempo me entero que aquel alojamiento era un burdel y quien nos atendió era la “Madama” dueña del establecimiento). Un lugar estratégico para pasar inadvertidos ¡Hasta allí llega cierta influencia del nuevo gobierno húngaro! 

Caer cansados, pero felices, para dormir  muchas, muchas horas, fue la consecuencia del infernal trajín en busca de PAZ. Al despertar, el progenitor sigue profundamente dormido; descanso ineludible luego de las demoledoras peripecias sufridas y con las dos últimas noches despierto. Estamos muy cerca del final pensado y era prudente quedarnos encerrados  esa jornada, sin que nos vieran o sintieran hablar, todo se hace con sigilo y voz baja, como venimos acostumbrados desde los últimos días en Hungría. ¿Pueden aun delatarnos?  Andor despierta, se ausenta de nuevo para programar el último trayecto contratando al camionero  con la documentación de los hijos adulterada.

 

Controles Camineros

 

Al día siguiente, a la madrugada, en tinieblas, llega la hora de partida. Papá nos da un pedazo de pan diciendo que no hay tiempo para desayunar. Abrigados,  bajamos con prisa cargando el equipaje, y recorremos el trecho indicado hasta el transporte. Nos ubican en la cabina junto al chofer, mi padre y los bultos se acomodan en la caja del camión con las verduras y entre grandes tachos de aluminio con leche. El vehículo se pone en movimiento y viajamos un trayecto  de una hora por una ruta de montaña, sinuoso y en cornisa. Próximos a un control, en un recodo previo, el chofer para y ordena a mi padre que se oculte debajo de los fardos de verdura. Al reanudar  la marcha y después de la curva divisamos la barrera del primer control, (paradójicamente este es el último en manos del ejército soviético en territorio austríaco) 3. El conductor frena; ante el requerimiento del soldado le entrega todos los documentos personales, el del automotor y la guía de la carga, el militar nos mira a cada uno de nosotros  y observa las fotos de los carnets, con miedo no levantamos la vista. Mientras esto ocurre otro de los guardias, con fusil en mano, recorre la carga y hunde la bayoneta de su fusil en los fardos de hortalizas buscando algún escondido en fuga. La suerte fue enorme, la hoja de acero aparecía y desaparecía por todos lados pero, con fortuna, Andor no fue alcanzado por los puntazos. Terminada la inspección sin novedad, autorizan el paso. ¡Otra vez la sensación de alivio nos invade!

Reanuda la marcha y en un recodo del camino mi padre golpea el vidrio posterior de la cabina haciéndole señas al chofer para que se detenga. Parados en la banquina le explica que él baja y sigue a pie para no correr nuevamente semejante riesgo, el de sentir el filo de una bayoneta y de ser apresado en el próximo control, va descender  y caminar por un atajo hasta sortear la vigilancia, el reencuentro en el lugar pactado con el chofer: un parador a cuatro kilómetros más adelante. El camionero le recomienda que fuera vestido como lugareño, y le provee de indumentaria que llevaba detrás del asiento: botas de cuero cerrado adelante con trenzado, medias largas que sujetan un grueso pantalón de lanilla, chaqueta de cuero forrada con piel de cordero, en la cabeza un sombrero típico con pluma estilo tirolés y bastón. Se despiden y baja por una senda escarpada A  mitad de la marcha, ya en la parte llana, se topa con un campamento militar ruso: Sortea el hallazgo simulando ser un aldeano más; pasa sin dificultad, desapercibido, camina con una mano en el bolsillo, la otra sostiene el bastón, tararea por lo bajo una canción en alemán, simula indiferencia ante algo conocido -la procesión va por dentro- en ocasiones se agacha fingiendo recoger algo. Mientras tanto el camión pasa el último control, esta vez en manos del ejército aliado; el trámite resultó menos exigente que el anterior, sin novedad. Seguimos viaje hasta el lugar convenido. Esperamos un tiempo hasta el arribo de papá: lo vemos aparece gozoso, jovial y con una amplísima sonrisa. Desahogado de tantas desesperanzas y angustias, grita voz en cuello: ¡¡POR FIN LIBERADOS!! Había logrado su objetivo largamente planificado, esperado y sufrido: huir de Hungría, su tierra natal, con casi todos sus hijos -falta el menor que quedó con la institutriz en el pueblo de la costurera: Kecskemét. Sube él también a la cabina con Kinga en su falda y yo en la de Peter. Ya en camino a Viena, nos relata con alegría su última aventura, la del recorrido a pie, en medio de los soldados rusos en maniobras, vestido de paisano.

 

 

IX

Viena.

 

Después de una hora de viaje arribamos a la ciudad de Viena, capital de la República de Austria. El camionero finaliza su misión. Bajamos unas cuadras antes de la casa de Erzsi, una tía.

Caminamos cargando el equipaje, vamos apurados hasta llegar a la vivienda de la parienta. Estamos en la puerta, ansiosos. Mi padre toca el timbre, pasan unos minutos y la puerta se abre, pesada, crujiendo; aparece una mujer vestida con zapatos abotinados, medias de lana, pollera larga, delantal con vuelos, chaqueta cerrada al cuello y cofia con puntillas,  es la mucama; queda paralizada en medio del portal  con ojos bien abiertos y gesto de pena, no puede disimular la sorpresa, aparecen ante su vista un conjunto de infortunados: al “comando” un personaje fatigado, mal trazado, con una gran valija a cuestas, todavía húmeda, indumentaria desprolija y sucia, barro en el calzado,  barba descuidada, enmarañada de muchos días, un sombrero que en otros tiempos habría sido un tirolés, no puede ocultar una cabellera en total desorden; tiene el aspecto de un pedigüeño acompañado por tres niños desaliñados en peores condiciones; en definitiva un grupo de mendicantes de la guerra; pero la paradoja la desconcierta: todos lucen una amplia sonrisa y gestos   victoriosos.

Pregunta Andor: “¿La Sra. Erzsi está?” La mucama permanece inmóvil por un instante que parece una eternidad, finalmente sin mediar contestación cierra la puerta. Luego de un rato se abre nuevamente el portal y aparece la mujer, esta vez más relajada con gesto, ahora misericordioso, trae en sus manos dos pedazos de pan que ofrece a mi padre; él no sale de su asombro, luego de un rato que parece no terminar dice pausado: “Disculpe señora, dígale a Erzsi que soy su primo Andor de Hungría; aunque usted no lo crea”. La empleada, nuevamente inmovilizada sin saber qué hacer demora nuevamente, por fin gira y cierra la puerta. En seguida se abren los dos portales y aparece la Tía con una sonrisa enorme, los ojos llorosos y con un abrazo interminable le dice: “Andor que alegría inmensa verte de nuevo”; y él contesta, al mejor estilo húngaro: “Querida señora, le tomo la mano y se la beso”. (1) Erzsi nos acaricia efusivamente con la cara mojada por las lágrimas.

-Por favor pasen, la casa es de ustedes.

-Gracias.

Nos sentamos en el estar donde mi padre narra, calmo, paso a paso, lo que les ocurrió en Hungría después de la guerra, la muerte de la esposa y las últimas peripecias sufridas para lograr atravesar la frontera y llegar a Viena con la familia.

-Les hago preparar algo para que coman… ¿Y esa valija mojada? -Comenta la tía.

-Si la rescaté luego de caer a un rio. Llevo ropas y documentos que quedaron manchados.

-No hay problema, lavamos la ropa y secamos los documentos.

-Ustedes, mis queridos sobrinos, pasen al toilette y desvístanse para que se higienicen. -Nos damos un baño “celestial”, la bañadera llena de agua tibia, con jabones perfumados; fue la mejor “purificación” (después de la palangana de la señora Lota en el último piringundín)  y por añadidura de inmersión; lo disfrutamos como nunca luego de tantos trajines, sofríos y barros. Es una estancia maravillosa con paseos, visitas, buena comida y juegos compartidos con los hijos, casi adolescentes, de la tía  Erzsi.  Andor, mientras tanto, sale diariamente para gestionar la venida desde Hungría de mi hermano Geza y la institutriz que quedaron en Kecskemét. Negociación que logró concretar comunicándose con los hábiles guías, los que nos trasladaron hasta la frontera.

Una tarde nos invitan a conocer la ciudad, vamos en automóvil, lo ocupamos apretados: cinco menores y tres mayores. Recorremos parte de la histórica capital pasando por avenidas, mansiones, monumentos, el castillo Schönbrunn de la emperatriz Elisabeth conocida por todos como Sissì y el gran palacio imperial de Hofburg, también iglesias importantes como la catedral de San Esteban en la plaza principal de Viena: la Stephansplatz. Conocemos  el Zoológico: es la primera vez que descubro algo así, los animales están separados de las sendas peatonales por profundas zanjas, me llaman la atención los elefantes, las jirafas, algunos  felinos, no hay rejas, están sueltos, menos los monos que se encuentran en grandes jaulas. ¡Al salir del Parque  no está el auto que nos llevó! Ahora otro descubrimiento: volvemos a  casa en tranvía, mi primer viaje en esa primicia; las ruedas rechinan sobre los rieles y la campana anuncia su aparición en las esquinas, los asientos son de madera, ventanillas con vidrios que se pueden abrir deslizándose para abajo hasta desaparecer, el conductor uniformado parado al frente con su gorro de visera opera una manija que da velocidad, a veces para, se baja con un largo hierro y cambia el rumbo de la vía.

Después de unos días, la sorpresa en do mayor: fue la Navidad de 1949 en Viena que nos regaló la Tía y el cumpleaños 37 de mi padre (nació precisamente un 24 de diciembre).

Esa tarde luego del baño nos vestimos para la ocasión con ropa limpia bien planchada, perfume y hasta corbatines, los zapatos como un espejo. Cenamos comidas variadas, manjares típicos de la Navidad. En la mesa, de acuerdo a la tradición europea, solo conversan los adultos; los primos y nosotros callados, escuchamos: los chicos no intervienen en la charla a la hora de comer. Terminado el “banquete” nos indican (a los menores) que nos ubiquemos en otro lugar e iniciamos el canto anunciando la llegada del niño Dios: como es costumbre son villancicos, primero en alemán con enorme emoción y voz en alto; lo hacemos  luego en nuestro idioma, el húngaro ( ensayados  días antes). Con la última estrofa sorprende una campanilla, el sonido proviene de otra habitación y una voz que dice: “Ha nacido el Niño Jesús”. Todos corremos a la sala desde donde provenía la voz; mayor fue la sorpresa cuando veo un enorme árbol de navidad iluminado con infinidad de velas pequeñas, de las ramas cuelgan abundantes caramelos de factura casera, en lo más alto la estrella de Belén. No termina allí el asombro: en el pie del árbol se acumulan cajas envueltas con papeles de colores, en cada una tarjetas donde figuran los nombres nuestros; al desenvolver encuentro, alucinado, una pequeña camioneta: es de madera pintada en colores, a mi hermana una muñeca de trapo, al mayor un libro de aventuras, para todos cuadernos con hojas blancas y un milagro: al raspar los pliegos aparecen, sobre  relieve,  figuras de árboles, casa, animales, etc., también una caja con lápices que no los vi en otra parte,  nunca más. A mi padre, por su aniversario, una pipa típica acompañada con una caja de tabaco (“Perico”). Escoltando al árbol, en una pequeña mesa, una bandeja con mazapanes, chocolates y otros dulces. Jugamos con los regalos y disfrutamos los postres hasta que nos vence el sueño. Es una noche inolvidable, única, plena de alegría y felicidad; la primera en familia después de la muerte de mi madre… ¡Veinte días imborrables!

Ahora mi progenitor se empeña en buscar un nuevo trabajo principalmente orientado a las actividades rurales. Pronto consiguió un empleo relacionado con su profesión: es un establecimiento lechero que,  además, tiene cultivos con árboles frutales. Pasados esos días  nos trasladamos a casa de otros tíos paternos, quedaba próxima a su nueva actividad.

Andor está impaciente por lograr el último de sus objetivos: salir de Europa y sus guerras impiadosas para llegar a Canadá. Debía, necesariamente, trabajar y ahorrar para solventar las contingencias de tan largo viaje y lo que viene después; en esas circunstancias no dispone, tampoco, del tiempo ineludible para atender a sus hijos hasta tanto consiga su objetivo. En ese desvelo se contacta con la oficina en Viena de “La Cruz Roja Internacional”, organización que ofrece albergar, en Suiza, a menores desterrados; allí gestiona y puede enviar a mi hermana Kinga. Para el resto de los hijos el destino es el pariente cercano que ofrece recibirnos (no había suficiente lugar en la residencia de la tía). Kinga relata que cuando es enviada al nuevo destino, el recorrido que hizo en tren es de un días y una noche  hasta la estación de Shaffhausen(2). En  el país vecino, en un edificio con gran salón, la alinean con otros niños sin entender para que están allí, pasan unos minutos, desde una puerta entra un grupo numeroso de parejas  que observan detenidamente a los recién llegados, finalmente señalan a un niño, o más si eran hermanos; algunos son huérfanos de la guerra, otros hijos de refugiados. Son  seleccionados y trasladados a hogares temporarios o definitivos. Mi hermana es elegida por los esposos Ruths, una pareja joven con rasgos germánicos, muy simpáticos,  Kinga hace amistad con la hija del matrimonio. En ese destino  vive un año aproximadamente. Queda en ella un hermoso y perdurable recuerdo de la familia sustituta.

Géza, mi hermano menor aún permanece con la institutriz, en la casa con el caballo de bronce al frente (Kecskemét)…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

X

Región de Graz. (Austria)

 

                                                

La residencia queda  cerca de un pueblo a dos horas de Graz; hogar de mi tío abuelo Pál Pfeiffer, casado con Ilona Bauer, allí vamos los tres varones: Papá, Péter y yo, nos hospedamos pocos  meses. Pàl, el dueño de casa, parapléjico, permanece en silla de ruedas a consecuencia de un accidente sufrido durante la Primera Guerra Mundial, (fue un gran jinete en su juventud) combatió como integrante de la caballería de húsares. Es él quien inculca a mi padre el amor por los caballos e influye  para alcanzar la capacidad de seleccionar animales aptos, sanos, robustos. La posesión de los Pfeiffer se ubica a la vera del camino regional que asciende hasta el pueblo, cuyo nombre no recuerdo, queda cerca de Pichl -lugar donde Andor obtiene su trabajo-. La nieve cubre con generosidad una ancha franja sin vegetación en declive, la que valemos para deslizarnos en trineo hasta la parte plana, junto al camino; allí ocurre mi primer accidente: en uno de los descensos despisto y luego de un áspero recorrido finalizo en un pozo, al costado de la “pista” enterrado en la nieve; permanezco  más de una hora luchando para resucitar del hoyo hasta quedar a la vista, ya en lo plano hago señas exasperado, por fin advierten mí realidad y llega el  auxilio. Con los pies y las manos solidificados corrí hasta la casa, mi tío al ver mi realidad ordena que me saque toda la ropa y corra descalzo alrededor de la casa (usanza en aquellos países fríos: remedio para reactivar el tránsito sanguíneo) al llegar a la puerta de ingreso, luego de la maratón, encuentro un enorme cuenco de hojalata con agua tibia para un baño de cuerpo entero: ¡Reparación para las manos y los pies entumecidos!

La propiedad tiene tres represas a diferentes niveles alimentadas con agua proveniente de deshilo,   forman un primer lago, el principal; luego en sucesivas cascadas caen al resto de los embalses. Allí se reproducen peces para la venta durante la temporada del calor. En invierno los espejos de agua se forran de una gruesa capa de hielo que nos permite patinar y jugar a los tejos. Una noche de esas, Péter indica que salgamos por la ventana y en silencio para no despertar a los mayores; vamos hasta la represa más grande, cuando llegamos nos sorprenden sendos reflectores encendidos con furia. Se disputa un lance competitivo: carrera de motos y autos, todos con las ruedas encadenadas, giran sobre la gruesa capa de hielo del lago, un circuito de, a ojo, setecientos metros con curvas, contra curvas y lomos de burro; pista preparada días anteriores. Lucha que vemos fascinados. Todo esto acontece en Austria, un recuerdo sempiterno. Otra  ocurrencia consiste en trepar por un estrecho sendero hasta llegar a una cima, descansamos sentados en esa cresta desde donde se divisa el pueblo, grande fue el temor cuando escuchamos el gruñido de un oso, bajamos a los tumbos, hasta el lago; la capa de hielo era delgada (mi hermano nos instruyó como pasar deslizándonos acostados, nunca caminando, para evitar hundirnos por el peso del cuerpo concentrado en los pies).

¡Péter es el principal ideólogo y gestor de las faenas  compartidas!

Durante este tiempo Andor continúo como administrador en la finca cercana de Pichl, Bez Liezen(2).

Transcurren algunos meses aparece de sorpresa  el menor de mis hermanos: Géza con la institutriz Giszella. Es un regalo, una alegría perdurable: estamos ahora todos los varones juntos (nunca supe que gesta  hizo mi padre para traerlo). Falta que aparezca Kinga de Suiza.

Al día siguiente de llegar el menor de los hermanos, con hondo reconocimiento nos despedimos de nuestros parientes por tan generosa acogida. Nuestro padre  decide trasladarnos a la residencia que le destinan los propietarios de la finca; la que ha sido desocupada por el anterior administrador, el que fue desplazado por Flandorffer ante sus indisputables conocimientos en  ganadería; también en la producción de quesos, industria que desarrolló con su padre en Hungría. El desplazamiento provoca una callada irritación del desalojado; como represalia lo denuncia en la policía aduciendo, falsamente, que contrabandea caballos de raza desde Hungría. Dos policías, en motocicleta, llegan en diversas oportunidades hasta el establecimiento de Pichl para indagarlo. Finalmente la cuestión es más grave: Andor es detenido y trasladado  a la Comisaría de Graz donde permaneció algunas semanas; quedamos acompañados, solamente, por Giszella, quien ofició de madre sustituta. En definitiva fue liberado ante la falsa denuncia y falta de pruebas.

Para nuestra sorpresa y alegría, regresa Kinga de Suiza. Es la época del inicio de clases. Con frío, todavía, somos matriculados, los tres mayores en los niveles propios: Kinga en segundo, Péter en cuarto, yo en el primer grado (Géza no tenía edad escolar). La escuela se encuentra a dos kilómetros de distancia -allí transcurre mi primera experiencia escolar-. Un día  apareció mi hermana con una caja de lápices de colores, eran hermosos marca “Faber”, los trajo de Suiza. Para llegar al establecimiento escolar, debemos caminar por un sendero que atraviesa una pradera con cultivos de alfalfa y avena. En esa escuela aprendo el abecedario alemán y las primeras nociones de la aritmética.

Cuando llega el receso escolar de verano, en el mes de julio, vamos de vacaciones a una cabaña: Caminamos medio día hasta el pie de una montaña en los Alpes, vamos acompañados por un caballo portando dos grandes alforjas de mimbre con suministros. A esa altitud ya no hay árboles, solo pastos: alimento para ovejas, caballos y vacas; ganado que fue traído a la zona días antes. Pasamos, en la chacra, una temporada atractiva luego de tantas aflicciones. La habitación que nos toca,  acogedora, descansa sobre cimientos y piso de piedras, las paredes hechas con troncos,  techo y piso de madera, camas de piedras con un  grueso colchón de paja forrado en cuero de oveja. Al costado de la vivienda descubrimos una delgada cascada con agua cristalina, de deshielo, que alimenta una pileta de escasa profundidad, allí nos bañamos con frecuencia  a pesar del agua fría, un sol lleno nos ayuda a  calentarnos. El regreso de la vacación es alegre: corremos cuesta abajo, gritando, riendo…

Mi hermano mayor contó que nuestro padre, quien periódicamente se ausentaba a la ciudad, lo hacía para gestionar la documentación necesaria para poder salir de Europa.

Una mañana, nos sorprendió la noticia que papá se va a casar el 6 de agosto (año de 1950) con Gisella, la Institutriz. Ella pasaría a ocupar el papel de segunda madre. Aquel día los esperamos, después de la ceremonia que se celebró en el poblado de Pichl, con una cena diferente, fueron platos que no habíamos comimos antes, de postre una  torta “Dobos”. (2)  ¡Todo es ameno! (el trato de ella para con nosotros es siempre maternal, en alguna oportunidad, también, con algún  rigor). La complicación se presentó al regreso de Kinga: al arribar se  enteró, sorpresivamente, del casamiento, lo que le provocó una gran preocupación; discutió con papá y lo hizo en el idioma franco suizo que aprendió rápidamente en el corto tiempo que estuvo en Suiza; Gizella no entendía nada y dirigiéndose a su esposo  dijo: ”Haz callar a esa niña que no comprendo lo que habla”. Con el tiempo y mucha paciencia lograron que aceptara la realidad.

Al regresar de la escuela recogemos frutillas silvestres, la búsqueda variaba siempre al pie de una cortina de coníferas, de un lado o del otro: era uno más de nuestros solaces competitivos, ganaba el que cosechara más cantidad. El destino final de las frutas es un postre sencillo con crema chantilly,  muy esperado después de cenar. Atrás de la casa se eleva una torre de tres pisos con paredes y techos de madera,   la escalera, también de madera, discurre al medio del edificio separando cada nivel en dos alas, a derecha e izquierda, allí se acopian los productos del verano: en el primero manzanas verdes a un lado y rojas al otro, en el segundo duraznos y peras, en el tercero ciruelas frescas y ciruelas pasas; esta resulta otra de las  zonas mágicos para los fines de semana. Allí hay que encontrar telas de araña bajo los peldaños y rincones; ya ubicadas, con un dedo se toca la red para ver salir, precipitadamente, el arácnido en busca de insectos; avece cazamos moscas que abandonamos en la red. También en ocasiones, previa autorización, optamos  por frutos para consumir, un deleite en medio de los  juegos. Como siempre el forjador era Péter que nos permite compartir sus travesuras.

Al final del período escolar llego, por fin, la documentación para todos, tan esperada para poder  viajar. Luego del último apresamiento, cansado de  persecuciones e injusticias, mi padre les comunica a los propietarios de la estancia su decisión de emigrar de Europa. Les narra la violenta muerte en Hungría de su primera esposa, la madre de los cuatro hijos. Convenida la fecha de finalización de su compromiso, recibió la paga acordada y recomienda a su ayudante para que ocupe el lugar que deja: un estudiante de agronomía que ha asimilado su experiencia y está en condiciones de continuar la administración.

Llega el día largamente esperado. Empacamos nuestras pertenencias y nos trasladamos a la estación de la zona: Pichl Bez Liezen. El tren que pasa por ahí tiene como destino la frontera con Italia, llegaba a la ciudad de Génova. Es un viaje de muchas horas hasta el límite de los dos países. Vamos con la ilusión del éxodo final. La ubicación es la segunda clase con asientos enfrentados, de rigurosa “pinotea”. Nos enteramos que la formación cuenta con un coche comedor y sus respectivos horarios de comida: almuerzo y merienda. Experiencia que nos resulta impensada por el agrado que nos provoca ser atendidos por mozos de blanco que traen platos abundantes y apetitosos, remotamente lejanos de los sabores habituales y en un ambiente llamativo, inesperado. Queda gravado en mis recuerdos el cruce de un vagón al otro y el movimiento de las plataformas de acero que los unen, una sobre la otra y el sonido del golpeteo rítmico de las ruedas en las vías. Ante el largo viaje, el recreo es recorrer de punta a punta el tren; solo nos reubicamos, velozmente en nuestros lugares, al ver aproximarse el guarda. ¡Atemoriza ver  un uniformado! Evoca la violencia de los soldados rusos, también uniformados, visión que perdura por muchos años. Una forma de ir sepultando tan duros recuerdos es el recorrido por los vagones, como un juego con idas y vueltas.

 

XI

Italia

 

Otro de los días café, Carlos propone:

-Américo, quedamos en que nos cuentes el episodio del último e inesperado apresamiento de tu padre y el temor generado.

-Sí. Aquello fue muy triste, nunca imaginamos que  podía atraparnos otra violencia; pensamos que no ocurriría nunca más.

Se acerca el mozo, como siempre, ordenamos los cafés. Américo continúa el relato:

“Al llegar a la frontera con Italia, ya a la oración, cambia el personal de la tripulación, los austríacos son reemplazados por italianos, todo en presencia de la aduana de ambos  países. Requieren a mi padre los documentos de todos y  advierten que con el nombre de Andor Flandorffer figura una denuncia por el tema de los caballos; uno de ellos le comunica: “Señor está usted detenido, hay un requerimiento de la policía.” Y es esposado. Razón por la cual debimos descender del tren; somos conducidos a la comisaría, allí le advierten que por dicha causa no puede abandonar el país,  debiendo quedar recluido en un calabozo de esa seccional hasta tanto lo decidiera el Juez. Ya de noche, nos llevan a una posada: el dormitorio tiene tres camas para cinco personas, los  hermanos debemos dormir dos en cada una, yo con Péter y Géza con Kinga. Dormitorio que, además de mugrienta y pobremente iluminada  durante la noche, nos despertamos en reiteradas oportunidades a causa de  picazones en todo el cuerpo. A la mañana, investigado el episodio por Giszella, nos enteramos que los colchones eran nidos de insectos, lo que genera  reclamo a la encargada de la pocilga. Nos trasladan a otra habitación más limpia, pero esta vez con  dos camas: “fueron órdenes de la policía”. Por falta de lechos, permiten que los hijos nos turnamos para dormir con mi padre; uno cada noche en el calabozo; cuando me toca el turno a mí, descubro que el colchón, sucio, muy delgado y sumamente incómodo, no me deja conciliar plenamente el sueño, sí resulto inequívoco: acurrucarme, abrigado, no solo al calor de papá, sino la inmensa sensación de amor y protección que nos brinda en tan azarosa travesía; emoción que llevo entre mis  recuerdos perennes.

El tema de la reclusión en la comisaría se resuelve, felizmente, cuando pidieron los antecedentes a la policía de Gráz: queda en claro la denuncia embustera del anterior administrador de la estancia; en consecuencia, es liberado al cuarto día. Andor, acompañado por policías, viene a buscarnos a la fonda, desde allí todos nos trasladan a un vagón que ofició durante la guerra de prisión, en el interior usamos la mitad del coche con sus respectivos camastros de campaña, único mobiliario; en la otra mitad pernocta otra familia. Durante la estancia en la estación ferroviaria, asistimos a una sala para control de salud,  somos vacunados y nos examina el médico; una enfermera nos busca, minuciosa, alimañas, es un requisito necesario para ingresar a Italia. Finalizados los trámites burocráticos y el de salud, la familia recibe toda la documentación con los pases libres para continuar el itinerario.

Esperamos aptos y radiantes el horario del arribo del próximo tren, ahora en la zona italiana. ¡Por fin el tren! Se acerca lentamente, se detiene frente a nosotros: subimos exaltados y entonando canciones. ¡Vamos hacia la libertad, hasta entonces esquiva! Pero con la guía inclaudicable de un padre valeroso. El viaje a la ciudad de Génova parece más corto, diferente: no hablamos ni jugamos, vamos al encuentro de un sueño: llegar a la ciudad, al puerto y a un barco…

En Génova nos alojamos en un hostal incomparable, más limpio y agradable que el de la frontera. Revelamos al fin la cultura italiana: su arquitectura antigua, prolija, los monumentos históricos, la Catedral, también curiosas costumbres: por primera vez vimos que colgaban las ropas lavadas, para secar, en un enjambre de alambres que cruzaban las calles de una casa a la del frente, un muestrario de indumentarias de todo tipo, incluidas las más íntimas: imprimen una pintoresca y curiosa imagen que nos incita a la risas.

Durante la estancia en la ciudad nos enteramos que países como Canadá, Brasil, Australia, y Argentina, entre otros, reciben inmigrantes.

Andor concurre asiduamente al puerto para averiguar los días de arribo y partida de barcos que admiten  inmigrantes. Su deseo es uno con destino a la capital de Australia, Sidney. Le informan que con ese rumbo arribaría uno en una semana. Esto decretó  concurrir a la representación diplomática australiana, allí le informaron que era requisito recibir clases de inglés diariamente. La maestra designada, por el consulado, concurre a la posada para darnos clases básicas durante tres días. 

Una mañana, antes del inglés, papá me pidió que lo acompañara. Cargaba una gran caja pesada que hacía sentir sonidos metálicos, un retintín. Cerca del puerto, en callejuela empinada, empedrada, estrecha, con casas viejas de condición humilde, iba preguntando por  una dirección. Por fin arribamos al lugar buscado; se trataba de una vivienda con un portal de madera en mal estado con llamador en la forma de puño, al accionarlo retumbo en el interior, pasados unos instantes escuchamos una voz que provenía de una ventana del primer piso; alguien en voz alta dijo: “Pase señor”. Al abrir la puerta una larga escalera pingorotuda, sin descansos,  nos conduce al piso superior. En la puerta de la habitación entreabierta luce un cartel en letras desgastadas, góticas con recuadro y que anuncia: “ESTUDIO”; entramos no es “estudio”. Nos recibe, muy amable, un hombre ya maduro de barba y calvicie acentuada está parado detrás de un escritorio de madera avejentada; mi padre coloco la caja encima, el recién conocido la mira con indolencia y le indica que la abra para ver su contenido. Descubro un juego de cubiertos con muchas piezas. Ahora van apareciendo, ante mis ojos con  sorpresa, piezas hermosas de un conjunto antiguos de metal, son cubiertos de plata. “Es una reliquia familiar de varias generaciones atesoradas desde tiempos de los bisabuelos” Comenta mi padre.  “Es un juego con un importante valor”. Concluye. Mirándome me dijo: “Es el último tesoro familiar que queda”: Lo ofrece a un especulador que compra   antigüedades. El usurero revisa detenidamente las piezas, pasa un rato largo, en silencio… Levanta la cabeza, mira a mi padre, parece un tiempo interminable. Luego y en alemán, se suscita una larga discusión por el valor de las piezas. Quiero evadirme de la disputa, recorro con la mirada la estancia: en medio se ve otra gran mesa de madera, también en mal estado, atiborrada de libros de todos los tiempos y colores, algunos con lomos de cuero, acompañaban papeles desordenados, una lámpara antigua ilumina la mesa, sillas de estilo enclenques, cuadros con pinturas de paisajes, biblioteca que abarca la pared opuesta a la ventana.  En uno de los extremos del cuarto, una pequeña puerta con doble llave.   La compulsa por el precio dura por un  rato que me parece interminable, el comprador seguramente no reconoce el valor de aquel tesoro. Ante la intolerancia y la tozudez del comprador, mi padre, con gesto resignado, termina aceptando lo que le ofrece en una última instancia; no hay otra alternativa. Queda en manos del compra-ventero, aquel tesoro bien guardado por generaciones. Es el último recurso disponible para emprender el necesario y ansiado largo viaje que se avecina; recibe el pago con resignación. Nos despedimos, bajamos la escalera callados, lentamente; ya en la calle se anima y pude escuchar un insulto en voz baja rematado con: “judío tramposo”; se lo veía indignado por el injusto trato. Entonces me animé a preguntarle: “¿Toda esa cantidad de billetes?” “Son muchos pero tienen muy poco  valor, (1)  apena servirá para embarcarnos en la de segunda  clase.

Mi padre concurre mañana y tarde al puerto esperando la nave que nos traslade hasta aquel país lejano: Austria. En el tercer día, ya de noche, regresa al  hospedaje para anuncia que el destino va a ser otro y cuenta: “He recorrido desde la mañana el puerto de punta a punta, vi un barco de Argentina anclado y con el puente habilitado, me subí sin problema, busqué al capitán, una vez con él le narro la necesidad urgente que tengo de salir de Europa y la posibilidad de encontrar un país sudamericano que me acogiera con la  familia. Argentina es una de las posibilidades que  resulta particularmente interesante por el hecho de ser un país austral, lejano del lugar de tantas dificultades y sin heridas por las guerras; además apropiado para desarrollar mis conocimientos como ingeniero agro-zootécnico. Luego de someterme a un extenso interrogatorio, el marino acepto incluirnos entre sus pasajeros. Pensando en ahorrar el costo de este hospedaje,  le pregunté:

-¿Cómo se compone la familia? -Disculpe el atrevimiento. ¿Puedo, con mi familia, subir mañana a la mañana y quedarnos hasta que el navío zarpe?’ El Capitán pensó un instante y me pregunta:

-¿Cómo se forma su familia?

-Somos mi esposa y cuatro hijos, seis en total.

-¿Tiene los papeles del consulado en orden?

-¡Todos!

-Si es así pueden venir, pero no olvide de registrarse en las oficinas del puerto, allí le darán un pase. -Cuestión que me alegra vivamente y siento, por primera vez, un penetrante bálsamo.

“Le agradecí la cordial decisión y bajé corriendo para contarles”.

 

Ya en tierra, con urgencia, busca los papeles en el hotel e inicia la pesquisa del Consulado de Argentina en Génova. Allí le  acompaña también la suerte, pudo completar durante algunas horas los trámites necesarios para migrar al país sudamericano. Solo debe esperar dos días para que le confirmen lo solicitado. Paso ese tiempo  con indisimulable ansiedad y callado.

A la noche, ya con el visado en los  pasaportes y el resto de papeles del consulado, mientras cenamos: deja los cubiertos en la mesa, nos mira en silencio a uno por uno, finalmente dice ceremonioso y con una encantadora sonrisa: “¡Callados todos, atiendan chicos…! Mañana temprano subimos a un barco argentino; de modo que ya no tienen que seguir con la maestra de inglés, allá hablan otro idioma: español y que tendremos que practicarlo durante el viaje” -Cuestión que nos produjo una impresión inconfesable, con alegría contenida, casi llegar al llanto. ¡Por fin tenemos un barco para emigrar!-. Y continúa: “Después de la cena y antes de dormir deben recoger sus pertenencias y acomodar las valijas, recuerden que mañana a la madrugada  no disponemos de mucho tiempo, tenemos que caminar hasta el puerto para subir al navío, allí nos quedamos dos o tres días hasta que zarpe”. Cada uno de nosotros, de prisa y en silencio, ordenamos las ropas al costado de cada valija; Gizella, con paciencia las ubicó dentro con prolijidad hasta cerrarlas.

Por la emoción no puedo conciliar el sueño. Nos preguntamos cómo es viajar en vapor, todo absolutamente desconocido y cual será comportarnos en el transcurso del viaje. Imaginaba que debía ser algo parecido a lo del tren, aunque más impresionante: ¿Podremos pasear, jugar? ¿Cuantos días durará la travesía? ¿Qué nos darán de comer?...

 

En el siguiente café abre la charla Alfredo:

-¿Qué tal la travesía por el Atlántico? – Interrumpe Carlos:

-¿Te acuerdas como era el barco?

-Hasta me acuerdo cuando salimos de Génova, esa típica ciudad portuaria, muy Italiana.

 

 

 

XII

En Altamar

 

Desde muy temprano, luego del desayuno, dejamos el Hotel cargados hasta la coronilla con valijas y envoltorios, caminamos muchas cuadras hasta destino: el Puerto.   Terminamos muy cansados pero ganaba el ímpetu que nos asistía. Un macizo  changarín con una carretilla conduce  lo principal: un pesado baúl.

¡¡Por fin: Llegamos!!

La rambla está despoblada; esperamos, en la oficina portuaria la autorización para ingresar al navío… Ya con el visto bueno y el equipaje en mano encaramos el puente, es coronar un anhelo codiciado copiosamente y padecido siguiendo los pasos audaces, animosos del padre (el baúl lo sube un marinero). El tripulante, que espera en cubierta, nos conduce al segundo nivel el de los camarotes; el nuestro es uno de cuatro camas en cuchetas. Acomodamos el bagaje de prisa, queremos, ávidos, felices, descubrir lo ignoto: el barco, lo que pudiéramos de él. Ganamos el pasillo, debemos memorizar el camino que transitamos para el retorno. Descubrimos un laberinto que  sorprende, fascina; era aquello una extraña maraña de pasadizos, puertas cerradas y escaleras con destinos inexplorados: un mundo nuevo, alucinante, a revelar. Por fin mi hermano mayor encuentra la salida del bosque de aceros y maderas, nos conduce a la zona abierta, la del cielo y el mar, allí permanecimos mucho tiempo, nos arrastra la curiosidad –podemos permanecer, es zona permitida-. Llama la atención aves marinas en abundancia que baten arriba nuestro, lanchas salvavidas colgadas y alineadas sobre la baranda, bancos de madera pintados de blanco, ventanas pequeñas redondas con marco de metal, en lo alto, estoicas, dos grandes chimeneas exhalando; el color níveo invade la escena y los pisos con listones de madera sin pintura. Todo, absolutamente todo nos cautiva: la rara sensación de estar arriba del agua con el rítmico bamboleo provocado por las olas al besarse contra el casco de la nave.

En el primer día estamos solamente nosotros con los marinos. Tratamos de adivinar algo del nuevo idioma, el que hablaba la tripulación, imposible de entender, era italiano y español. En el segundo y tercer día se empezó a poblar de voces llamativas: arribaban familias italianas y un grupo de austríacos.

Estamos en el camarote cuando suena la sirena del vapor que se renueva cada tanto, es la señal de soltar amarras. Ese sonido inquietante llama a la realidad, nos embarga de emociones enfrentadas, quedan atrás sentimientos, lugares, personas, familiares y se abre un horizonte prometedor, nuevo, desconocido, a conquistar. Mi padre permanece callado, sostiene la cabeza con sus manos, su mirada perdida en no se sabe que rincón de su ajetreada vida. Hay brillos en sus ojos…

 

¡Partimos!

En cubierta, siento el rumor de las calderas y el manso vaivén de la nave, el horizonte se desplaza. Contagian mi padre y familias que saludan con manos en alto, los gestos denotan ahogo.

Apoyados en la baranda, respiramos el aire proveniente del mar, los corazones aceleran su marcha, parece un navío enorme preparado para conducirnos a otro mundo, en paz, sin violencias, sin temores. Pasa, fugaz, por mi mente la imagen del brazo y la mano abierta saliendo de los escombros, un ícono de la barbarie… Solo veo luces de la costa que se amortiguan…

 

¡Navegamos!

Es el atardecer, vamos hacia la inmensidad. ¡El horizonte se va tiñendo de púrpura y el fuego del sol, parsimonioso, se apaga ahogado en la profundidad del mar! Permanecemos parados, petrificados, embargados por la emoción que nos regala el paisaje; nos invade el arrebato de permanecer ante un espacio abierto, libre, pacifico.  Me invade la embriaguez de persivir una perspectiva abierta, libre, pacífica; solo luces que se alejan en la costa.

Anuncian la cena. Para acceder al comedor subimos a otro nivel, por encima de cubierta. Es apetitosa, consumimos con entusiasmo después de tantos días de comidas pequeñas, aburridas. Ya en los camarotes dormimos  profundamente. Al día siguiente desperté y el barco está anclado en un puerto español y arriban muchos  pasajeros. Desde la baranda de la cubierta descubro que cargan, con grúas formidables, bultos y grandes cajones que alzan del ancladero y los depositan en un profundo hueco, es la bodega de la nave. Al anochecer partimos nuevamente. Las mismas tareas de carga se repiten en otro puerto, el de   Portugal; es allí donde la nave se completa de pasajeros. En algunas horas arribamos a Las Canarias, allí el barco se abastece de combustible, víveres y agua potable; seguimos dos días, e inclusive podemos bajar al puerto. Mi padre compra para mi hermana Kinga, que cumpliría año en el trayecto, una muñeca grande, de las que caminan.

Ya en el mar abierto, sin fronteras, nos acompañan delfines y peces voladores; este es un espectáculo gratuito prodigioso.

Tengo una sola decepción: comer pescados todos los días, lo que no me gusta; ante el reclamo de que debo alimentarme, con esfuerzo, soporto algunos bocados, los últimos permanecen en la boca para luego llegar a la baranda y arrojarlo al mar.

En popa pasamos mucho tiempo en suspenso viendo la prolongada estela de espumas trazada por las hélices, que se desvanecía a la distancia.

Nos desplazamos por cubierta cuando Geza, el más chico de mis hermanos, grita: “¡Pájaros en jaulas!”, mientras se desliza sobre el piso para poder verlos cerca, maniobra que imitamos todos. Debajo de dos butacas de listones de madera sin respaldos, entre columnas, permanecen encerrados canarios y otras  aves pequeñas. No salimos del asombro, el silencio invade el lugar con el hallazgo hasta que alguien dijo: “mañana le traemos migas de pan del desayuno”. Rumié: “¿Por qué pajaritos en un barco?”. Todas las mañanas se repite la rutina alimentaria, es un juego divertido hasta que un marinero, que pasaba por el lugar, nos dice: “Las aves son de los portugueses, ellos las alimentan con semillas todas las tardes; tengan cuidado, los dueños se van a enojar si se enteran que ustedes les dan migas”. A pesar de la advertencia continuamos con la rutina de las migas; uno de nosotros hacía de campana por si aparecían los dueños.

En los botes salvavidas, cubiertos con lonas impermeables que trepamos, descubrimos bolsas bien ordenadas, de arpillera con trama abierta, contienen  galletas marineras, duras, secas. Este hallazgo nos tienta a sacar unas pocas  para comer –alguien que advierte lo que ocurre, nos indica que aquello estaba prohibido-. Para evitar ser descubiertos buscamos y  encontramos un buen escondrijo, allí en silencio las consumimos.

Un día notamos cierta zozobra entre los oficiales; algunos pasajeros reclaman que una linda y  joven  portuguesa, rotosa y roñosa, tiene piojos que están contagiando a los pasando. Ante semejante novedad, el capitán ordeno, terminantemente, que fuera aislada para evitar mayor contaminación. El destino de la infortunada es asistir al peluquero, cuestión a la que se resiste sin fortuna, por fin es rapada y los cabellos arrojados al mar, sigue a continuación el baño y vestir otra  ropa; lo del baño, es imposible, no permite, por nada del mundo, aquel acto contrario a sus hábitos. Ante este trance de insubordinación y como escarmiento el Capitán decreta llevarla a un nuevo destino (como en la antigüedad lo fue el “carajo”) la suben por una escalera rebatible a la plataforma más alta, la del palo mayor hasta arribar a un pequeño habitáculo. Ya en su destino, retiran la gradería para evitar que se fugara; el colchón y sus prendas son arrojados al mar (observamos cómo, flotando, se alejaban lentamente), es un cuadro surrealista ver aquellos elementos impropios “nadando” en medio del mar. La “prisionera” pasa en aquel destino un tiempo, fue otro  inesperado e ingrato acontecimiento: ver a la joven y su situación impropia. Cuando la bajan  permite, por fin, que con un traje de baño la bañaran, fue  con un chorro de manguera, en cubierta, durante un buen rato; sin público se concluyó con la roña.

         Luego de varias jornadas de navegación, durante el desayuno, altavoces informan que estamos próximos a la trinchera del ecuador (trazo imaginario que divide al mundo en norte y sur). Sale el capitán, cachazudo, e invita a todo el pasaje, luego del almuerzo, para que vamos a la cubierta principal a festejar el acontecimiento de cruzar al sur del mundo, cuestión de abrir bien los ojos, puntual. Iniciamos el camino hacia un destino ignoto, ambicionado en aquellos tiempos -resignando los orígenes- para desertar de los terrores delirantes del “principal de los mundos”. ¡Anhelamos la paz que se nos ofrece lejana, pero que vislumbramos!

Concluida con premura la comida, vamos al lugar indicado. Somos los primeros; luego, como por magia, florecen de todas partes pasajeros que saturan el espacio, avivan  un fandango “in crescendo”. De pronto escuchamos una orquesta forjada por marineros con trompetas, maracas, tambores, y bandolinas; se arriman ejecutan melodías italianas y  caribeñas, alegres, rítmicas, suben a un tablado colocado para el día. Como por encanto y abriéndose paso entre el gentío, se arrima un personaje cubierto con una gran toga colorida, en su cabeza un casco rematado con una corona, en la mano derecha porta un tridente: es el Rey Neptuno, (1) (por debajo del manto está el redivivo Capitán) sube a la plataforma de los músicos: allí, la “Majestad del Mar”, anuncia: “Este es el preciso momento del cruce del trazo imaginario que divide al mundo en norte y sur, el del Ecuador”. Los músicos silencian: durante 20 minutos germinan luminarias y bombas de estruendo. Callados los artificios el Capitán invita a la danza con ritmos de tarantelas, pasodobles  y jazz. El baile lo estrena el mismísimo “Rey” y se arma la parranda. Los menores descubrimos, como por sortilegio, que un marinero se aproxima a una gran mesa cubierta con un tapete negro, toma uno de sus extremos y con treta de ilusionista retira el manto y aparece ante nuestros ojos el tesoro misterioso: con brillos de cambiados colores manan manjares: frutas tropicales, otras confitadas, mazapanes, caramelos, chocolates y otras alegrías que atiborran con derroche el tablero; vamos corriendo, cantando y riendo, hay que ganar lugar y saturar las manos de las delicias aparecidas como por encanto. Este acontecimiento está   archivado entre mis memorias definitivas. ¡Es la inaugural celebración multitudinaria de mi vida! Durante algunos días, cada vez que introduzco la mano en el bolsillo surge, como por hechizo, una golosina, la de Neptuno.

Un día íntegro debemos permanecer en los camarotes: una fiera tormenta con vientos alocados y  tremendas olas sacuden todo, está prohibido subir a cubierta. Al anochecer vuelve la calma: nos invitan al comedor para cenar, pero no podemos asistir todos, estoy con náuseas y mareado, cuestión que se prolonga por un días; asunto al que debemos acostumbrarnos cada vez que se repite el temporal.

        

 

 

En el café del viernes no hubo preguntas. Américo  alargó el relato.

 

XIII

América

 

Después de tantas jornadas soleadas y ardientes arribamos a un puerto del norte de Brasil (seguramente "Porto de Galinhas", cerca de Recife (1)). Nuevamente cargan abastecimientos para continuar hasta la próxima detención.

En navegación, apoyados en la baranda divisamos muy lejanas hacia el poniente, siluetas de la costa sudamericana: nos despierta contradictorias reminiscencias del pasado las que se extinguen en una creciente expectación.

         Días después alcanzamos una enorme bahía con gran puerto atiborrado de embarcaciones de calados diferentes. Recorren la costa incontables edificios. Nos explican que se trata de la ciudad de  Río de Janeiro, Capital de un país llamado Brasil. Informan por altavoces: “Hemos  arribado a una región de gran belleza con una ciudad vistosa y que deslumbra”. Allí descienden gran parte de los pasajeros, son los portugueses con ese destino. La embarcación permanece tres días amarrada. Una tarde el Capitán señala los morros que vemos y relata: “Son los famoso “Pan de Azúcar” y el "Corcovado", en la parte más elevada del segundo pueden ver un enorme Cristo Redentor con los brazos abiertos, está en construcción y lo inauguran el año próximo, es de 38 metros de altura” –(papá y Gizella nos piden que nos santigüemos al observarlo) mientras sigue señalando y describiendo trazos de la ciudad. En la segunda jornada es posible bajar a tierra. Por indicación de la tripulación tomamos un tranvía que transita lo principal de la ciudad; me llama la atención que suben y descienden individuos de piel muy negra, retinta -es un desconcierto verlos por primera vez en mi vida- solamente las palmas de las manos son claras, ojos oscuros,  nariz aplastada,  ancha, fosa nasal dilatada, labios gruesos rojos, cuando halaban presiden los diente blancos, pómulos grande y  pelo corto enrulado. El largo trayecto resulta muy seductor, pero cansa y el intenso calor  agobia. Ya de regreso vemos cargar gran cantidad de cachos de banana con enormes redes que vuelcan su contenido en la bodega de la nave, se desprenden y caen algunas a la cubierta, esto despierta el deseo de recogerlas, no nos dimos cuenta que verdes como están  ensucian nuestra ropa blanca, son manchas producidas por la sabia de fruto, que resulta imposible de eliminar, mi padre advertido de lo que hacemos nos llama la atención. A la mañana siguiente vamos al encuentro con nuestros casuales acompañantes, los  canarios, grande fue la sorpresa al advertir que ya no están: se los cargaron los portugueses. Al tercer día partimos.

En alta mar llama la atención un sonido extraño que proviene del mismo lugar, el de las jaulas: ahora ocupadas por coloridos y escandalosos loros. Pasa el mismo marinero y reclama que no debemos acercarnos a las aves: “Ojo… Son del Capitán”, decreta.

Navegamos dos jornadas: un día de lluvia sin  olas importantes ni vientos fuertes. Durante el trayecto acompañan gaviotas y grandes peces que surgen del mar, vuelan y se hunden nuevamente, son  saltos acrobáticos; supe después que se llaman  “toninas”. Al atardecer de otro día llegamos a un puerto en otra bahía, es  Montevideo; allí bajan algunos emigrantes y descargan parte de las bananas. Esa noche, en la comida, ocurre lo esperado: ¡dejar, por fin, de ingerir pescados! (justo cuando ya me estoy acostumbrando y puedo tolerar, un poco, los peces del mar) en su reemplazo nos sirven un sabroso estofado con carne vacuna; un lujo en el viejo continente y desaparecida durante toda la guerra. Esa noche, los hermanos comentamos lo fascinante que son los sabores ignorados. Descansamos tranquilos, contentos por lo descubierto en la cena.

 

XIV

Argentina

 

¡¡Resta muy poco!! ¡¡El barco toma rumbo hacia el  destino final!! ¡¡La agitación se apodera!! Estamos todos apoyados en la baranda mirando inquietos, el inmenso río que se abre a nuestro paso, esperamos vociferar: “¡¡¡LA COSTA!!!”. Navegamos por un enorme estuario de aguas más oscuras: la proa se orienta a la ciudad de Buenos Aires de Argentina; un país peregrino con fama de hospitalario.

Corrían los últimos días de marzo de 1951.

Fue perturbador divisar el puerto, un "punto fijo" en nuestras mentes, como escondido, esperando ser develado. Llegamos a media tarde. Abajo la explanada del puerto; en cubierta nos dirigimos a la rampa: formando una larga hilera los marineros nos despiden con gestos de satisfacción: ¡El de la misión cumplida!

 

En tierra algo sumo nos reclama a estrecharnos, la emoción asalta. Mi padre en un enorme abrazo nos alcanza a todos; vi en su cara, por primera vez, rodar lágrimas y gesto de inmensa dicha. ¡Era el triunfo ante el durísimo camino conduciendonos con la adversidad y la muerte acechando, impiadosa!

 

¡Es el desenlace de la odisea! La  última etapa de una cruzada feroz, comandada por quien marca, en nuestros corazones, un rumbo perdurable de tenacidad y valor. Lucha solitaria y tenaz del Conductor con la compañera y cuatro hijos. ¡Su faro: la  búsqueda de  una tierra en Paz!!

 

 

Nos aguardan personal diplomático y de aduana. En una interminable fila esperamos los controles de las documentaciones, finalizado lo administrativo, dos agentes nos guían hasta el “Hotel de Inmigrantes”. Somos ubicados en un extremo de un enorme pabellón en planta alta, es para hombres, con camas cuchetas de lona blanca  con frazadas y toallas; allí quedamos Papá, Péter y yo. En otro extremo está el pabellón de mujeres donde van Gizella, mi hermana Kinga, y el menor Géza –él tiene el pelo largo, rubio, nunca se lo cortaron desde que salió de Hungría- lo confunden con otra nena. Los baños están en planta baja. En un enorme comedor cenamos un plato principal  sabroso (nuevamente consuelo: ¡sin pez alguno!). La rutina, durante la estadía en el Hotel: desayuno, higiene personal, almuerzo, paseo por la zona, cena y a  dormir. En ese espacio transitamos un mes. Una mañana se presenta, en el hall de entrada, una persona del consulado austríaco que vocifera en idioma húngaro: “¡Béla Flandorffer, Ingeniero Estanciero!”(1), al escuchar su nombre, mi padre con el resto de la familia nos acercamos al funcionario, luego de los saludos de costumbre y presentaciones, le entrega un largo registro de posibles destinos para que elija uno: la “oferta” se extiende desde Ushuaia hasta la Quiaca, todas zonas que tienen que ver con su profesión.

-¿Cuál de todos los destinos es el más retirado? – Se apresura a preguntar. No quiso leer e insistió:

-El que quede más lejos de aquí, ese quiero. -En su mente perdura lo aterrador vividos en Hungría y una ciudad enorme como Buenos Aires la presume difícil,  siendo además su aptitud la del campo, prima el deseo de rechazar el bullicio de las grandes capitales. Finalmente es la provincia de  Salta la elegida. El empleado repregunta:

-¿Usted está seguro del lugar que prefiere?”. -Andor toma el listado, lo lee preciso y descubre un apellido húngaro en la región escogida, esto fortalece su decisión.

-Si estoy seguro. -Ratifica.  

-En tres días tendrán ustedes las documentaciones y los pasajes en ferrocarril para trasladarse a la ciudad de Salta. -Asegura el funcionario.

Continuamos en el Hotel durante un mes. En este trance salimos a caminar y a conocer, diariamente, parte de la ciudad en cortos recorridos, acotados por los horarios de comidas. Entre otras cosas veo la Torre de Los Ingleses y la plaza San Martín. Los mateos alineados al lado de las veredas es otra de las sorpresas, no conocía ese tipo de carruaje: todos negros con ornatos policromos y una variedad de caballos no vistos antes; los de Hungría son distintos, menos majestuosos, más sencillos. Conocemos el Zoológico, más grande pero no tan atractivo como el que vimos en Viena. También visitamos una familia judía con niños, ellos viajaron con nosotros; con los que compartimos juegos y charlas. La comunidad judía les tenían asignada una vivienda en Buenos Aires: un chalet equipado hasta con alfombras, cortinas y un patio amplio.

Llega el día de aprontar las valijas y el célebre baúl. Después del almuerzo nos espera el empleado del consulado en un mateo. Partimos hacia la Estación del Ferrocarril Belgrano, en Retiro, muy cerca del Hotel de Inmigrantes. Un edificio enorme con numerosas vías separadas por interminables andenes. Allí espera el tren de pasajeros con destino a Salta; caminamos un largo corredor, arribamos al vagón que nos corresponde. Ya en el coche destinado subimos con el equipaje, caminamos por un pasillo con ventanas de un lado y camarotes individuales cerrados del otro; arribamos al nuestro: abrimos la puerta, deslumbrados descubrimos una habitación de madera lustrada con cuatro camas en cuchetas y colchones forrados en cuero color verde, un lavatorio de acero rebatible con la tapa como mesada, ventilador negro, espejo, percheros de metal, un armario, ropero, dos ventanas con vidrios y persianas corredizas.

Parte el tren. Salgo del dormitorio y me ubico en el pasillo con mi hermano Peter; descubrimos por la ventana una interminable sucesión de casas, avenidas y calles que se interrumpen con la vía ferroviarias, barreras bajas y un sonido de campanilla advierte el paso del tren. Transcurren más de dos horas cuando descubro los primeros cultivos y enormes potreros llenos de vacunos, otro con caballos; es una sucesión infinita de campos que dejamos de ver con la noche. Un mozo de chaqueta blanca surge en el pasillo, pregona algo en cada puerta, mi padre deduce, por señas, que debe anotarse para la cena. Más tarde pasa nuevamente, ahora convoca, por apellidos (el nuestro lo pronuncia con mucha dificultad), al turno de la comida; cuestión que explica mi padre. A la hora indicada atravesamos varios vagones hasta alcanzar al coche comedor, queda al medio del convoy. Un mozo nos ubica en las mesas: los hermanos en una para cuatro personas, pasillo de por medio, en otra  mi padre y Gizella  en compañía de dos personas con las que se comunican con mucha dificultad, apelan a idiomas europeos: un poco en francés, otro en alemán, nada de castellano. El menú, único, consiste en un apetitoso primer plato: bife con puré; luego el mozo levanta los platos y deposita otros hondos vacíos, desaparece y reaparece con una olla enorme y un gran cucharon con el que colma de sopa los platos (en Hungría siempre se sirve al principio); acompaña una panera con enorme tira de hogaza blanca, finalmente el postre: queso con dulce de membrillo. Luego de la cena el tren arriba a una importante estación muy iluminada. Regresamos al camarote. Nos resulta novedoso utilizar aquel lavatorio oculto que aparecía desde la pared manipulando una palanquilla; nos lavamos las manos y… ¡¡a las camas!! Mi padre nos acondiciona de tal modo que las sábanas y colchas quedan bien ajustadas bajo el colchón, Gizella nos hace rezar y se retiran a su camarote (el de dos camas) con un “jo tcakát kedves gyerekek” (buen sueño queridos niños). Al despertar descubrimos un desierto blanco: son las Salinas de Santiago del Estero que por primera vez conozco. El calor agobia, el ventilador resulta insuficiente, la ventana debe permanecer cerrada para evitar el ingreso de aire caliente y tierra. El tren se detiene en pequeñas estaciones del desierto albo; en algunas de ellas aparecen, como por encanto, numerosos vendedores que vociferan desde el andén  pregonando comidas regionales, saladas y dulces: pollos asados con papas horneadas, empanadas, roscas dulces, miel de caña, tabletas dulces de frutas secas… En una de las paradas mi padre compra un bollo y al probar un bocado exclama: “este tiene grasa de vaca, no de cerdo, tiene un gusto distinto, en Hungría se usa grasa de cerdo”. Mundo nuevo lleno de sorpresas: un desierto salitroso que a la distancia, por la reverberación del sol en la superficie blanca, semeja un lago movedizo a más de cuarenta grados de temperatura. Por las ventanas se ven nubes de polvo disparadas por el paso del tren.

A la mañana siguiente, antes del mediodía, surge  vegetación que gradualmente se espesa hasta conformar bosques vírgenes. Escasos los poblados que pasan. Las tierras cultivadas y los corrales desaparecen. Más adelante, a la hora de la siesta, surgen grandes extensiones de cañaverales: ¡Andor los  observa con atención!

Arribamos a una estación importante,  descienden  parte de los pasajeros y dejan vacíos asientos de primera y segunda clase; ocasión que aprovechamos para desplazarnos por los vagones hasta los lugares vacantes. Sentados, una vez que reanuda la marcha, avistamos a la distancia montañas con vegetación. El paisaje se repite hasta descubrir una planicie con cultivos varios. Ahora un puente sobre un  río (tiempo después supe que se trata del río Juramento) (1). La marcha continua por varias horas hasta una estación grande donde ingresan pasajeros provenientes de otro tren. En el próximo trayecto aparecen árboles cargados de frutos amarillos, mi hermano me recuerda que son naranjas, igual a las que comimos por primera vez en Italia y que tanto nos llamó la atención. La tarde se apaga, la noche se aproxima cuando arribamos: ¡por fin!, luego de dos días de viaje, a la ciudad de Salta. En la estación debemos esperar hasta que bajaran el equipaje que viene en un vagón de cargas. Una persona nos espera, mi padre lo ubica; con su acostumbrada destreza se hace entender a pesar del idioma, caminamos cargando los bultos hasta el cochero que aguarda en una jardinera de cuatro ruedas tirada por dos caballos,  estos más bajos y robustos que los húngaros.

A oscuras atravesamos la ciudad; en el trayecto vi algunos tranvías, luego seguimos la costanera de un canal que discurre de norte a sur hasta donde terminan las casas. Cruzamos un puente, ingresamos a un camino de tierra custodiado por hileras de árboles. Luego de dos horas, pasando por un pequeño poblado, arribamos a una finca, allí nos recibe, con júbilo, una familia que habla el mismo idioma nuestro: el húngaro ¡Al fin pude comunicarme con otras personas! Al otro día, luego de un sueño renovador, el desayuno,  después un baño de ducha. La dueña  cuenta que la escuela funciona desde hacen algunos días y que a la siguiente jornada nos conducirá a los cuatro hermanos y Gizella para inscribirnos como alumnos. Naturalmente, primero debemos aprender el idioma castellano. Es el inicio de una larga trayectoria de adaptación a una cultura diferente, prometedora, la de otro continente: ¡Es Latinoamérica!

 

-Gracias a esta sucesión de acontecimientos muy difíciles, a veces crueles y otros felices, es que nos encontrarnos en esta tierra. ¿Qué opinan de esta historia?

-¡¡Es única!! -Exclama Carlos.

-¡¡Asombrosa!! -Dice Alfredo-. ¿Y tu padre, alguna vez, durante el viaje, les comentó acerca de sus sentimientos al dejar su tierra natal?

-Nunca lo escuché de su boca. Falta que les narre lo que pasa en Argentina. Y como nos adaptamos. Eso queda para otros encuentros…

 

 

Colofón

“Queridos amigos. Desde hacen muchos años, después del viaje en barco, medito acerca de la imagen que retengo de mi padre y me pongo en su cuero cuando lo vi sentado en la cubierta del navío, ensimismado, mientras yo jugaba":

Clavado en la popa va mirando la estela que deja el barco, la  que se desdibuja y borra en el norte: una imagen alegórica de su pasado reciente huyendo de ese mismo norte. Asaltan en su memoria, inconsultos mil recuerdos, torbellino incontrolado que lo obliga, como en un círculo infernal, a recordar la guerra,  la cárcel, la madre de sus hijos y su asesinato, la lucha por la sobrevivencia de sus cuatro pequeños ¡Tiene que abandonar esas sombras que lo oprimen! ¿Es un salto al silencio, al olvido necesario? ¡Su historia, la familia y el abismo de los últimos años!

Va dejando, además del frío inclemente del invierno, metrallas, muertes, cultivos, caballos...  Logra, por momentos, vencer a esa ronda del imaginario y su noche para integrarse al  sosiego cálido de una América Latina singular: Mezcla de acertijos y esperanzas. Vienen  con recuerdos turbulentos,  impenitentes,  imágenes últimas de fugas y escondrijos en su amada Hungría -ahora arrasada-. ¿Cómo será aquel país a dónde corremos? ¿El sosiego cálido de la América Latina y su singular generosidad? ¿Allí mis hijos estarán bien? ¿Jeroglíficos? ¿Esperanzas? ¿Certezas? Siento ganas de llorar, pero no debo. ¡Nó! Nada de lágrimas. ¡Basta! No deseo más recuerdos tumultuosos, obstinados. ¡Nunca más el odio, la violencia, la injusticias!”

 

Un pequeño barco en medio de la inmensidad, viaja dejando, en popa, una estela que se desdibuja en el norte gélido, turbulento. Marcha separando en proa el espejo azul oceánico en la esperanza del cálido y pacífico sur: el de la América Latina.

 

ANTES: La infancia apacible, el almacén, la Escuela, la Universidad, el barrio, los juegos, sus amigos, los vecinos, los padres, sus hermanos, las predicas del cura, el casamiento con Marignon, los caballos, los modos cortesanos de una elite, época de paz y felicidad… De pronto estampidos, fugas, nacimiento de hijos, tierra arrasada, la muerte de su amada esposa; todo fundido en una historia con final abrupto,  desgarrador, y su élite derrotada, despedazada. Protagonista obligado  de la última de las mil guerras fratricidas de Europa.

AHORA: Desarraigo, dolores, ilusión. Va acompañado por su nueva pareja en la desesperanza y con los hijos, mientras a su espalda la proa abre, en la inmensidad del océano, su nuevo rumbo…

            (Deja caer las manos que apoyan y ocultan el rostro, abre los ojos y advierte a su hijo Imre: juega con una pequeña camioneta que tiene  capó y cabina pintada de verde, caja blanca y ruedas rojas).

 

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