105 mm.
Un
asistente de obús esclarece un secreto bien guardado durante 52 años. Y de como casi mata, a bonbazos, a su amigo.
¡La 1ª Compañía
de infantería aerotransportada!
Todas las mañanas de 1961 y como el dicho popular: “al pedo pero temprano”.
Suena estridente el silbato e imperiosas las órdenes:
“¡¡Al pie de las camas…!! ¡¡Al baño los
de mi derecha…!!” Se expresa, autoritario, el suboficial Ludueñas. Parece el rito
de todos los días: la formación en la plaza de armas a las seis y treinta de la
madrugada, el izado de la Bandera, el parte diario; finalmente, en esta primera
etapa mañanera, el apócrifo desayuno con
mate cocido (en dejo dulce de si menor)
con un huérfano pan francés (andantino
piu añejo). Después, orden cerrado, gimnasia, instrucción y el remate grosso: el almuerzo en la galería
lateral, sentados en el suelo con las espaldas apoyadas en la pared. El
“rancho” (de puro aluminio abollado, como aparecido del trajín guerrero de 1914)
a la espera de los colimbas que
arrastran dos enormes ollas del mismo metal y condición, venidas desde la
cocina y no sé de cuantos “combates”. Los conscriptos —ahora devenidos en meseros— con un gran cucharón en mano descargan en
cada escudilla la medida exacta de la ración de sopa y, después, de guiso, o a
la inversa —la diferencia entre los dos “manjares”
resulta indescifrable a no ser que, por suerte, tocara una rebanada de chorizo
español, lo que identifica el guiso—. Complementan la receta, nautas hojas de
acelga, cubos de zanahoria y papa teñidos de rojo pimentón. A veces, de postre, una naranja (en allegro marcatissimo). El menú, por su
desaguisado, seguramente dirigido por la mala voluntad de Rivadeneira, el
conscripto clase 38. enganchado a la fuerza desde el año anterior como cabo
cocinero.
La siesta “vertical” se hace por las calles internas, con
el sol en la coronilla, no lejos de la Primera Compañía.
Reunidos todavía y en desorden al frente de la cuadra,
aparece inesperadamente el oficial de turno, el único jujeño de rango en el
cuartel: el subteniente Sánchez quien, en breve arenga, nos indica que
retiremos las mochilas, los fusiles del depósito y formemos en la calle
lateral. Desde allí iríamos, en afán de
simulacro de combate, al descampado bautizado las “Lomas del Torito”. En
realidad, es día de franco para ese lugar: los miércoles no es usado por
ninguno de los tres regimientos vecinos reunidos en el camino a La Calera: el de Infantería,
el de Artillería y la “Escuela de Tropas Aerotransportadas”. El apresto resulta
inusual sobre todo por tratarse, justamente, de un miércoles.
¡La contienda!
Cansinamente y bien cargados, transcurrimos la distancia
entre el cuartel y aquellas lomas desamparadas. Ya “en el frente”, el oficial
nos va enseñando las formas de ataque y defensa de la infantería paracaidista.
De pronto, un extraño pero espeluznante silbido transita el cielo. A
continuación una nube negra, imperiosa, se eleva seguida por un estruendo
aterrador, impiadoso, a más de cien metros; a renglón seguido la onda expansiva moviliza hasta los pelos de la cabeza y el atuendo quiere desprenderse siguiendo el mismo derrotero. Sánchez queda paralizado mirando el
evento. A los pocos minutos se repite la escena pero ahora más cerca, a
cincuenta metros, luego otra vez y a poca distancia. El subteniente ordena
abandonar mochila y el "fusil, la novia del soldado". Ahora manda enérgico: “¡¡Carrera march!!” Cuando
resuena —repitente—, aquel silbido infernal grita: “¡¡¡Cuerpo a
tierra!!!”, y así sucesivamente.
Estamos, además, incomunicados con la Escuela de Tropas,
ni siquiera una paloma mensajera nos acompaña;
es el abandono.
En la batahola brota el instinto de conservación que se
atesora desde hace 250.000 años en los helicoides genéticos. Las carreras
frenéticas, interrumpidas por los aterrizajes impíos, se cumplen sin reclamos
ni retrasos. Simultáneamente pienso en imágenes deshilvanadas fundado en historias
golpistas, y hasta la de un desdibujado general de brigada boliviano enfundado
en su uniforme variopinto con frondosos dorados que estuvo de visita en la
Escuela. Es un enfrentamiento desproporcionado: desde el Regimiento de
Artillería un obús descarga, con furia, su contenido mortífero contra colimbas
de la Escuela de Tropas que corren desacoplados, desesperados, pávidos pero
felizmente guiados por un oficial intuitivo. En el tercer evento explosivo caen,
heridos, dos compañeros…
Medito: “Por fin
estamos en una guerra de verdad, ¡¡pero
sin fusiles!!”.
¡Y ocurre el
prodigio!
Un ciclista, seguramente un transitador habitual, va por
la ruta en dirección noroeste a sudeste
y se detiene, pasmado, a tratar de comprender aquella “ofensiva kafkiana”… Por fin se decide y regresa pedaleando,
ahora con furia reprimida, para reportar
en la guardia del Regimiento de Artillería que las bombas caen, despreocupadas,
encima de soldados paracaidistas que aparecen y desaparecen como por
encantamiento entre las ondulaciones del terreno y corren aterrados, desmantelados
en un frenético “sálvese quien pueda”.
¡Los heridos!
Francisco Lozada es alcanzado, en la rodilla izquierda, por
una esquirla de la tercera bomba: “fue como la patada de un caballo
o un burro, un dolor muy torvo”(*), y
el otro camarada, Benicio Robledo, está dañado por el mismo
proyectil en la frente. Ahora el subteniente
Sánchez ordena, antes de la retirada final y en el respiro de la batalla,
cortar las ramas más gruesas del escuálido monte bajo y que sobrevivieron a los
trajines beligerantes. Construimos, con ellas, dos camastros. Una solución ante
la ausencia de camilleros con camilla.
(*) Dr. Francisco Javier Lozada
torvo:
patibulario, terrible, espantoso.
¡Cesan los bombazos
del obús!
Ya sin los estallidos, el que manda decreta recoger los
pertrechos abandonados y desparramados. Ahora
organiza una retirada de pelo en pecho: Los dos “trofeos de guerra”
—ensangrentados— en camillas presiden, estoicos,
la columna transportados por ocho “costaleros”, cuatro para cada encatrado. Atrás, previo “orden cerrado” de vestimenta,
calzado y peinado —problemático por las
improntas que dejaron el desperdigo obligado con aterrizajes inciertos—, formamos dos columnas dispuestas por estatura
de mayor a menor. Marchamos hacia el Norte —con el Jefe a la cabeza—, valerosos, triunfales, casi alegres y en “Paso de Gloria”
(aunque algunos, ahora rengos). Finalmente ordena cantar, sin desmayo y a voz
en cuello, la “Marcha del Soldado Paracaidista” —incluidos los destrozados—. Un
anticipo de la “Armada Brancaleone”.
¡La “curación”!
Los dañados son remitidos a la enfermería. La herida en la frente resulta, por fortuna suprema, solo un raspón. El problema es Lozada; la
cosa es más grave; el médico militar —reducido en estatura y en modernidad— ante la emergencia decide resolver el problema
enérgicamente y lo ubica en una camilla de verdad, enrolla una toalla de mano y
se la da a Francisco para que la muerda con fuerza —al mejor estilo de las películas de cowboys del oeste norteamericano—. Tijera
curva tipo Mayo en la mano izquierda y pinza con dientes y cremallera modelo Kocher en la otra, sin piedad y sin anestesia, penetra hasta llegar a la parte inferior de la
rótula. Desde esas profundidades comienza a escarbar hasta extraer, primero, pedazos de tela
del pantalón bombacha con incrustaciones ripiosas; a continuación, con la ayuda
de una torunda de gasa, saca tierra mezclada con sangre. Luego de una ardua
tarea emerge el botín de guerra: una esquirla de dos centímetros por cuatro. En
tanto Francisco, que oprime con fuerza prodigiosa el paño con los dientes,
navega desenfrenado por las ochenta y ocho constelaciones (desde Virgo hasta la Cruz del Sur). Un tratamiento expeditivo, venido de la historia
carnicera del “Frente de Verdún” en 1915. El descalabrado soldado va a parar
por un largo tiempo al Hospital Militar de la ciudad de Córdoba. Con estrella o
por milagro, el antiguo colimba —hoy
jurista— camina sin secuelas y obligación.
¡El ayudante del
artillero!
Muchos años más tarde, en una charla de recordaciones, me
entero por mi amigo de siempre, el Ing. Virginio Francisco Ricci, quien cumplió
también el servicio militar en el mismo año en Artillería, que fue él quien
asistió al entusiasta oficial disparador arrimándole las correspondientes balas
para alimentar el obús de 105 mm (modelo primera guerra mundial) destinadas, en
principio, a un simple ejercicio de puntería y con los adecuados cálculos, para
que partiendo del regimiento de origen, al Norte y en un derrotero parabólico, cruzara la
ruta que vincula la ciudad de Córdoba con La Calera y cayeran, exclusivamente,
en las “Lomas del Torito”, al sur; suceso que
finaliza, abrupta pero felizmente, gracias a la agudeza y celeridad del
avistador en bicicleta.
¡El final…!
Nunca se supo, no figura en escrito alguno, ni fue
investigado —hasta este momento y a más de cincuenta años— aquel evento desconectado
y disparatado. ¿Primaba la confianza de que todos los miércoles las “Lomas del
Torito” —“tierra de nadie” esos días— descansaba de los trajines guerreros de
tres regimientos? ¿O, quizás, era una
disputa de poder en gestación de los colorados acólitos del General Monteros en
la “Escuela de Tropas Aerotransportadas” versus los azules monaguillos del
General Onganía en el “Regimiento de Artillería”.
Fue ésta la única aventura bélica real que le tocó vivir
a mi colega y amigo, Pancho Lozada, que lleva para siempre en su cuerpo y en su
alma la impronta de aquel año “completo”.
Un miércoles de franco no para los colimbas y sí para las
colinas. Un año antes de los azules y los colorados…
¿¿¡¡The End…!!??
A.L.