Afrodita y el Gordo
(Arde Troya)
Afrodita,
la diosa del amor y la belleza, se identifica en Roma con la antigua divinidad
Venus.
Platón imaginó que había una Afrodita Urania,
símbolo del amor puro (hija de Urano) y una Afrodita Pandemo, diosa del
amor vulgar (hija de Dione). Era esposa de Hefesto pero estaba enamorada de
Ares. El esposo de la bella diosa atrapó a los amantes en una red mágica, pero
Poseidó (dios del Mar) pidió clemencia y Ares fue liberado.
El Gordo terminó casándose con una
brava provinciana; no podía ser de otra forma. Pocos años antes, una enérgica
riojana –Afrodita-, casi lo “caza”.
Nos conocíamos desde los tiempos de los trompos y las figuritas, fue compañero en la escuela Belgrano y tambien en el secundario del Colegio Nacional de Jujuy. Durante la Universidad nos
separaron solo algunas decenas de
cuadras. Además de los días y
horas de estudio durante la semana, los sábados a la tarde y el domingo, varios jujeños abrevamos la miel del bienestar, despreocupados.
El Gordo empieza, a los tumbos, la carrera de medicina en Córdoba. Vive en una casona rancia alquilada para estudiantes.
En uno de aquellos fines de semana, sin recordar bien el motivo ni las
circunstancias, se les dio –al gordo y su amigo, el Flaco- el milagro casi
divino de visitar a dos hermanas riojanas empadronadas como estudiantes de
derecho aunque, en realidad, no conocían ni dónde quedaba “su” Facultad.
Orientadas al amor fortuito, eran las Afroditas del río Salado; y de “puro amor”, nada de tarifas.
El bueno del Gordo, y el Flaco, apegados a la
lírica del canto y la guitarra, entonan canciones folclóricas al
principio y, ya cerca de la noche, esgrimían las románticas. El bardo y su colaborador,
finalmente, logran el milagro: Afrodita Pandemes, la del amor vulgar y
Afrodita Urania, la del amor puro, descubren al dúo trovador.
Es este el inicio del más terrible drama vivido
por los amigos de la casa de los hombres: la “caza” del Gordo.
Conducidos por el destino y las hormonas, el
par de musiqueros arman unos escasos bártulos de ropa y cambian de domicilio.
Los viernes de amor se truecan en rutina diaria. Como parte del hechizo, las
diosas bailan al son de músicas lujuriosas mientras ellos –bocas abiertas y
desvelados- comprueban, con el correr de los días, cómo las Afroditas van
descartando sus pesadas vestimentas para llegar a la intimidad soñada –vía
streep tee -con el final
predecible, imparable.
La descarriada ronda del dúo termina cuando uno
de ellos advierte el incierto destino del camino elegido y decide rendir su
ímpetu hormonal y regresar a la morada de estudio y trabajo, abandonando a la
riojana deidad del amor mundano. Pero el otro no deja el “nido”, aturdido
por los destellos de su Afrodita Urania.
El Gordo desaparece, como por arte de magia. Su
residencia es ahora la de las diosas, abandona los estudios bajo los
embrujos de su enamorada. Han pasado más de cuatro meses a partir de aquel
viernes de gloria, después de la serenata…
Esta ausencia y el silencio van creando una
profunda inquietud en la casa de los compañeros. Un día, en reunión de consultas, -incluido el Flaco- disparan la máxima alerta y toman una
severa decisión: ¡Hay que recuperar al
Gordo!...
Ahora el cenáculo se decide a encarar la tarea:
Oso asume el mando supremo: es el Jefe; como teniente primero el Flaco y
subteniente el Gallego... Luego de una noche entera de deliberaciones tratan,
primero, de encontrar una razón a la ausencia prolongada del Gordo y concluyen: Primero: tiene que haber sido secuestrado por
Afrodita, la del amor puro, prendada del vate. Segundo, hay que diseñar una
estrategia, previo conocimiento de los movimientos de las diosas. Tercero, debe
ser rescatado, como sea y cueste lo que cueste. Pero… ¿cómo?
La ubicación de la vivienda es conocida: queda al
este de Alto Alberdi. Allí está el claustrillo de las divas. A partir de conciliado el operativo montan una discreta vigilancia, desde la otra cuadra, para detectar los momentos en que se ausentan las chicas.
Con el conocimiento indispensable, decretan el día y la hora del operativo. Al anochecer del viernes de Cuaresma y a la
hora de la novena, por ser devotas, seguramente estarán de rezos
en la Iglesia. Todo guardado bajo juramentado implícito. ¡Cuestión de
vida o muerte!
A la vanguardia en motocicletas, dos montan una de ellas; en la otra va el Jefe. Parten media
hora antes de la hora fijada para el rescate. La marcha es veloz, las manos
crispadas aceleran, nadie habla. Por fin, ya cerca del objetivo, los
confabulados paran los motores y se deslizan en silencio, desmontan de los
vehículos que dejan en la vereda, a pocos metros de la casa. Sigilosamente,
paso a paso, arriban; pero… ¡Oh, sorpresa! ELLAS ESTÁN. El operativo se
desmorona abruptamente, esperan unos minutos para no ser advertidos y parten de
regreso al cuartel.
Nuevo cenáculo. “Hay que estar más seguros del
día de semana y hora en que parten las dos: pontifica el Gallego. Se diseña
un nuevo plan para determinar los días y horas probables del próximo
operativo. Previa observación, in situ, y por algunos días desde un lugar inadvertido. La rutina se cumple con relevos
puntuales y máximo rigor. Finalmente, los complotados pontifican: debe ser el
domingo, cuando las hermanas parten a la misa vespertina.
Todo dispuesto. Parten al vuelo, nuevamente,
los de la “caballería”: dos van en una Zannela Super Sport 125 y el Jefe, en
una DKW 125… El día ayuda, la noche se acerca, casi no hay transeúntes. De vez
en cuando pasa, cansino, algún taxi. Los rescatistas estacionan las motos en una vereda, es el lugar escogido. El Jefe ordena esperar a ambos lados de la puerta
de calle. Toca el timbre, no hay respuesta. Insiste en dos oportunidades más.
-No hay nadie. ¿Al Gordo lo llevaron a misa?
-No, eso sería un sacrilegio. Tiene que estar
adentro -deliberan los conjurados.
-¡Abramos la puerta como sea! -ordena,
concluyente, el Jefe.
Prueban con el picaporte pero nada, no cede.
Por fin deciden un asalto violento. Los tres, como si de una empalizada móvil
se tratara, se acomodan de medio costal y, a dos metros del objetivo, se
disponen para una breve carrera y feroz empellón. Con los puños crispados, el
gesto desafiante, resueltos, cuentan: “A la una, a las dos y a las…” Pero,
entonces, advierten los pasos titubeantes de alguien que se acerca lentamente
del otro lado de la puerta, por el zaguán; luego, el sonido inconfundible
del giro de la llave, el picaporte baja y… ¡Al fin se abre la puerta! Aparece,
como surgido del Purgatorio del Dante, el Gordo. Está sólo en calzoncillos,
arrastra un par de chancletas, los ojos “a media persiana” advierten que
todavía sueña con el Paraíso.
-¿Qué pasa? -vocaliza casi en silencio.
Los “Rangers” quedan paralizados.
-Es él,
el desaparecido -dormido y coleando. ¡Por fin! –piensan, aliviados.
El Oso increpa:
-¿Qué carajo te pasa, Gordo? ¡Hace diez días
que te buscamos!
-No pasa nada –responde, por lo bajo, el
secuestrado.
-¡Ahora te venís con nosotros!
-No… No puedo.
-¿!Cómo que no podés!?
-No, no… He decidido quedarme a vivir aquí
-contesta con un retazo de autoridad.
-¿¡Estás loco!? ¡Te venís ahora!
-No… Si la dejo, arde Troya…
Un silencio atroz se apodera de la escena. El Flaco lo encara:
-¡Boludo! ¡Vestite rápido, no podemos esperar
más!
El Gordo confuso, no sabe si arriar bandera o
permanecer enjaulado. Es un trance vital.
-¡Vamos, Gordo! ¡No hay más tiempo, que la misa
se acaba!
-No… Les dije que no puedo…
Luego de unos instantes, aflora la invención
acordada, una mentira piadosa:
-Gordo, ayer llegó tu viejo y está en la casa;
te está buscando.
-¿¡En serio!?... ¿¡Vino mi viejo!? Bueno...
–contesta al final, entre impresionado y rendido. Regresa al interior de la
prisión. Arma un atado de ropas sin limpieza, agrega el cepillo de dientes, el
peine, la billetera famélica y la infaltable guitarra; se viste inquieto,
siempre en chanclas y sale. Sube en la culata de la DKW y parten a la casa del
Flaco, raudos pero prudentes -no pueden perder la
carga-. Ya solo con el liberado, el Flaco le recrimina:
-Gordo, has venido a estudiar, dejate de joder.
Te quedás unos días aquí y no salís para nada.
-¿Y mi viejo?
-No,
eso es mentira; fue para sacarte de la casa de las minas.
La habitación es grande pero está
compartida y el Gordo molesta; en cambio, el Jefe vive en la parte alta de un
garaje, solo, en un pequeño departamento. Allí sí “entra “y lo mejor de todo:
es un lugar desconocido para las heroínas.
Nuevo operativo traslado, también en móviles;
ahora, a la nueva residencia. Reiterada reunión de mandos y nuevas filípicas:
-Aquí será tu nuevo domicilio, por un tiempo
-le advierten.
-Bueno…
-Gordo, ¡OJO! ¡No te movés de la habitación ni
siquiera para salir al balcón! Al morfi lo traemos nosotros. Si la Clara se
entera, seguro que te convence y caés como higo maduro: sos arrope. –Ordena el Flaco.
-Bueno, está bien; no se hagan más problemas,
les juro que no saco ni la nariz.
Los primeros días fueron tranquilos. Los rescatistas reasumieron la normalidad: sus estudios, la facultad y el Flaco, además, su trabajo como inspector de producción.
Los primeros días fueron tranquilos. Los rescatistas reasumieron la normalidad: sus estudios, la facultad y el Flaco, además, su trabajo como inspector de producción.
Dos semanas después, el Jefe regresa de la
Facultad. Estaciona la motocicleta, sube la escalera, introduce la llave en la
puerta y advierte que no gira. Está abierta. Taquicardia de por medio, ingresa
a la habitación y se encuentra con algo inaudito.
-¡¡¡Gordo!!!
Aparece un espectro del inframundo de la Divina Comedia: desnudo, rengo, quejoso,
con los ojos desdibujados no sólo por el espanto sino también por hematomas en
los párpados que permiten, apenas, una ranura para la visión. En el cuerpo se advierten cuatro trazos rojizos que lo recorren en líneas paralelas y gotitas de sangre en rosario; empiezan en la cara, luego de
un descanso en el cuello reinician el trayecto; ahora, discurren por el tórax,
el abdomen, la espalda y los glúteos. En el suelo, destrozada, la guitarra
muestra una perforación del diámetro de su cabeza. Solo se salvaron los
brazos, aunque en ellos se advierten manchas moradas, impronta de otros tantos
garrotazos. El pelo enmarañado y ensangrentado. Es un cuadro brotado del
Surrealismo.
-¡¿Qué te pasó?!
-Yo sólo estaba en el balcón, tranquilo, y
pasó un auto que se detuvo. ¿Y a que no sabés quién bajó y me saludó y me pidió
que bajara?
-¡¡¡No lo puedo creer, Gordo!!!
-Sí. Era la Clara.