Ganso a la crema.

 


 

Ganso a la crema.

 

Sentados, callados, a la luz de la “Petromax” a kerosene, esperamos la cena. Desde la galería posterior de la antigua casa de campo se advierten pasos cortos: asoman por la puerta, intermitente, unos relámpagos apagadas, ligeros; finalmente hace su aparición el cocinero con una olla enlozada descascarada, la sostiene colgada de la anilla con una de las manos, con la otra porta un farol también a combustible; es el autor de la comida. Sin palabras abre la puerta-mosquitero con la rodilla, ingresa al comedor, deposita al medio de la mesa su hechura y enuncia, magnífico, en su idioma natal: “Cream goose” (ganso a la crema); gira sobre sus pies y se retira. El Dueño de Casa, Don “Pico” Peña -el padre de mi amigo y superior de la finca- reparte las porciones que no tardan en desaparecer con fruición, el reclamo por repetir es general. Resulta aquello una excelencia nunca antes ingerida.

Habiendo arribado de la Ciudad y luego de bajar vituallas en la finca, como de rutina, partimos a “El Carmen”. Allí don “Pico”, en un Hotel frente a la Plaza se ensambla, por algunas horas, con ilustres lugareños para tomar  su aperitivo vespertino: el “Americano Gancia”. Desde allí nos controla sentado desde una mesa arrimada a la ventana, una rutina. Nosotros jugamos en las veredas y en el portal de la Iglesia.

A la puesta del sol arrancamos de regreso con cierto julepe: el progenitor -algo “tomado”- ha perdido el garbo y la velocidad del Dodge es mayor a la esperada.

Transitamos la ruta de regreso a la finca cuando un grupo de gansos abultados está cruzando  el camino de tierra; la velocidad del vehículo  aumenta sensiblemente, con tan mala suerte para las aves que cruzaban campantes con su típica “trova”, que uno de ellos es embestido por el bólido de acero, mientras un desparramo de plumas blancas satura el paisaje, y la balada se trasmuta en graznidos desesperados. Miramos para atrás por la ventanilla y divisamos aleteando  a un desdichado en medio del camino, el resto desaparece  por encanto  en un santiamén entre los yuyos a la vera de la carretera. Detenido el vehículo  en media de la  calzada, la orden del mayor se oye terminante: “¡¡Bajen, YA, y recojan a ese desgraciado!!” (el cuerpo del delito); orden que se cumple raudamente, sin derecho al pataleo. Asistimos con vocación, en el asiento trasero, al desgarbado animal que pronuncia sus últimos reclamos y aleteos: presenciamos en nuestros regazos al primer fallecimiento… (¿“El ganso de la boda”?). De la llegada a destino, con el ave colgando, hasta la cocina del británico no media ni un instante.

Muchas veces pensé como arribó, porque razón y que hacía en aquel remoto lugar de Argentina perdido en el mapamundi, un súbdito del Glorioso Imperio Británico, el más poderoso por aquella época de post guerra. Se lo ve viejo, desgreñado, sin dientes, vestido con bombacha de gaucho, alpargatas y un saco de corte ingles algo escaso; la pronunciación es en un castellano difícil. Con gesto magnifico proclama, en silencio, su profesión: “Cocinero en el Campo”.


Vega, bagualero.

 

Vega, bagualero.

         Corrían apenas mis primeros años (alrededor de los ocho). Todos los fines de semana, durante la época escolar, era invitado a la finca de un amigo: Alejandro; vecino en la cuadra de calle Lavalle al 200 de San Salvador de Jujuy.

En un viejo automóvil Dodge nos conducía el Dr. “Pico” Peña -el padre del camarada- a su posesión en Ávalos en la ruta antes de “El Carmen”. Nos esperaba una vieja casona en los márgenes de una heredad de 300 hectáreas con cultivo de tabaco y también montes. Íbamos Alejandro Ramón y yo ansiosos por llegar para ensillar dos caballos y salir, en libertad, por senderos propios y ajenos. Allí aprendí a cabalgar, galopear, inclusive en medio del monte; las armas que portábamos eran sendos honderos. De esa época guardo, fuertemente, el recuerdo de las personalidades de tres actores en aquella extensión: un nacido en Inglaterra, venido no sé por qué motivo a estas tierras, era el cocinero; otro de los héroes fue un vaquero, orgulloso de su estatus, oficiaba de capataz: don Felipe, con mujer e hijos en una casa de adobes, patio y gallinas sueltas a la entrada de la hacienda. Pero lo  que quedó más fuertemente obligado en los recuerdos de mis albores fue un gaucho joven, de no más de 30 años, delgado, callado, solícito, algo novato en el entorno de entonces y alojado en un rancho precario a una cuadra de la vivienda principal: Vega.

Aquel inolvidable personaje me colmó la atención por entonces, ("Pico" aprontaba el farol "Petromax" a kerosene antes que la oscuridad del crepúsculo invadiera la casona): cuando una voz potente, lejana, colada entre el follaje, invadía el silencio. En esas tinieblas mudas, por largo rato y a pesar de la distancia -desde un banco rustico bajo las estrellas- partían bagualas muy bien afinadas, acompasadas con una “caja”. ¡Las letras brotaban como embrujos! Por entonces solo valoré la entonación y fuerza de su insistencia.

Años después  se fue puliendo en mi conciencia aquel  personaje ermitaño y la fuerza del lamento solitario de su trova. Ya en el Colegio Nacional, leyendo el “Martín Fierro” de José Hernández, pude concebir ese imploro poderoso en medio de la oscuridad y las demandas que, seguramente, formulaban aquellas estrofas quejosas lanzadas al vacío de las noches en su destierro solitario.