Vega, bagualero.

 

Vega, bagualero.

         Corrían apenas mis primeros años (alrededor de los ocho). Todos los fines de semana, durante la época escolar, era invitado a la finca de un amigo: Alejandro; vecino en la cuadra de calle Lavalle al 200 de San Salvador de Jujuy.

En un viejo automóvil Dodge nos conducía el Dr. “Pico” Peña -el padre del camarada- a su posesión en Ávalos en la ruta antes de “El Carmen”. Nos esperaba una vieja casona en los márgenes de una heredad de 300 hectáreas con cultivo de tabaco y también montes. Íbamos Alejandro Ramón y yo ansiosos por llegar para ensillar dos caballos y salir, en libertad, por senderos propios y ajenos. Allí aprendí a cabalgar, galopear, inclusive en medio del monte; las armas que portábamos eran sendos honderos. De esa época guardo, fuertemente, el recuerdo de las personalidades de tres actores en aquella extensión: un nacido en Inglaterra, venido no sé por qué motivo a estas tierras, era el cocinero; otro de los héroes fue un vaquero, orgulloso de su estatus, oficiaba de capataz: don Felipe, con mujer e hijos en una casa de adobes, patio y gallinas sueltas a la entrada de la hacienda. Pero lo  que quedó más fuertemente obligado en los recuerdos de mis albores fue un gaucho joven, de no más de 30 años, delgado, callado, solícito, algo novato en el entorno de entonces y alojado en un rancho precario a una cuadra de la vivienda principal: Vega.

Aquel inolvidable personaje me colmó la atención por entonces, ("Pico" aprontaba el farol "Petromax" a kerosene antes que la oscuridad del crepúsculo invadiera la casona): cuando una voz potente, lejana, colada entre el follaje, invadía el silencio. En esas tinieblas mudas, por largo rato y a pesar de la distancia -desde un banco rustico bajo las estrellas- partían bagualas muy bien afinadas, acompasadas con una “caja”. ¡Las letras brotaban como embrujos! Por entonces solo valoré la entonación y fuerza de su insistencia.

Años después  se fue puliendo en mi conciencia aquel  personaje ermitaño y la fuerza del lamento solitario de su trova. Ya en el Colegio Nacional, leyendo el “Martín Fierro” de José Hernández, pude concebir ese imploro poderoso en medio de la oscuridad y las demandas que, seguramente, formulaban aquellas estrofas quejosas lanzadas al vacío de las noches en su destierro solitario.     


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