Manual del conspirador



Manual del Conspirador

El episodio que nos ocupa -a principios de los 60- es el encuentro iconoclasta de dos líderes en el arte de ascender.

En los países que nos ocupan con culturas semejantes luego de los ibérico: pueblos originarios, colonizadores, colonizados, idioma, religión, mestizaje, aventura emancipadora, desterrados,  inmigrantes, etc. Se nos presentan dos personajes: uno  abogado de profesión y escritor de  vocación; coronel de caballería el otro. Nombrados agregados cultural y militar respectivamente en la misma embajada.

El letrado logra su jerarquía diplomática con la colaboración de la familia política: fue el primer ascenso en su ajetreada vida. Nació, "inicialmente", en un ignoto paraje ferroviario en otra Provincia, lugar de origen que fue trocado por un pueblo hermoso,  portal de las luchas emancipadoras: Yala. Demuestra, desde los primeros pasos, una  extraordinaria destreza en el arte de remontar.

El coronel de marras pasa desapercibido, para la historia que voy a narrar como el máximo conspirador. A partir del frustrado intento de fragote contribuyó eficazmente a destronar, vía golpes militares, a cinco presidentes. En el primer frustrado episodio el de 1951, es juzgado y condenado a cadena perpetua; no obstante, desde esa condición, permanece conspirando. Recupera la libertad -y algunos grados más- en la segunda algarada de 1955, la de septiembre. Partícipe principal de los sucesivos golpes marciales. 

Hay que saber que en las asonadas militares es condición necesaria, para quien pretende la presidencia de la Nacion,  ostentar el máximo grado militar: el de general; necesario para "sujetar" a los de menor jerarquía. En ese "trabajo" anda -después de participar en los golpes a Frondizi y luego a Guido- cuando derrocan al Presidente Arturo Illia, (so pretexto de ser "lento"). Por entonces un general de caballería apodado en la jerga castrense "capicua": Juan Carlos Onganía (sin haber aprobado la Escuela Superior de Guerra) fue "coronado" presidente de facto, quien pasado unos años  pretendió eternizar en la presidencia al estilo de las monarquías: en esa idea hizo aprontar una carroza (utilizada en 1910 por la Infanta Isabel de Borbón) para asistir a la Exposición de la Sociedad Rural de Palermo, equipada con cochero de galera, dos pajes de librea y cuatro caballos ataviados. En tales circunstancia, nuestro por entonces coronel, hizo tronar las ganas de Onganía y hizo traer, para el reemplazo, a un general ignoto, agregado militar en la Embajada Argentina de EE.UU. y coronarlo Presidente. Ahora el novel primer mandatario de facto, sabedor de los andares y aspiraciones de su "padrino", lo traslada, temporalmente, a la embajada donde ejerce el cargo de Agregado Cultural, nuestro abogado y escritor, quien narra la increíble historia que sigue: 

El relato tiene que ver con la curiosa metodología usada por nuestro Coronel para escalar posiciones (que supongo conocer yo solamente). El hombre de letras que me narra, con reserva, esta historia, "en paz descansa"). Y dijo así:

Ocurre en la Embajada, cuando el agregado militar se ausenta a su país natal por algunos días;  Se trata del coronel a un paso del ansiado y necesario ascenso a  General de Brigada.

¿Jácara? (Fábula)

 

En horas del amanecer de un domingo solitario, nuestro novelista, con el  pretexto de ordenar papeles en su despacho, deja su vivienda en Cuauhtemoc y contrata un remis para  llegar a la Embajada Argentina. Navega por su mente el deseo de encontrar algo que ronda en su imaginación florida para enriquecer sus novelas fabulosas: Arriba a destino, paga el viaje y desciende. Parado en la vereda cavila un instante, se aproxima al ingreso principal de la delegación diplomática: llave en mano gira suavemente, abre el portal, lo suficiente,  mete la cabeza para certificar que todo está en calma: el guardián  duerme apoltronado. Entra, cierra con delicadeza la puerta, camina hasta el habitáculo del custodio, cauto investiga: y lo descubre sentado en un sillón de esterillas, ronca mientras abraza, agatas, un FAL con la culata gastada por el desuso crónico. Recorre el hall, luego el pasillo lateral; en tinieblas se dirige, cauteloso, a su escritorio   (deambula un territorio conocido) entra, prende la luz, en el bufete remueve papeles, corre y descorre la silla principal, camina describiendo círculos innecesarios como afirmando su presencia en territorio propio; sale, se dirige hasta el baño donde permanece unos minutos, hace correr el agua del inodoro, acciona la canilla del lavatorio y espera: ¡sin novedad! Deja el sanitario. El silencio es total. Camina en puntillas de pie, esta vez se detiene ante la puerta de la oficina que corresponde al agregado militar: la del coronel ausente; acciona el picaporte con suavidad, la puerta se abre, entra rápido, ubica el pulsador para encender una luz, cierra la entrada, parado al medio del recinto recorre con la vista pausado, meticuloso, el habitáculo; se aproxima a una biblioteca atiborrada de libros muy bien alineados, inclina la cabeza para leer los lomos, descubre uno que le llama la atención, el más consumido, anuncia estrategias, lo abre y hojea buscando no sabe qué, lo cierra y coloca en su lugar. Su mirada sigue indagando aquel mundo militarizado. Se aproxima al escritorio con la mesada vacía, la rodea hasta arribar al sillón, se sienta, continúa observando desde esa posición todo. Finalmente se anima, mira detenidamente tres cajones a cada costado del pupitre; con pudor descorre una de las gavetas, en su interior una cartuchera de pistola, es de cuero crudo y está vacía, al fondo dos cargadores repletos, cierra el compartimiento; abre el segundo y aparecen, deslumbrantes, un conjunto de galardones con cintas de colores, en el tercero se destaca una pila de pliegos oficiales: decretos con abundantes sellos y firmas diversas. Clausura la inspección en la hilera derecha y levanta la mirada, las paredes divulgan fotografías enmarcadas de paradas militares presididas por el militar en una progresión sucesiva de años y  con los respectivos grados, estos anunciados por charreteras con  sus correspondientes estrellas. Gira el asiento, detiene la vista en el pequeño mástil de madera lustrada con pica de metal que sujeta la bandera nacional; al medio de la pared un gran cuadro ecuestre del General San Martín. Detiene el recorrido visual y se relaja en la poltrona pensativo. De pronto sacude su conciencia el lugar y la hora en que se encuentra y decide completar la inspección. Ahora dirige su curiosidad en los cajones de la izquierda: descorre el primero, divisa una cantidad importante de tarjetas personales bien alineadas,  agrupadas por abecedario, lo cierra; desciende al segundo, allí descansa lo inesperado: una pila de papeles manuscritos con tintas de colores. Levanta la primera hoja, está escrita con caligrafía prolija,  sucesivamente se entera de cartas personales, otras referidas a protagonistas del ejército  clasificadas por Unidades con datos militares. Agotados los manuscritos y en lo más profundo de la gaveta revela, azorado, un sobre con un título intrigante que anuncia: "PERSONAL". ¡Por fin algo prometedor! Ante el hallazgo la curiosidad se agudiza, el corazón acelera sus latidos, la frente delata  gotas de transpiración, intuye algo inaudito, toma el sobre, lo examina lentamente por sus dos caras ¡Está abierto! Ingresa ceremonioso extrae dos hojas, las desdobla y extiende sobre el pupitre: son manuscritas en tintas negra, azul y roja. Título: "Coroneles seleccionados para el ascenso". En la primera línea se revela, en letras mayúsculas de imprenta, nombres y apellido, grado y rama, luego de un guion aparece el de una mujer, entre paréntesis la condición que los articulan y al final la unidad del ejército a la que está destinado. Concluye cada línea, encerrados en círculos, un número en progresión, ordenados de arriba abajo. En la siguiente hoja aparecen los números anteriores y a continuación una adjetivación (de una sola palabra o de varias) todas se denotan indignas, degradantes y concluyentes para la conducta castrense; así hasta completar el listado.

 

Por ejemplos:

 

(1):… (2):… (3):… etc.  Con epítetos descalificarte, suficientes para no ser ascendido.

 

Eran aquellas anotaciones los dato "non santos" dedicados a cada uno de los camaradas coroneles aspirantes al generalato próximo, y competidores a la hora de la calificación para la promoción.

 

Con los años, aquella estrategia plasmada en las dos hojas manuscritas y coloridas, coronada con adjetivos definitivamente "indignos" para los estándares marciales, y dedicados a cada posible competidor, resultó plenamente eficaz. El coronel de la embajada logró el ascenso, no solo a  General de Brigada, luego a los de División y Teniente General como Jefe del Ejército; final de su carrera político-militar, plagada de astucias y golpes de estados. Fue, además, el único poseedor del secreto del lugar donde fue enterrada, en su última etapa, Eva Duarte de Perón.  (Embalsamada por el discípulo español del que hizo igual labor con el cuerpo de  Lenin, el Dr. Pedro Ara, quien trabajó entre 1953 y 1955).

Se trató del secreto mejor guardado. Escondida con nombre ficticio en una tumba del cementerio de Milán. Fue la moneda de cambio para sus aspiraciones.

 

Nuestro personaje culminó su "carrera" llegando a ser: 

¡¡Presidente de la República!!


Salmón Rosado






SALMÓN ROSADO

Una tarde calma y ardiente del verano en el pueblo verde de lluvias, estimula a la tertulia. Estamos invitados mi esposa y yo.
El anfitrión: un escritor  famoso –premiado en “La Casa de las Américas” por el mismísimo Comandante Fidel Castro-; por entonces agregado diplomático en un país latinoamericano. (Época, aquella, en  que fue hecho Presidente Argentino Don Arturo Frondizi). Completan el grupo la cónyuge del galardonado y una pareja venida de los Estados Unidos: unión convenida entre un conocido periodista y escritor argentino y una joven bella y frágil norteamericana.  Yo ajeno, por aquellos tiempos, a toda presunción literaria.

         Recorremos, en el Fiat 600, los veinte kilómetros hasta el caserío. Calles de tierra húmeda y veredas enmohecidas; todo enmarcado por cerros encrespados. 
      La casona del convite permanece oculta por antepechos de piedra bola amañadas con calicanto y cubierta de enredaderas. Para ingresar al solar se accede   por un portón con dos hojas de hierros forjados. Luego aparece un parque amplio, en su centro  la casona de barros -tesoro arquitectónico colonial-. En la fachada una puerta de roble con banderola,  a los costados ventanas selladas con rejas. En el vasto jardín  hacen alarde: árboles, plantas exóticas y  manchones florales. Un sendero de lajas arrimadas nos traslada al ingreso.
Hacemos tronar un aldabón de bronce con cabeza de león que sacude una corona de laureles. Pasa un tiempo y se abre la puerta; nos recibe una empleada solícita; viste zapatos con cordones, medias grises, bata azul hasta los tobillos, puños bordados, delantal, guantes  y cofia blancos. 

         -Bunas tardes. –Me animo.
         -¿El señor y la señora…? -Pregunta.
         -Alfredo y mi esposa Silvia. -Respondo. (2)
         -Sí. Por favor adelante. Los esperan. –Concluye.
Al ingresar florece deslumbrante el interior de una extensa habitación atiborrado de vejeces y muebles de estilo. Se disponen, alrededor de una mesa grande, aparador y trinchante,  sillas y sillones chippendales. Encuadran el recinto muros saturados de pinturas telúricas. En la pared izquierda una puerta  deja ver un escritorio con  bibliotecas atosigadas de libros.
Preside el evento un arreglo florar en el centro de la mesada y una araña colonial colgada.
         La dueña de casa nos recibe con una amplia sonrisa… El resto de contertulios, ya presentes, se levantan y saluda. En voz alta, la dueña de casa, presenta: “Alfredo y Silvia amigos jujeños. Nuestros convidados: Ana Maria y su compañero Osvaldo, ellos viven en Estados Unidos. Tomen asiento”. Se desacomodan los dos escritores en un extremo, cerca de la biblioteca; nosotros en el otro vértice.
      Durante las presentaciones advierto que la rubia desconoce, en absoluto, el idioma español. Se trata de una mujer atractiva que  responde solo con gestos de difícil comprensión, su esposo  refriega acento porteño. 
         El anfitrión, es la figura principal, muy reconocido socialmente: Empático, cálido, ostenta un arrollador magnetismo con sus acólitos. Si, conozco su mirada de costado, furtiva, tos en carraspera al momento de alguna pregunta urticante. Con destreza instrumental paseó por  el mundo con la diplomacia y las letras. El casamiento resulto vital para sus aspiraciones.      
 
Finalizada la rutina iniciática, la pareja de invitados intercambian, por algunos instantes, frases en idioma inglés; enseguida el visitante gira en su asiento para enfrentarse al amigo escritor e inician la plática en riguroso castellano.
La dueña, con arrestos cortesanos, vestida de fiesta, entra y sale desde la cocina con platillos de colaciones. Con su intermitente presencia rompe, por momentos,  el diálogo intelectual. La  mesada se va colmando de manjares. Copas de cristal para champaña y    Whisky...
       El  diálogo va in crescendo entre los eruditos, se barajan nombres y citas bibliográfica de libros, pasando por anécdotas, condimentadas con citas textuales y recitadas con fidelidad; poco a poco se va plasmando un contrapunto. Pasados los minutos, las horas, aquello resulta  un duelo, un ejercicio de arrogancia intelectual, una carrera de quien conoce más. Se juega el deseo de mostrar erudición, de someter al otro. Agotada la posibilidad de seguir con atención la disputa, se amontonan y confunden en mis oídos nombres y circunstancias. Con esfuerzo capto algunas referencias como la de Flannery O`Connor criando sus pavos reales  y su cuento corto “La buena gente del campo”.  Con libro en mano, el dueño, lee párrafos de “Diario Argentino”, del  escritor polaco Witold Gombrowicz -venido a estas tierras huyendo de la segunda guerra mundial- es el que dijo: “Maten a Borjes”.(1) (7) Retruca el visitante con más referencias y convocatorias memorizadas. También ingresan al ambiente los latinoamericanos.    Aparecen y desaparecen escritores famosos, nobeles, y otros no tanto; también, citas, anécdotas y hasta encuentros personales.
Los únicos actores de aquel "espectáculo" resultan los prosistas. Un duelo interminable. Una pelotera por imponer sabidurías. El resto de parroquianos ausentes, invisibles, empalagados.
Estoica la dueña de casa no descansa, va y vuelve reponiendo platillos, un repertorio inagotable; por momentos se sienta y escucha fragmentos del dialogo. 
        Transito una eternidad y navego sin rumbo.  
La norteamericana -ausente del idioma hispano- repasa con la vista los detalles del mobiliario y las antigüedades, permanece callada, inanimada, ausente. Pasan las horas. La noche se anuncia apagando la lumbre de las ventanas y se inflama la araña colonial.
Pasò mucho tiempo desde el brindis inicial con champaña al momento del whisky. Mientras continúa la pugna, la invitada neoyorquina toma por su cuenta el botellón escocés que vierte en su vaso, sin demoras lo ingiere y  repite la rutina. Los hablantes siguen ensimismados en su combate, ausentes del resto. La norteamericana, sin expresión, se va perdiendo en un infinito inexorable. Finalmente desagota, sin pudor, el contenido de la botella; anoto desde mi posición su rictus triunfal, pero no me animo a intervenir, ni a "despertar" a los locuaces ante una realidad  totalmente ajena al combate; ni siquiera insinúo lo que acontece. ¡Una misión imposible!
En acto final de paquetería la anfitriona, ausente de lo que le sucede a la extranjera, reaparece con un envase metálico abierto conteniendo fetas de salmón rosado venida de Suecia, una exquisitez pocas veces vista, de costo exorbitante por aquellos años; depositado en el centro, entre las escudillas, resulta un final de "nivel". La ignota invitada baja la vista y la fija en la novedad del pez nórdico rebanado; ignorada, deja pasar algunos minutos, finalmente acerca decidida su diestra al pez de la lata y toma con delicadeza, entre pulgar e índice, una delgada feta que, siguiéndola con su mirada, la hace recorrer un lento  ascenso hasta donde el brazo se lo permite; ya en estricta verticalidad, con la cara vuelta hacia arriba y la boca abierta, libera la presa para que en caída libre acierte exactamente embocada; la situación se repite feta a feta hasta vaciar el contenido. Los protagonistas de la contienda siguen en su lucha sin cuartel con citas y nombres ajenos a la nueva situación, la dueña de casa también en su afán de ir y volver con sorpresas comestibles.
La extranjera escucha un duelo indescifrable. Ignorada,  permanece “sin entender ni jota”. Liberada, en un acto concluyente ante el abuso, eleva rumbosamente uno a uno sus miembros inferiores y deposita los pies, ahora desnudos, sobre la mesada entre bombones y cristalería con los consiguiente destrozos y batahola. ¡Por fin la realidad despierta y aterriza en la casona! Todos miramos azorados el espectáculo feroz y justiciero. “Un batuque”. La mujer es ahora la protagonista. Aflora su dignidad sepultada, su incomunicación absurda y el olvido aterrador en una circunstancia desopilante. Ya no valen citas, autores, anécdotas. ¡La gran estrella es ella!
¡Se desmorona la torre de Babel!
El paisaje de la noche y sus sombras se manifiesta con precisión puntual.


-Alfredo, por favor, ayúdame, no se puede parar. –Me implora el dueño de casa.
-Sí. Claro…
Entre los dos la elevamos y depositamos en el asiento trasero del automóvil... Arranca e inicia la marcha. ¡Se van perdiendo en la distancia y en la noche las carcajadas triunfales de  Ana Marìa!

Un gran reloj de pared marca la hora en que  despiertan los murciélagos. 

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(1) - Pasadas varias décadas de aquel combate, pude encontrar -luego de una ardua búsqueda-, al citado autor polaco en su “Diario Argentino” y su anti poesía donde apunta: “No hay cosa más instructiva que la experiencia y por eso empecé a realizar algunas muy curiosas: leía cualquier poema alterando intencionalmente su orden de tal suerte que se convertía en un absurdo y ninguno de mis oyentes -finos y cultos, por cierto y fervientes admiradores de aquel poeta- advertían la treta; o, analizando en forma detallada el texto de un poema más extenso, comprobaba con asombro que los “admiradores” ni siquiera lo habían leído completo. ¿Cómo puede ser esto entonces? ¿Admirarlo tanto y no leerlo? ¿Gozar tanto de la “precisión matemática” de las palabras y no percibir una fundamental alteración en el orden de la expresión? Pero lo que pasa es que todo este cúmulo de ficticios goces, admiraciones y deleites están basados sobre un convenio de mutua discreción…”.