Historia
de un Camarote
FF.CC. Belgrano
FF.CC. Belgrano
Muy temprano, como todos los días en el
cuartel, la formación en la Plaza de Armas.
Luego de izar la Bandera, el parte
diario. Es el Jefe quien lo lee; enseguida, una pausa… Ahora con tono marcial,
ordena: “¡Soldado Linares Alfredo, un paso al frente!”. Al escuchar mi apellido, emerjo
-precipitado- de la modorra. El corazón comienza a desbocarse. Pasan por mi
mente, en tropel, variadas conjeturas: “¿Qué pasa? ¿Alguna cagada me mandé?
¡Alguien me entregó! Desde hace un tiempo no recuerdo ningún
problema ni reclamos”. (No era yo, de los soldados incorporados al servicio
militar obligatorio, el mejor ejemplo). “¡Ordene, mi Teniente Coronel!”, atino a
cumplir. Doy un paso y hago el sempiterno saludo, el Jefe se acerca y hace lo
mismo. Ahora, a escasa distancia y frente a la máxima autoridad, me parece
eterna la espera de una segura admonición. Pero… ¡oh!, ¡sorpresa!, me extiende
su diestra, cuestión que replico y siento un fuerte apretón de manos. Ahora
pronuncia en tono castrense: “¡Soldado, en consideración a su ejemplar
comportamiento en la vía pública resulta, sí, un modelo para sus compañeros!
Reciba, en consecuencia, nuestra felicitación; además, le entregará a su padre
la presente nota”. Finalizada la arenga, sigo sin entender nada. “¡Me está
felicitando! ¿Por qué? ¿Ejemplo de qué soy? ¿Será un error…?”. “¡A su puesto!
¡Marrr!”, remata el Supremo. Doy un paso hacia atrás. “¡Rompan filas!”,
concluye.
Agazapado, leo con dificultad la nota;
estoy rodeado por los ciento cincuenta compañeros de la Primera Compañía que me
indagan –curiosos- con Ruiz a la cabeza…
Los conscriptos con domicilio en zonas
alejadas de Córdoba, y para visitar a las familias en días francos, disponemos
de pases para viajar en la segunda clase de trenes con asientos de
rigurosa pinotea. Desde Jujuy a Córdoba, en el Ferrocarril “General Belgrano”,
hay un trayecto de 800 km. hacia el sur. Recorrido que se cumple en veinte horas, con
muy buena suerte.
Dormitaba yo, sentado en la banca de
listones de pino norteamericano, con una toalla como acolchado y la ventana
abierta para mitigar el calor extremo. Los ventiladores de techo giraban a
desgano, sin compromiso. El aire penetra a cuarenta grados de temperatura
cargado de un fino polvillo de tierra revuelta provocado por el paso del tren;
es una nube interminable que se infiltra en todo.
La formación avanza, presidida por la
máquina a fuel oíl que despide humo ennegrecido y rechifla con ritmo perpetuo;
continúan dos o tres vagones de carga; luego vamos nosotros, en los de segunda
clase; más atrás, los de primera con asientos acolchados en cuero marrón; sigue
el comedor-cocina y, finalmente, los camarotes.
No recuerdo la hora exacta de la siesta
pero sí el paisaje desprovisto y las estaciones desconsoladas. En aquellas
paradas esperan, en tropel, los vendedores de comida que ofrecen -desde el
andén, recorriendo las ventanillas y apurados por el exiguo tiempo para
la venta- escuálidos pollos asados acompañados de papas hervidas o
humitas en chala o tamales u otros comestibles de hechura incierta. Detrás de
los gastronómicos, deambulan vendedores de pequeñísimas crías de
tortugas; cierran la muchedumbre vociferante un conjunto de perros famélicos
que esperan los restos despreciados. (Este servicio extra era parte importante de
la economía de algunos caseríos en cuyas miserables estaciones se detenían,
durante algunos minutos, los trenes de pasajeros).
Cabeceaba yo en el asiento de madera
cuando siento, en el hombro, un golpeteo súbito que me despierta
totalmente. Alzo la mirada y está allí, parado, el soldado Guillermo Ruiz, mi compañero
tucumano y vecino en el limbo del tercer piso de cuchetas en la “Escuela de
Tropas Aerotransportadas”. Imperioso,
ordena:
-¡Urgente, Linares, vamos al otro vagón!
¡Hay una chica que está por parir y no hay quién la ayude!
-Pero yo no sé nada de eso.
-¿No? Vos estudias Medicina, tenés que
venir.
-¡Ruiz, yo solo estoy en segundo año!
-Te digo que no hay nadie que ayude.
¡Tenés que venir! ¡Sí o sí!
Ante semejante realidad, no queda otra
alternativa que ayudar a la parturienta. Pero… ¿Cómo hacerlo?
-Bueno, vamos.
Salimos
disparados de mi coche. Mi compañero va abriendo paso, a zancadas, entre
pasajeros, bultos y valijas; pasamos al final del siguiente vagón donde está el
baño de la segunda clase. En el diminuto habitáculo, en posición de cuclillas y
apoyada en una esquina contra las paredes tan sucias como el piso, está una
jovencita gemebunda. Allí se ve el orificio del inodoro abierto al exterior y
los raudos trazos de ripio que, entre las vías, se dibujan disparados por la
velocidad. Asciende desde la abertura un chorro de aire cálido saturado de
polvo y olores añejos. La chiquilla del rincón tiene las piernas
separadas y ya se ven cabellos negros mojados, asomando por la vagina. La cosa
es inminente y muy comprometida: si aquello progresa, asistiríamos a la
“desgracia” del niño y su madre. Ahora son tres los camaradas de la colimba que
me acompañan. Decreto: “Ruiz, álcenla entre dos y vamos hasta los camarotes”.
Marcho abriendo paso por los vagones de primera clase, y por el comedor hasta
arribar al primer coche de camarotes. Detrás de mí avanza “la ambulancia” de a
pie. Los pasajeros miran, azorados, la peregrinación ejecutiva.
Abro la puerta de ingreso al vagón
“importante” y encuentro al guarda con su uniforme gris y su gorra con visera, parado frente a su
camarote. Ante la repentina aparición de los soldados, queda petrificado,
desorbitado.
-Permiso –le digo, resuelto a ingresar a
su habitación.
-No, aquí no pueden entrar
-responde.
Uno de los compañeros abre, decidido, la
puerta e ingresan, “los camilleros”, con la futura madre a la que recuestan,
sin protocolos, en la cama de cuero verde. Quedamos, la joven y yo, solos en el
recinto. “¿Y ahora? ¿Qué hago?”, pienso, sentado al lado de la paciente.
Espero… De pronto, como venida del cielo, acude en mi auxilio la diosa Natura:
sale, disparado como tromba y resbalándose sobre el acolchado, un niño
moreno, perfecto, al que atino a sostener entre las piernas de la madre;
primero emite un gemido débil, luego una respiración entrecortada y,
finalmente, el llanto pleno… Aquello fue sublime. Un bálsamo infinito me
asiste. ¡Quiero gritar!...
La madre pregunta:
-¿Está bien?
-Sí.
-¿Es varón?
- Sí, un varón.
-¿Estamos en Córdoba?
-No, todavía no, seguimos en Santiago del
Estero.
Se relaja la novel mamá y el indocto
“partero”, también.
Surge, impensada, la primer complicación:
el recién nacido está conectado a la joven por un grueso cordón. Ahora
brota, como por encanto, el recuerdo de mi padre -médico obstetra- y sus anécdotas
en la sobremesa diaria en la casa de San Salvador de Jujuy. Abro la puerta de
la “Sala de Partos” y ordeno a los compañeros que están de guardia:
“¡Consigan piola y tijera! ¡Urgente!”. Y parten, casi a la carrera, en
busca de los elementos.
En menos que canta un gallo tengo en mis
manos un piolín y una tijera de costura.
-¿Salió todo bien? -Me interroga Ruiz.
- Sí, todo va bien.
-El guarda quiere entrar.
-No, que no entre –y la orden se cumple.
Con el “instrumental” en las manos, me
decido: hago un lazo y anudo el cordón próximo al niño, con la tijera corto el
remanente; en ese momento fluye un chorro de sangre rutilante del otro
extremo, el de la madre. De nuevo el recuerdo de mi progenitor con su delantal
blanco. Hago un nuevo nudo, ahora del lado que sangra y espero. Falta que salga
la otra parte, la que queda por un tiempo dentro del útero. Luego de algunos
minutos, el episodio final: la placenta es arrojada con la misma rapidez con
que lo fuera el niño.
¡Alivio total! Al “infante” lo
sostienen los brazos de la “princesa”, y el “partero” acompaña. Reina una
profunda paz…
Final feliz.
Ahora puedo observar todo en armonía.
El niño solloza, reclama su lugar en el
mundo y el refugio de su progenitora. La niña, de maternidad precoz, apenas
lleva quince años caminando en la pobreza: su tez es morena y la mirada tierna
parte de grandes ojos negros; lleva puesto un vestido sencillo, con flores.
Callada, apacible, acaricia su milagro. Viajan solos, apenas con la compañía de
cuatro conscriptos, uno a su lado y los otros afuera, custodiando. Recorro con
la mirada el camarote de maderas lustradas, el acolchado verde, el ventilador
negro que gira con monotonía. Descubro el lavatorio de acero ya desplegado,
aprieto el pedal para que salga agua, mojo una toalla, limpio con suavidad la
cara del niño y el cuerpo de la madre. El traqueteo del tren pone un ritmo casi
musical; es un escenario impar, sublime, vital…; flota en el aire un
clima de paz y armonía. Pienso en la naturaleza, la alborada de la vida y
sus enigmas.
El guarda, impedido de ingresar al lugar
de los acontecimientos, ahora deviene en héroe y protagonista.
Responde, en el pasillo, a la curiosidad de los que se acercan y preguntan por
el prodigio. En la primera estación, una de aquellas sin parada para trenes de
pasajeros -en el desierto-, hace detener al tren para comunicar, por telégrafo,
la novedad a la terminal de Córdoba y solicita que espere una ambulancia. Sube,
baja, conversa, gesticula como un general después de la victoria…
El resto del viaje se hace corto; vamos
la madre, el pequeño y yo, juntos, y los asistentes de afuera,
comulgando. Es una doble concepción trinitaria: tres protagonistas y tres
ayudantes.
En Córdoba espera una dotación de médico
y enfermeros. Quise acompañar:
-¿Puedo ir con ustedes?
-¿Es familiar?
Pretendí mentir, pero rápidamente fui descubierto por mi uniforme. Quedé mirando cómo se alejaba la ambulancia…
Ya en el cuartel participo de la rutina
diaria. No pasó por mi mente narrar lo acontecido en el tren; no era
mérito propio lo ocurrido en aquella peripecia. No fui yo sino la Diosa
Naturaleza la comprometida con el triunfo.
Pasaron más de dos meses cuando, un día
de febrero, el Jefe me apretó la mano, arengó sin que yo entendiera nada
y me dio la carta para mi padre.