¡Fuga de Hungría!
Introducción.
En el café.
Desde hace algunos años, los martes y
viernes a las once de la mañana tres amigos meten baza en un café de la ciudad
de Salta, (1) que con la de Jujuy (2), son capitales de dos
provincias, principales actoras de la hazaña libertadora a principios del siglo
XIX: Audaces y aguerridos gauchos “montoneros” -con su Jefe el Gral.
Miguel Martín de Güemes- los que derrotaron al ejército real español que venía
de guerras napoleónicas y sus innegables destrezas.
__________
Uno de los asiduos al Café vivió, con
su familia, una “hazaña” excesiva; la que fue narrando en sucesivos encuentros.
Se trata de Américo Flandorffer. Nació en Szombathely, región de Vas, Reino de
Hungría. El “magyar” llegó a estas tierras a los 7 años de edad, en 1951. Ahora
luce delgado, de cabellos y barba blanca; jubilado como profesor en
la carrera de ingeniería.
Los contertulios almacenan historias.
Una de ellas es la que anunciamos:
Café del viernes.
-Américo. Nunca nos narraste los
sucesos que viviste durante la Segunda Guerra Mundial y el posterior
ingreso obligado de tu país a formar parte de la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas. (5)
-¿Cómo es que finalizaste
en Argentina? –Reclama Carlos.
Américo (Imre en húngaro),
levanta la cabeza y mira a su alrededor en suspenso, cavila con la mirada
perdida ante una pregunta inesperada de compleja respuesta. Muy despacio y
grave, emprende el extenso relato:
-Nací en 1943, durante la Segunda
Guerra Mundial y mi evocación no responde a ese episodio; solo puedo recordar
imágenes fotográficas de entonces, los de mis primeros años en Hungría. De
otros acontecimientos me entero a medida que voy creciendo y al escuchar
a dos hermanos mayores; además abrí bien los ojos durante charlas de mi padre
con sus amigos. Él guarda muchos otros acontecimientos que nosotros le vamos
reclamando; episodios desconocidos, contados ahora con detalles. Sus
relatos despiertan en nosotros un interés creciente por la inusual riqueza de
lo sucedido y por haber sido el principal protagonista.
-Bueno… Primero, contarnos lo que
escuchaste de la Guerra. –Se interesa Alfredo.
-Antes quiero comentarles que
Argentina tienen una raíz húngara.
-¡¿Cómo?! ¡¿Por qué?!
-Ya afincados en Salta, llega mi
padre a la hora del almuerzo, en su mano sostiene un billete de cien pesos, los
de aquella época y comenta: “Aquí, en la bandera que aparece con
motivo de la fundación de Buenos Aires,(6) hay un escudo de Hungría;
además está Juan de Gray (7) presidiendo la ceremonia.
El apellido Garay es húngaro (como lo son los nombres Américo y
América) el colonizador tiene que haber tenido ascendencia húngara.
-Ni noticias de lo que nos cuentas.
-Eso lo descubre mi padre al ver el
billete. -Silencio…
-Entonces somos hermanos de sangre.
-Risas…
I
Niñez
Café del martes.
-¿Hoy que nos cuentas? –Genera el
relato Alfredo.
-Bueno… Voy a comenzar con imágenes
que tengo algo difusas de aquel tiempo, acumuladas en alguna guarida
de los recuerdos.
-¿Por ejemplo? -Interviene Carlos.
-Recuerdo a mi abuelo Ignác: Él es
flaco, alto y fornido, tiene cabello blanco, camina con bastón, lentamente, con
distinción, alcurnia. Yo tengo, para esa época, cuatro o cinco años.
-¡Tan chico! ¿Recuerdas que hacías?
–Tercia Alfredo.
-Sí. Mi primer recuerdo es cuando el
abuelo me lleva caminando, tomado de su mano, al fondo donde están los
establos de la caballeriza. En ese lugar veo a uno de los caballos sujetado con
un bozal, las patas delanteras levantadas y apoyadas en una pared de
madera, de esa forma se evita que patee. Con el tiempo me entero por qué
esa posición del animal: de esa forma los peones pueden lavar el
miembro viril del padrillo; después le acercan una yegua para “servirla”.
-Que interesante. ¿Vivían los
abuelos con ustedes?
-Sí, ellos habitaban en la misma
casona, la de nuestros antepasados un establecimiento
agropecuario con ganadería, típica fracción
de “puszta” (2) -en Gyertyànos- (1) similar a las de
la pampa Argentina, con abundantes pasturas naturales y de extensión importante
en esa región y para la época.
Una de esas mañanas mi abuela Rea no
aparece, lo que llama mucho la atención (ella organiza el desayuno para
todos y nuestra compañía al iniciar el día). “¿Que pasa que no
está?”, preguntamos a nuestra madre, y contesta: “Como siempre, anoche luego de
la cena, en el dormitorio los abuelos conversan un rato, hablan de los
acontecimientos políticos y sociales del día. El abuelo Ignác entra
al baño, sale y se sienta en la cama, después va la abuela, al regresar lo
encuentra acostado, se dispone hacer lo mismo cuando escucha un sonido grave de
garganta, luego silencio absoluto, extrañada le pregunta:
“¿Qué te pasa cariño? ¿Te duele algo?”; pero no responde, el silencio
dura, se tranquiliza pensando que está dormido; deja pasar un rato, por fin
vuelve a interrogar y no contesta, esto le provoca alarma, se levanta, da
vuelta a la cama y se acerca, le acaricia la frente, está inmóvil,
tampoco siente la respiración, toma un hombro y lo mueve suavemente, no hay
respuesta: ¡Está muerto!... Se sienta a su lado, apoya la cabeza entre las
manos. Llora, reza. Silencio... Fue una muerte repentina, sin
sufrimiento”. Ese día permanecimos con nuestra madre en el comedor
callado, triste… Vivimos, por primera vez la muerte: ¿Qué significa
y el hecho de ir al cielo? invaden mis pensamientos. Estoy enredado…
-Fue muy duro para todos.
-Sí. Impensado. Al otro día nos
ausentamos a Csepreg, (4) el pueblo más cercano, asistimos a la misa
de difunto y luego al cementerio –o
- Comenta Américo y queda reflexivo por un
instante…
-¿Cómo es la casa donde naciste?
–Pregunta Alfredo rompiendo el silencio.
-Nuestra vivienda es importante, una
casona de campo tipo estancia, construida y ubicada al centro de la finca. Con
cría de caballos de raza al estilo “semi
estabulación”, también cultivos de forraje, cereales, hortalizas, frutales
y vacas lecheras. Mi padre, orgulloso de sus logros, siempre comenta entre sus
amigos: “En Hungría hay animales vacunos de muy buen rendimiento,
hasta proveen 40 litros de leche diarios”.
-¿Te acuerdas con más detalles de esa
casa? –Interviene Carlos.
-Algo… Tengo fotografías de
Gyertyános que las conservo hoy en forma digital. Como dije, se trata de una
casa grande de campo que viene de mis ancestros: la familia Flandorffer
Bezerédi, posiblemente del siglo XIX. Fue construida en el centro de la
propiedad y en la parte más alta del terreno, una verdadera atalaya desde donde
se controlan las tareas del campo. Más allá, a la distancia, al final de la
extensa pradera de pastizales y cultivos, se divisan dos poblaciones: Csepreg y
Bük (5). De lo que tengo memoria es la edificación: ambientes extensos, se
ingresa por un gran portal de madera maciza con tallas, después de un descanso
la segunda puerta con cristales biselados desde donde se accede, primero, a la
sala de recepción: en la pared de la derecha, una estufa a leña de mármol y
piedras con una reja metálica al frente, en el muro de la izquierda, en medio
de retratos familiares, se destaca una cabeza de ciervo con gran cornamenta; el
mobiliario responde al estilo Luis XV, atrás una doble puerta vidriada con
cortina es el ingreso al comedor principal que tiene una mesa magna, sillas,
aparador, trinchante y vitrina de igual estilo; en las paredes cuadros de
autores destacados. Remata la residencia en la parte posterior, atreves de otra
doble puerta y cortinas, una galería con cinco arcos donde se hallan dos juegos
de sillones y macetas con plantas florales. A los costados derecho e izquierdo
del edificio central se alzan viviendas de tres dormitorios, baños, cocinas,
comedores y una amplia despensa, desde allí se desciende al subsuelo que oficia
de bodega con un amplio espacio donde se añejan vinos, también almacena
alimentos perecederos; estos recintos -propios de las viejas casonas europeas-
conservan temperaturas constantes tanto en invierno como en verano.
-¿Esa casa existe todavía?
-Sí, la vi cuando fui a Hungría hacen
algunos años. Uno de mis hermanos está actualmente haciendo una reclamación al
Gobierno de Hungría con la esperanza de poder recuperarla. Actualmente funciona
un establecimiento geriátrico: “Residencia Ignác Flandorffer”: el nombre de mi
tatarabuelo -igual al de su padre- en homenaje por su actuación como Intendente
en Sopron (3): Es él quien iluminó la ciudad por primera vez con faroles a gas,
(como lo hizo Frederick Windsor) (4) con el gas que proviene de
la descomposición del estiércol y otras materias orgánicas, esta entre
muchas otras primicias de progreso para la vida de la Ciudad. Como distinción póstuma
también se erige un monumento a su memoria en una de las plazas.
-¿Tienen posibilidad, entonces, de
recuperar la casona?
-No se… Tengo mis dudas... Se
necesita bastante dinero, un buen estudio de abogados y dedicación que yo no
dispongo. Quizás Géza, mi hermano menor, ahora logre su objetivo frente a las
autoridades del actual Gobierno Magiar… Bueno, sigo: La casa es grande, una
verdadera mansión -queda en el campo como ocurre en las estancias
argentinas- con un extenso patio donde pasean gansos, pavos, gallina y perros
“fox terrier” (preciados en la familia). Una de las tareas que recuerdo:
empleadas emborrachando gansos al proporcionarles migas de pan
empapadas en alcohol, los dejan caminar hasta perder el equilibrio y caer, en
estas condiciones los llevaban a un galpón cerrado de techo bajo; sentadas las
“desplumadoras” alrededor de una gran mesada, los sostienen ya dormidos panza
arriba, en esa posición apartan las plumas más grandes del pecho, debajo asoman
unas muy pequeñas y suaves que arrancan con cuidado y depositan en una bolsa
colgada de la cintura (no sacrifican al animal). Finalmente los restituyen al
corral para que se rediman. Pasado un año, o más, son sometidas a otra
“cosecha”. Las operarias visten a la antigua: cofias blancas,
camisolines ceñidos en las muñecas y de colores vivos (para no confundir con el
blanco del plumajes), medias gruesas y calzados del mismo color. La
recolección tiene como destino el relleno para ropas de invierno
y los acolchados clásicos llamados “duvet”. Esta es una de las tareas
típicas de la región y de exportación, aún hoy en día. Al lado del patio
una huerta sembrada con diversas variedades: páprika, espárragos, coles
y demás verduras trabajadas por peones en labranzas de
vegetales. El costado frutal: ciruelos, damascos, perales, entre otros.
Sobre el camino de acceso a la propiedad una arboleda de castaños en fila
demarcando una avenida. Atrás de la casa principal, retiradas cien metros, al
costado de los establos y graneros, viviendas para los empleados.
Otro de mis fugaces recuerdos es una
mujer que sale de una de las viviendas: sujeta la cabeza de un gallo del
cogote, aletea desesperado, luego, como si fuese un aspa, revolea el cuerpo del
animal y finalmente lo arroja al suelo con la cabeza torcida; en sus
últimos estertores da saltos acrobáticos. Advertida la niñera del sacrificio
animal que presencio boquiabierto, me retira para evitar el
traumático final del ave.
Los dormitorios para los menores son:
uno grande con dos camas y ropero, el otro cama cucheta, y zapatero;
una puerta permite el ingresar al baño de uso común. Ambas habitaciones están
separadas por un marco de madera gruesa desde donde cuelga una hamaca. Un día
subo la escalerilla de la cama cucheta con la tabla del columpio en la mano, al
llegar arriba la suelto, en caída libre golpea en el rostro de mi hermano menor
Géza; ¡gran escándalo! La cara ensangrentada, llora a gritos, llama la
curiosidad de niñera, mucama y cocinera, que aparecen en un soplo; las tres
llevan al herido hasta el baño, lavan y tapan la herida con gasas para frenar
la “vertiente” roja... Consecuencia: penitencia en el rincón, mirando a la
pared hasta la hora de comer ¡una eternidad! Expío la peripecia con sollozos
durante un rato. No viene a comer, lo trasladan a la sala de primeros auxilios
de Csepreg, a diez kilómetros de distancia. Allí descubren que tiene rotos los
huesos propios de la nariz, lo curan, esperan hasta que pare la hemorragia; el
desplazamiento óseo no es rectificado… El estigma: “nariz ladeada” perdura sin
corrección hasta nuestros días: una impronta legendaria de aquellos tiempos de
infancia.
_____
El café sirvió, durante muchos meses,
de cenáculo obligado donde el amigo magyar, ahora argentino-naturalizado,
desgranó esta historia inédita de sufrimientos, muertes, desesperanzas,
esperas, conquistas y alegrías. Consecuencias impiadosas de una
cruel e insólita Segunda Guerra Mundial que dejó millones de muertos; el botín
de guerra fue el reparto de Europa entre los vencedores: a Hungría, luego de la
impuesta alianza con el nazismo, ya quebrantada; termina integrada a la URSS.
Luego sobrevino la diáspora de parte importante de su población.
______
II
Reclutado
“Forestal”
Café del martes.
Américo continúa su relato: “Lo que
escuché de la actividad de mi progenitor durante la Segunda Guerra Mundial
-cuando se inicia la conflagración- es que fue convocado y admitido
como voluntario en el Ejército Húngaro. Él tiene un gran respeto por su país de
fuerte tradición guerrera, modo heredado de sus ancestros (“La raza Magyar”)...
¿Acaso una personalidad Quijotesca?
___________
Pasados muchos años de la Guerra, ya
en el destino elegido: Argentina, mi padre, Béla Andor Flandorffer, es
contratado, con el Ing. Ervin Ijász, en la Provincia de Jujuy, para forestar la
gran extensión de tierra que tiene Fabricaciones Militares en la margen
izquierda del Río Grande, desde la mina 9 de Octubre hasta Alto la Viña y con
la finalidad de producir carbón vegetal para alimentar los Altos Hornos de
Zapla, productores de aceros especiales (“Forestal”, privatizada en su
totalidad a precio de ocasión, deforestada y transformada en loteo infinito).
Por sus conocimientos en zootecnia desarrolla una granja para
proveer alimentos al Regimiento 2 de Infantería de Montaña” y para la propia
planta de Fabricaciones Militares; allí pudo desarrollar una importante
producción vegetal de hortalizas, frutas, granos, pasturas y alfalfa para
vacunos, ovejas, caballos, mulas, cerdos, aves para carne, huevos y un
matadero; también monta una gran incubadora ubicada en el segundo piso de un
edificio para tal fin y dos centenares de colmenas para producir miel”.
III
La Guerra
¿Cómo continuó lo de Hungría?
Interviene Carlos.
“De acuerdo. Les cuento: Varias noches
luego de la cena, ante insistentes requerimientos nuestros, papá comenzó el
relato de las tribulaciones sufridas en su tierra natal durante y después de la
Guerra: El asesinato de su esposa, la compleja fuga con los hijos
desde Hungría hasta el arribo a la Argentina.
Esta historia comienza en 1941 con la
alineación de nuestro país al EJE (Alemania, Italia, Japón). No obstante, en
1944, Adolf Hitler invade Hungría e impone la sumisión absoluta al régimen Nazi
y exige participación más rotunda en el frente ruso. Una ofensiva de
dominación: El presidente húngaro Miklos Horthy –presionado por el mismísimo
Führer- debió acompañarlo en tamaña acción demencial.
Flandorffer es alistado para la
tropa magiar como oficial en la “División de Caballería”. A pesar de
la actividad castrense frecuenta, esporádicamente, Gyertyános donde residimos
su familia. Pocos recuerdos me quedan de la época militar de Béla
Andor Flandorffer de Kömál, casado con Marignon Thewrewk Ponori, mi
madre. Se graduó de ingeniero (1) y trabajó en la extensa
propiedad (2) de los herederos de la familia más importantes del
Imperio Austrohúngaro: los Príncipes y Condes Eszterházy. Su trabajo, como
zootécnico, gira en torno a la ganadería, esencialmente equina y vacuna. Es
entonces cuando recibe una citación del Ministerio de Guerra del gobierno para
que se presente ante la autoridad militar destinado a integrar un cuerpo de
caballería: “Los Húsares”. Por su incuestionable pericia hípica queda al mando
de un batallón de jinetes de la vanguardia en el este (3).
Durante el conflicto armado, Hungría
es vital protagonista en el frente oriental; consignada para contener al
adversario ruso que presiona desde el este, durante esa fase libran múltiples
escaramuzas: “Al divisar algún grupo enemigo iniciamos las hostilidades
consiguiendo, muchas veces, el repliegue de avanzadas enemigas”. Comentó Andor.
Esta vanguardia se destaca, por su coraje, en múltiples ocasiones. En el último
encuentro que participa, recibe un disparo en el hombro izquierdo,
cae de su monta en el fango mientras el animal, asustado, se aleja.
Después de un tiempo de espera, herido y dolorido, es rescatado, A consecuencia
del episodio y la incapacidad para continuar en el frente, es dado de baja.
Pasados algunos meses de convalecencia en el Hospital y próximo el final de la
conflagración lo esperan: padres, esposa, hijos y tíos. Soy yo el tercero de la
prole. De aquel final de guerra, como es lógico, guardo pocos recuerdos.
Mi padre retoma su profesión en el
país después de la derrota en 1945 y durante la llegada de los aliados hasta la
definitiva ocupación rusas: lo hace durante un año y medio. Dedica su tiempo a
recomponer, revalorizar y actualizar lo desatendido por inacción durante su
ausencia.
El 1º de febrero de 1946 se
abolió la monarquía y se proclama la “Segunda República Húngara”; inicialmente
administrada por un gobierno aliado, luego pasó a integrar la Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS); gobernada por el dictador Iósif
Stalin.
III
Huida
(Café del viernes).
Carlos y Alfredo esperan, ávidos, el
relato de Américo y la huida de Hungría que protagonizan los hermanos con su
padre a la cabeza.
-Hoy me comuniqué con mi hermana,
ella no vive en Salta y como es de esperar le hice un sinfín de preguntas de
aquellos sucesos vividos en Europa–. Inicia la narración Américo.
-Qué bueno. ¿Qué contó?
-Me hizo recordar episodios olvidados
que les voy a relatar más adelante, ahora es mejor seguir con el hilo de lo
conversado el martes.
-Bueno. Quedaste con lo que pasó
después de la guerra.
-Finalizada la Segunda Guerra Mundial
mí progenitor se encuentra en una encrucijada: combatió en el
ejército aliado de Hitler enfrentando al de Rusia; ahora es, precisamente ese
país, triunfador, quien invade Hungría y se hace cargo del gobierno. Una de las
primeras medidas de los jefes soviéticos es el “botín de guerra”: Entre muchas,
la valiosa propiedad de los Eszterházy, donde trabaja mi padre, una de las
primeras en ser expropiada, en consecuencia queda sin trabajo. Estos
acontecimientos le provocan un gran daño y preocupación.
Debe regresar a Gyertyános dejando atrás lo emprendido en esas tierras.
Fue testigo presencial del descomunal asalto y saqueo a la valiosa finca de los
Príncipes.
Retorna a su casa con la idea de
desarrollar la profesión junto a su padre. Pero ante el feroz y arrollador plan
soviético de expropiaciones -anticipándose a lo por venir- decide vender parte
de la tropa y reduce el plantel de pedigrí. Logra con esta venta ahorrar
algunos dineros…
Siberia
La segunda disposición de las nuevas
autoridades gravita en individualizar a los ex oficiales del ejército húngaro
(los que combatieron del lado de Alemania Nazi) para ser juzgado, eventualmente
penados con reclusión en Siberia y seguramente la muerte. Ante este riesgo, Andor
trata de no ser detectado, va cambiando de lugares donde permanecer
oculto; además gestiona reuniones secretas con ex compañeros que cargan igual
amenaza poniéndolos en alerta juntos con otros miembros de la resistencia y
poder trazar un plan ante los inminentes acontecimientos; cuestión que los
agrupa durante varias noches para planificar la fuga. Pasado unos
meses, el ejército inicia en forma desembozada la búsqueda y captura
de ex oficiales. Estos acontecimientos lo obligan a ser mucho más cauteloso:
Pide a su esposa Marignon que bajo ninguna circunstancia revele el lugar donde
está escondido y que oculte los ahorros. Intuye que está siendo
buscado -percibe personas que siguen sus pasos-. No
obstante, un batallón de soldados rusos, a finales del invierno de 1947,
sorprende al ingeniero Flandorffer donde se encuentra furtivo. Apresado con
violencia, lo trasladan a un cuartel. Él y sus compañeros son inculpados
sumarísimamente en una parodia militar y condenados al destierro. Son
trasladados a una cárcel, permanecen en celdas estrechas a pan y agua, sin
abrigos; la policía espera completar suficiente cantidad de prisioneros para
colmar los vagones destinados a las Estepas Siberianas: el más cruel de los
destinos. Llegado el día, son agrupados de a dos y unidos con esposas: la
muñeca izquierda de uno a la derecha del compañero. En esas condiciones son
trasladados a la Estación del Ferrocarril donde esperan subir a un tren de
cargas con portones abiertos. Alineados en el andén van trepando para su destino
final: ¿Siberia y la muerte?…
El Tren
De algún modo la suerte los favorece:
al grupo confabulado les corresponde el penúltimo coche, anterior al de cola
donde van solo guardias, esto facilita sus planes de fuga; están custodiados
por un soldado armado en cada extremo del vagón.
En voz baja los conjurados transmiten
los pasos a seguir de acuerdo a lo planeado. Parten de Budapest con destino
este, hacia el oriente. Durante la marcha del tren y de acuerdo con lo
calculado, uno de los apresados en forma sigilosa les repasa nuevamente lo
acordado: Primero: el tren se detiene para abastecerse en la estación de
Mezözombora, antes de Görögszállás (Estación de estilo griego, aún
en territorio húngaro) cerca de la frontera con Ucrania. Segundo: El
señuelo es el balneario de Tiszafüred (1), la última parada. Tercero:
A cinco kilómetros un viaducto (2). Cuarto: Pocos minutos
después se divisa un puente bajo, el nivel del agua con respecto al viaducto es
de tres metros: es allí donde deben arrojarse apareados y nadar de prisa
coordinando las brazadas y el pataleo hasta la costa próxima al bosque donde
ocultarse. Deben resolver los pasos previos al lanzamiento: Primero:
Neutralizar a los dos guardias. Segundo: Desenganchar el vagón del resto
de la formación, accionar el freno manual y que se detenga en la zona elegido.
El tiempo para la operación lo calcula minuciosamente el ingeniero Flandorffer.
Otro de los reclusos, conocedor cabal del trayecto del ferrocarril, es quien va
chequeando la zona y lugar preciso para iniciar lo planificado. Para distraer
la atención de los guardias provocan, con gritos y movimientos, un simulado
disturbio en la mitad del vagón; ante semejante situación los escoltas dejan
sus puestos para poner orden, momento en que los reclusos asignados aprovechan
para reducirlos: son atados y amordazados; otros dos liberan y frenan el vagón
del resto de la formación que se va distanciando mientras el coche desprendido
se detiene en mitad del puente. Todo salió de acuerdo a lo calculado.
Finalmente los cautivos se arrojan al río emparejados, siempre unidos por las
muñecas. Los guardias del coche de cola, que permanece enganchado al final de
la formación; usando las banderitas señaladoras y con disparos al aire,
advierten de lo sucedido al resto de la formación que se detiene a cincuenta
metros, bajan a la carrera soldados armados hasta llegar al puente,
desde allí abren fuego sobre los últimos fugados que con extrema dificultad
nadan tratando de llegar a la orilla; algunos son alcanzados por los disparos y
malheridos o muertos, arrastran a su compañero de infortunio al fondo del
río... Otros, entre los cuales está mi padre, logran arribar a tierra firme y
se dirigen al bosque; (la arboleda está formada por hayas, robles, tilos,
coníferas, pinos, entre otras). Todavía en la playa, antes de la
frondosidad, mientras corrían angustiados, los disparos de los militares pican
cerca en la arena de la playa.
El Bosque.
La fuga en el bosque, ese primer día,
es en desorden, se van desmembrando del grupo y eligen sendas
diferentes; quedan solos y emparejados. Ese día de invierno impiadoso, ateridos
de frío, mojados, cansados y unidos por grilletes, comienzan una larga caminata
por el tupido bosque húngaro; buscan refugio en medio de rocas y barrancos.
Finalmente, al anochecer, caen agotados al pie de algún árbol, duermen hasta el
amanecer. Reanudan la marcha, con la orientación del sol. Lo primero es buscar
quien pudiera ayudarlos para romper la atadura de acero que los une
irremediablemente. Recorren el bosque impiadoso, apremiados por el hambre y la
sed. Existen abundantes animales (liebres, zorros, ciervos y
jabalíes) pero no disponen de forma alguna para atraparlos. Un arroyo les calma
la sed; algún fruto y hojas ofician de alimentos y les proporciona energía para
reanudar una marcha extremadamente dificultosa, en terrenos irregulares, por
ratos fangosos, nevados, con colinas escabrosas. Están en el norte
del país, siempre orientados por el astro rey: marchan hacia el poniente, su
única referencia. Así van pasando los días, hambreados y sedientos. Además del
cansancio, un persistente malestar e insidioso dolor de estómago los acompaña.
Son jornadas motivadas por el imperio esperanzado de la libertad y el ardiente
deseo del reencuentro con la familia. Van solos, los otros
compañeros desaparecen en rumbos múltiples. La unión forzada por los grilletes
y la necesidad, en medio de lo desconocido, de compartir y acordar
absolutamente todo: decidir el rumbo, escoger senderos, que comer,
donde encontrar agua, detenerse para orinar o defecar, cuando parar, cuando
descansar, etc., va dibujando una progresiva falta de
empatía y un secreto resentimiento en pos de las propias necesidades. Se
instala un gradual mutismo compatible con la adversidad; van creando,
soterradamente, una hostilidad creciente hasta llegar en ocasiones a la
violencia verbal y en oportunidades física, sin llegar a mayores ante la cruda
realidad que los une necesariamente.
La fortuna arriba al quinto día: oyen
los leñazos característicos del hacha sobre la madera. Guiados por el sonido
caminan sigilosos, anhelantes en el cerrado follaje; a lo lejos de la maraña de
árboles y pastos llegan a divisar un robusto trabajador acompañado
por un niño: es el de los golpes. Se miran y hablando por lo bajo
convienen en no ser descubiertos, tienen que adivinar, en aquel tiempo de
contendientes, si es amigo o enemigo, permanecen en silencio sin saber que
hacer hasta que oyen al niño preguntarle al mayor, seguramente su padre, a qué
hora regresan a su casa, pronunciado en bello húngaro; pero hace falta algo
más; por fin Andor se decide y grita “¡Viva Hungría!” , un silencio profundo
invade el claro del bosque, el hombre y el niño giran para ver de dónde parte
esa vos turbadora….¡Ya están jugados!: dan unos pasos adelante y se exhiben, la
escena es dantesca, el lugareños y el menor queda petrificado; por fin el mayor
contesta escasamente: “Viva”. Lágrimas dan vida a los rostros y una amplia
sonrisa -por vez primera- los invade. Luego de unos instantes de silencio,
separados por escasos metros, el leñador no sale de su asombro la
sorpresa fue mayúscula: aparecen ante sus ojos dos zaparrastrosos unidos
por las muñecas. Al final reacciona:
-¡¡Eh…!! ¡¿Que pasa aquí?! ¡Quienes
son!- les grita a los aparecidos.
-Somos oficiales del ejército
húngaro. Nos apresaron y logramos escapa Hacen varios días que andamos por
el bosque buscando ayuda, así es como nos ve… ¡Por favor ayúdenos, buen hombre!
Silencio…
-¿Qué necesitan? -Se apiada el
hachero.
-¿Usted puede separarnos rompiendo las
esposas que nos une?. -Otro largo silencio. Finalmente levanta la vista y
contesta:
-Bueno, pero que nadie lo sepa.
–Gira, mira a su hijo y le dice-: ¡Ni a tu madre! ¿Entiendes?
–Si papá.
.
¡Sin cadenas!
-¡Por fin!... -A coro proclaman los
fugados.
Aquel momento les pareció sublime.
único en sus vidas. El leñador señala un tronco, se acercan y
colocan la cadena sobre el rollizo, uno a cada lado, miran anhelantes
al “salvador” que esta con la herramienta sostenida en alto lista
para descargar su furia:
-Cuando quiera señor. ¡¡Pegue con
fuerza!! -Luego de algunos impactos, el hacha fragmenta la
desafortunada cadena, con filosa puntería destruye, también, las cerraduras de
las abrazaderas; las que los mantuvo juntos durante un tiempo infinito que
debieron marchar vinculados por el imperio de la fuerza (se cree, unos 100
kilómetros caminados). Las muñecas heridas por el metal son lavadas
con aguardiente y cubiertas con un pañuelo desgarrado en mitades. Les ofrecen
un botellón de agua y rodajas de pan negro con panceta; beben y devoran todo en
un santiamén. Se sienten agotados por el trajín, pero la sensación de libertad
los invade, se nota en los rostros la emoción. ¡Los ojos se iluminan!
Pasan minutos infinitos...
-Gracias, buen hombre. ¡Por fin
estamos libres!
-¿¿¡¡Qué ha ocurrido: están muy
sucios, rotosos, además esposados saliendo del monte!!??… –Ambos, de
a turnos, narran, con alguna reserva, los avatares sufridos…
-¿Nos puede indicar que senderos
conviene seguir para aproximarnos a un caserío cerca de la frontera
con Austria?
-Si… Claro… -Y los orienta para
alcanzar diferentes poblados próximos. Flandorffer elige uno
de ellos. Se sientan en un tronco, con las miradas perdidas esperan algo;
pasados unos minutos se incorpora uno luego el otro, quedan inmovilizados
frente a frente, se perciben desconocidos, un soterrado aborrecimiento los
separa. En silencio uno de ellos estira la diestra, el otro responde, un
apretón. Giran y van hacia el benefactor al que abrazan con fibra. Fugazmente
los prófugos se miran nuevamente y emprenden callados senderos distintos. Mi
padre inicia un atajo hacia el pueblo elegido, su ex compañero desaparece en lo
intrincado del bosque. ¡Nunca más lo vio ni trató de comunicarse! ¡Debe olvidar
aquel infierno obstinado…!
La solitaria caminata se hizo eterna,
“acompañan” con dolor la lesión en
el hombro -la del proyectil al final de la guerra- las heridas
dejadas por el roce de la grilleta en la muñeca y en los pies por el calzado
destrozado. La marcha es dificultosa. Son muchos días, siempre evitando ser
descubierto y en búsqueda de un rumbo cierto, también de alimentos y
agua. En algunas oportunidades, durante el trayecto, encuentra personas
compadecidas que le proporcionan comida y un rincón para dormir en la noche.
Ya orientado y ante la posibilidad
que faltara mucho por recorrer, piensa en conseguir una cabalgadura. Con esa
idea trepa una colina, oteando minucioso divisa, a lo lejos, caballos en un
corral, están en el rumbo elegido. Precipita la marcha
hasta los establos; se aproxima a la cabaña, hace sonar las manos
hasta que sale una persona de mediana edad:
-¿Es usted el dueño de los caballos?
-Sí, yo soy. –Contesta asombrado ante
la presencia de una persona extraña, zaparrastrosa, barbuda, mugrienta, pero
que deja adivinar un aire gentil.
-Muchas gracias por atenderme. Debo
explicarle quien soy y que estoy viviendo. –Le narra, puntual, su
estatus anterior, su familia y lo acontecido a partir de la huida del tren a
Siberia con los avatares en el bosque. Ocurre un silencio que lo siente eterno…
Al final se anima:
-Necesito que usted me haga un enorme
favor: vi que tiene en el corral caballos, necesito que me preste uno para
poder llegar a la villa próxima de Jàszberèny (3). ¡No me quedan fuerzas
para caminar!... Tenga usted la seguridad del compromiso de dejarlo amarrado en
el lugar del pueblo que me indique. (3) Es mi primer destino. -El
propietario, callado medita el pedido, mientras recorre con la vista al
andrajoso “aparecido”. Mira para atrás como buscando alguien que lo ayude en la
decisión perentoria; finalmente con voz segura dice: -¡Bueno! Le facilito
alguna ropa limpia, y tire esos zapatos descuartizados, además va llevar una
caramañola con agua y algo de comida. -Ahora está turbado, incrédulo,
petrificado ante el milagro; por fin el dueño hace realidad el socorro.
Profundamente agradecido, se despide. Monta a caballo. Ahora se siente
auténtico, "en su tinta". Desde allí la marcha se hizo fácil, fueron
varios kilómetros evitando siempre ser localizado, debió sortear diferentes
escenarios. Ya en el pueblo deja el caballo asegurado en el lugar convenido,
Busca un teléfono y logra comunicarse con su madre que, aturdida por lo
inesperado, contesta lloriqueando. Cuenta brevemente los últimos
acontecimientos, e informa el lugar donde se encuentra (falta
mucho). Se despide. Más animado dirige sus pasos a la ruta, camina
por la banquina, hace señas a los carreros para que lo acerquen a Budapest…
En el trayecto la preocupación es elegir
un lugar donde la policía y el ejército no logren individualizarlo, debe pasar
inadvertido. Cavila cómo y dónde conseguir un trabajo para mantener
la familia.
Con la Madre.
Ya de noche entra, subrepticio, a la
ciudad de Budapest. Se dirige a la casa de la madre, Bezerèdi. La situación
anímica lo supera, luego de tantas y tan variadas circunstancias con estrés,
prevención, agotamiento, mandan los pasos; lo anima una profunda
esperanza de recobrar su familia y la paz. El reencuentro con su progenitora es
profundamente emotivo, Andor está delgado, pálido, sucio, con barba tupida y
ojos llorosos por la turbación de aquel momento dilatadamente anhelado. Un
interminable abrazo sella el encuentro; pasan al comedor, se sientan, allí
cuenta con detalles los avatares vividos desde aquel día
que decretaron su destino y la segura muerte en Siberia…
-Por favor mamá, necesito llamarla a
Marignon.
-Sí Hijo, pasa al teléfono. –Y se
comunica un extenso y profundo tiempo con la esposa, relatando lo que la
emoción se lo permite.
La madre le prepara el baño y la
cama…
Las circunstancias anímicas, a pesar
de sus experiencias recientes, no le permitieron tomar los recaudos necesarios
para evitar que por esa comunicación imprudente, logren ubicarlo.
Desafortunadamente es un aviso que lo delató al espionaje ruso, quienes ahora
tienen conocimiento que su esposa sabe dónde está “el fugado”. Permanece
unas jornadas en el hogar materno. Un día a la mañana, se apersona una comisión
de las milicias de ocupación: preguntan por el ingeniero Béla Andor
Flandorffer, ante la negativa de Mária, ingresan al interior de la casa con
gritos y golpes, rompiendo todo lo que a su paso encuentran. Demandan la
presencia de mi padre. Al final lo descubren en un improvisado escondite (la
despensa). Es apresado y nuevamente encarcelado.
(Aquel día en el café fue rotundo por
lo dramático).
La Muerte.
Café del martes.
(El motivo de lo que sigue tiene que
ver con lo que el amigo protagonista pudo recabar de sus hermanos y el terror
que le tocó presenciar).
-¿Qué te recuerda tu hermana?
-Interroga Carlos.
-Kinga cuenta que es operada de
amigdalitis sin sufrir dolor por la anestesia; premiada, días después, con un
helado de crema (manjar que pocos podían acceder dentro de tantas privaciones).
Un tiempo después, también yo padecí lo de mi hermana: fui llevado al hospital
y me operaron. El recuerdo del obsequio helado me animó a que me las
extirparan. Para entonces yo tenía cinco años. Era el otoño de 1948. Luego de
la extirpación estoy dos o tres días internado con dolor, nunca me calmaron,
solo me dan té frío; en la sala, también destemplada, tirito; el premio de
crema nunca llego. Pasados unos días, me dan el alta y retorno a mi
casa. Un día concurrimos al Hospital para control; cuando
me retiro con mi progenitora del Hospital de Szombathely, en la escalera de
acceso aguardan dos soldados que interrogan a mi madre con la intención de que
revele el paradero de su esposo; cuestión que negó en forma rotunda
reiteradamente. El tono de los soldados se hace más rudo hasta los gritos, uno
de ellos me aparta; inmovilizan a mi madre apostándose adelante y atrás, este
último, fusil en mano, ante la posición firme de Marignon levanta la carabina y
con la culata descarga en su espalda, con fuerza descomunal,
reiterados golpes que le provocan caída rodando por la escalera, los
uniformados bajan a los saltos para continuar con tremendo castigo. A mí me
retiran afligidas dos enfermeras que están unos escalones más
arribas. Soy recogido del nosocomio por János, el mozo de mano de Gyertyános.
Me conduce a la estación de Szombathey; en tren vamos hasta Bük, luego en
jardinera (kocsi) a la finca (8 km). Ya en casa con mis hermanos, les cuento la
brutal golpiza propinada a nuestra madre que termina internada en el mismo
Hospital. (János les confirma con más detalles el relato). Al encontrarme con
mi hermana Kinga en la habitación de los niños -sin conciencia plena de la
magnitud de lo ocurrido- condeno el no haber recibido el esperado premio: “No
seas inhumano, pensando en helados mientras Mamá está enferma, internada”, fue
la respuesta. Me pidió que le cuente, nuevamente con detalles, como fue la
golpiza que le propinaron los soldados: “Solo vi los golpes y su caída rodando
por la escalera”.
-¿Y qué paso después? -Interroga
Alfredo.
-En aquella época está ocupada
Hungría por el ejército ruso. Lo que ocurre después de la guerra es tremendo,
en los hospitales falta de todo, la comida es exigua: un plato de sopa y té sin
pan; escasos elementos para curación e insuficiente personal médico y de
enfermería; la higiene muy mala.
Marignon operada por “hemoneumotorax”,
es decir un derrame de sangre dentro del tórax: la perforación del pulmón por
costillas fracturadas. Vamos a visitarla en tres o cuatro ocasiones, en una de
ella permanece en una silla sentada, apoyando su pecho en el respaldo, con las
manos sostiene la cabeza; la enfermera levanta el camisón para mostrarnos
la herida operatoria: vemos en la espalda una larga sutura en forma de L. Esta
imagen aún perdura, penosamente, en mi memoria. Pasan algunos días, la última
vez que la visito está pálida, con respiración jadeante, muy delgada y febril;
no puede moverse, su estado es muy grave.
Mi padre, encarcelado, se anoticia de
lo ocurrido y solicita comunicarse con parientes. Procura hacer una colecta y
así poder negociar su liberación con el jefe de la cárcel. Gracias
al soborno que es provisto por su madre y los tíos Tomy y
Aurel, logra obtener una relativa libertad; con la estricta
prohibición de salir del país debiendo, además, trabajar sin remuneración para
el Estado.
No recuerdo porque me encuentro,
solamente, en compañía de la niñera cuando recibe un mensaje para mí
y que lee: "Tu madre la llevan a enterrar, deben ir a la Estación
Ferroviaria, allí se detiene la formación proveniente de
Szombathel con destino a Paloznak (1) conduciendo el féretro;
van acompañando: tu papá, tus hermanos y el resto de la familia”. La noticia me
produce una honda pena con una sensación extraña de vacío en el pecho. La
niñera francesa, muy afectada por la noticia, me pone las mejores ropas.
“Tenemos que ir a Bük”, me dice. Salimos de prisa en la jardinera. Cuando
llegamos a la Estación está el tren aún estacionado, recorremos el andén en
busca del vagón con la familia, sin lograrlo. La formación inicia la marcha,
finalmente descubrimos a mi padre haciendo señas para que lo buscáramos,
infructuosas al fin por que la velocidad hace imposible trepar; quedo mirando
cómo se alejan, lloriqueando.
Mi madre muere: mal alimentada,
anémica, febril, septicémica, el día 29 de julio de 1949; a los 33 años de
edad.
En la jornada siguiente regresan mis
hermanos, me cuentran el episodio de la inhumación: es un acto breve, pero
profundo, con mucha tristeza, también reparan mi ausencia. Mi madre
es inhumada en la parcela familiar, la de los Tewrewk Ponori.
La Tumba de mi Madre.
(Pasado muchos años pude visitar la
tumba de mi madre, me conmovió profundamente.
Habían flores naturales. Tuve una serena sensación de paz).
“¡La próxima vez que nos encontremos
contaré la parte atractiva de la casa materna y de lo que hacíamos!”
V
Casa Materna
Paloznaki. (1) Próxima a
esa comarca está la casa quinta con bodega, que perteneció a mis abuelos
maternos; está rodeada por viñedos y en la falda de una colina desde donde se
divisa el espejo de agua del lago Balaton (2). La vivienda
tiene un importante comedor cocina, varios dormitorios y baño. Una escalera
caracol accede a un altillo con dos dormitorios y baño; las cabreadas
de madera forman un techo a dos aguas. Atrás de la residencia, en una casilla
menuda, se encuentra el trapiche, allí se arrojan desde canastos de mimbre los
racimos de uvas recién cosechados. Una persona hace girar el molino triturando
la vid, por la parte inferior cae el jugo de uva hacia una canaleta para
terminar en los tanques de fermentación, estos se encuentran en un sótano, son
barriles de 300 y 500 litros. “Hechos con roble francés”, lo solía explicar tío
Aurel. Adelante de la casa galería con sillones y macetas con plantas
ornamentales que se prolongaba en terraza ocupando el lateral
del edificio. A los costados, aprovechando el desnivel del terreno, se disponen
las uvas maduras para que con el sol y la brisa se transformen en
dulces pasas.
En el verano de 1948, antes de la
muerte de mi madre, vamos a Paloznak. Pasamos allí una divertida
vacación- La propiedad venía de mis ancestros y se consagraba a producir
excelentes vinos artesanales. Desde aquella ubicación se divisa, hacia el sur y
próximo a dicha casa, el lago Balaton (2) –principal de Hungría-. Un
atractivo lugar de pesca, náutica y turismo, donde navegan embarcaciones a
vela, otras de pescadores. En una ocasión vamos en excursión de pesca con los
mayores; los más chicos solo miramos, la diversión es jugar con los peces
atrapados aún coleteando. Regresamos con varias presas, que terminan en manos
duchas de las cocineras. En el comedor espero ansioso lo obtenido en el lago,
flota en el aire el olor a fritura proveniente de la cocina, a tal punto mi
ansiedad que cuando tengo a la vista la fuente, tomo uno y con ansiedad lo meto
a la boca; grave es la consecuencia: siento dolor punzante intenso, una espina
se instala en la garganta. El tratamiento se prolonga un rato: consiste en
ingerir trozos de migas, una tras otras, con la esperanza de desalojar la
intrusa, lo que acontece al fin. La sensación desagradable dura por un tiempo…
Por las tardes mirando hacia el norte, en la colina, jóvenes
remontan barriletes tratando de ganar altura. Otra de las diversiones es correr
alrededor de la casona esquivando abejas provenientes del secadero de pasas; al
finalizar la “maratón” vamos por el jugo de uvas de la canaleta
que bebemos juntando las manos formando un cuenco, sin licencia del
dueño. Al atardecer, en los mismos viñedos, el juego es a
las escondidas, de paso comemos uvas desde los racimos que cuelgan
tentadores, también sin permiso.
Penoso el día que arriba la jardinera
para el regreso a casa. Dejamos una vacación inolvidable.
En las Pascuas, con
mamá, después del fatigoso viacrucis girando alrededor de la iglesia
y la obligada misa del domingo de gloria, nos apura llegar a casa y adivinar
las guaridas por donde “pasa el conejo” cargando golosinas y deja
los pintorescos huevos de resurrección (costumbre muy europea).
-¿No preparan golosinas de chocolate?
–Interrumpe Carlos
-En aquella época no me acuerdo del
chocolate, solo los “szalon cukor” un tipo de caramelo blando hechos con sabor
a frutas y mazapanes envueltos en papel
celofán.
(1) vientos del
noroeste. El lago Balaton es el tesoro natural más famoso de Europa Central.
Ref. Interne.
VI
Nuevo destino
Andor enfrenta, una realidad
dificultosa: asumir con entereza el duelo por la triste pérdida de la
esposa, velar por sus hijos de 4, 5, 7 y 9 años y no ser atrapado.
Por otro lado, se entera que el Gobierno va a desalojar la propiedad
de sus ancestros y residencia de siempre: Gyertyános. Con esta espinosa
situación debe, nuevamente, buscar casa y trabajo.
Sàrvar
Una mañana mi padre me despierta y ordena
que desayune pronto. Como todas las mañanas comemos pan untado con
grasa de cerdo coronado con una rodaja de cebolla y acompañando una taza de
leche o cuajada natural. Resuelve llevarme con él. Ya en el establo montamos un
caballo alazán manialbo llamado "Feneke", partimos al galope a campo
traviesa, hasta la estación del Ferrocarril de Bük a siete
kilómetros, allí dejamos la monta al resguardo de un amigo. Esperamos el
arribo del tren y subimos, en un corto tiempo de viaje llegamos a la ciudad
costera de Sárvar1. En la misma estación averigua el lugar de la cría de
equinos. Resultó ser que, en una estancia de la zona y por su autoridad en el
tema, fue convocado para seleccionar los mejores potros. Tomamos una lancha en
el río Rába (2) y navegamos hasta el atracadero próximo en la otra
margen, a unas pocas cuadras. Ya en el embarcadero y con el propósito de
acortar camino vamos por un callejón irregular, con desechos de la guerra, uno
de ellos es de mayor altura, lo escalamos con dificultad, allí escucho de mi
padre una sola palabra: “¡Perdón!”. Esto me llama la atención y giro la cabeza
para ver el recorrido caminado, ante mi asombro veo un brazo y mano de color
cetrino inmóvil que surgía de los escombros. En silencio continuamos la marcha,
ahora apresurada. La figura del brazo muerto con su mano abierta me persigue,
pasados los años vuelve a aparecer en algunas ocasiones y la imaginación vuela:
¿Cómo paso aquello? ¡Son las guerras! ¿Estratagemas que azotan al mundo desde
lo inmemorial? La avidez y la crueldad se dan la mano, no hubo ni hay mínimos,
cuántos jóvenes como el del brazo, símbolo de la ferocidad, mataron a otros
jóvenes soldados, mujeres, hombres, niños. ¡Ahora más sofisticada, la muerte
viene de los cielos: la deciden artefactos supersónicos dirigidos desde muy
lejos; sentados, cómodos, frente a los ordenadores decretan, es el final.
Otros, los “ideólogos” obscenos, pergeñan!
Ya en el lugar de destino nos esperan
señores con vestidura típica de los ganaderos, al estilo húsar (3).
Aprontan los caballos para que desfilen ante el versado que elige un par de
ellos, los mejores, los revisa minuciosamente, anota las
características de cada uno y firma una certificación experta.
Concluida la tarea recibe honorarios y nos invitan a comer gulyás4. Al
despedirnos ruego no pasar por la calles de los despojos. El regreso a casa es
en un silencio perturbador.
Kecskemèt
Pasados unos días Andor logra, en el extremo sudeste de
Hungría, muy distante de la casa natal, en la ciudad de
Kecskemèt, (5) ser nombrado administrador en un establecimiento
destinado a la cría de caballos de ley, -como siempre tratando de pasar
inadvertido ante los funcionarios policiales-. Prepara el traslado al nuevo
destino; lleva una valija y unos bultos pequeños. Vamos con él tres
hijos menores. El mayor Péter queda con la abuela para continuar su escolaridad
en Csepreg. Partimos a la estación en la jardinera. Ya en el tren, cuando
inicia la marcha, mi padre nos advierte: “En la estación de Budapest subirá una
mujer que en adelante cuidará de ustedes, es una institutriz, a la que deben
respetar y obedecer”. Efectivamente ya en la estación de la capital se
incorpora Giszella. Pasó medio día hasta que llegamos al destino. Nos toca una
vivienda pequeña con dos dormitorios un baño y cocina comedor, teníamos la
sensación de estar “muy encogidos” en comparación con la casa
familiar de Gyertyános; está ubicada al frente de la plazoleta, la
preside un monumento encarnando a la empresa: es un equino de bronce que
nos sirvió para animar los días cabalgándolo. Lo más significativo
del pueblo es un gran hospital; en el otro extremo la escuela, allí nos conduce
la niñera: a mi hermana que asiste a primer grado y yo de acompañante. En el
trayecto está el cine con vistosa cartelera que representa un condenado a
muerte: la guillotina acaba de cortarle la cabeza que sangra en el suelo,
los ojos abiertos me miran. Es este otro de los “cuadros”
imborrables que me persiguen invariables: ¡Publicidad sádica, enorme!
Es en la plazoleta del potrillo de
bronce encontramos a chicos que hablan en otro idioma, inentendible.
Nuestro padre cuenta que eran gitanos y su habla viene de muy lejos:
se llama idioma “Romaní”. En una oportunidad los acompañamos al lugar de su
residencia y descubrimos, con asombro, que no era una casa convencional, sino
una cueva natural, aquello nos produjo temor, nunca nos animamos a entrar
quedándonos a distancia prudente de aquella, para nosotros, extraña comunidad
zíngara y su peculiar “vivienda”. La estadía en el nuevo destino es de algunos
meses. Por las tardes nos traslada el zulqui conducido por Lászlo; en destino
un perro bautizado “Bugyi” anuncia la llegada. En ocasiones vamos, mi hermana
Kinga, yo y Gizella, la institutriz, a la casa de Ilona, fabricante
de ropas; modista que nos toma medidas: desde una gran cortina aparece y
desaparece con telas en la mano; en la primera visita soy evaluado con una
cinta métrica parado en un banco. En otras visitas van apareciendo, siempre
acarreados -del otro lado del mágico telón- géneros marcados con trazos de tiza
que son probados en nuestros cuerpos y sujetos con alfileres. De esta forma y
en sucesivas visitas van naciendo: camisas, pantalones, polleras,
tapados; algunas de telas gordas, otras más delgadas. El regreso,
también mágico, ocurre al atardecer cuando las luces del pueblo se encienden,
es el retorno a la casa que nos proporciona calor, seguridad. El
jamelgo de bronce nos espera al día siguiente, por las tardes, para ser
montado.
Györ
Un día llaman a mi padre para evaluar campos
de remolachas (6) cerca de Györ (7); (allí se ubica la industrial del
azúcar, debe caminar por senderos para reconocer plantas defectuosas). En
esta ocasión nos lleva para que conozcamos las instalaciones de la fábrica
con sus máquinas, al final vemos como caen, separadas desde una
tolva, dos fracciones de azúcar: una de cubos a una caja y otra
quebrados que van a un depósito para ser reprocesados, de allí nos
permiten alzar algunos, Kinga elige los mayores mientras yo un puñado de los
más pequeños que introduzco en el bolsillo. Regresamos satisfechos por la
generosidad de los anfitriones; una “fiesta” por años.
VII
La Fuga
-Ola Américo. Ola Alfredo. –Saluda
Carlos y arrima una silla-. ¿Ya pidieron café?
-Sí.
-Hoy les voy a contar como debimos
esfumarnos de Hungría:
“Aquel día otoñal a fines de noviembre en 1949 al atardecer,
montado yo en el mítico rocín metálico brillante, sorpresivamente aparece
un jinete que llega al galope, se detiene en forma brusca al frente de casa y
desciende, apresurado ingresa por la puerta principal en busca de Andor, forma
parte del grupo de resistencia encubierta que procura fugarse
ante la asechanza contra oficiales del ejército húngaros; cuestión que se
desata con el ingreso de soviéticos a Hungría, al finalizar la
guerra.”
“Tiempo después, mi hermano mayor
Péter cuenta que, estando en la estancia con la abuela, aparece mi
padre conduciendo el zulqui y lo invita a dar un paseo, en un momento dado se
detiene, hay un hombre esperando, mi hermano debe ceder su lugar para que suba
aquel personaje y se queda en el estribo, escucha la conversación. Es allí
donde toma conciencia, con sorpresa, que traman la forma
de abandonar Hungría. Ahora me explico el porqué
del apuro de aquel jinete en casa: es parte de un conjunto de
compatriotas que planifican la huida en forma clandestina. Siguen
los pasos del grupos la inteligencia del ejército ruso, los que participan no
solo tratan de ubicar a ex oficiales húngaros, también van por las expropiaciones,
como la de nuestra finca. Sobrevuela el riesgo de apresamientos y trabajos
forzados en Siberia que culmina con la muerte.
De regreso a casa nuestro progenitor,
muy preocupado, nos pide que entremos y acomoda en valijas nuestras
pertenencias; alcanzo a ubicar lo más aprecio: juguetes; nervioso arroja al
suelo lo atesorado y los reemplaza por prendas que descuelga del ropero.
“Apuren vamos a la casa de la abuela” nos señala; al atardecer salimos tomados
de las manos. Los juguetes quedan desparramados. Kinga pregunta:
“¿Géza no viene con nosotros?” “Ahora estamos muy apurados, después les cuento”
responde. Falta mi hermano menor (la institutriz lo llevó a la modista, ajena a
los acontecimientos). Cargamos maletas y bultos, el trayecto es de
tres cuadras hasta la Estación, estamos ingresando cuando apunta: “¡Suena el
silbato!” (Es el anuncio de la partida del tren), llegamos al costado de los
vagones en movimiento, al principio lento, papá lanza en los escalones de un
coche los bultos y en el siguiente nos arroja a nosotros, finalmente ya
corriendo sube él. Una vez acomodados en los asientos aparece el
guarda y solicita los pasajes a lo que responde Andor: “Quiero abonarlos porque
no tuve tiempo de pasar por boletería”, el funcionario abre su cartuchera,
extrae un talonario y confecciona los pasajes que son abonados.”
“Siendo las cuatro de la mañana
arribamos a la estación Bük (1) donde espera nuestra jardinera, la de la finca
guiada por János.”
-Papá. ¿No era que íbamos a casa de
la abuela? –Pregunto. (Imaginaba que íbamos a la casa de ella en Budapest).
-Sí. Nos espera en la estancia
Gyertyános con tu hermano Péter para que estén todos juntos.
-Cansados dormitamos en el trayecto hasta la finca.
Al otro día nos reencontramos los
tres hermanos mayores, es aquello un baño de alegría y emociones. Almorzamos y
nos permitimos jugar el resto de la jornada. Cenamos temprano: “tejesgriz”
(sémola blanca con leche caliente decorada con un hilo de
caramelo formando un círculo); finalmente un baño y sueño reparador.
Mi hermano mayor nos despierta horas antes del amanecer, tenemos que abrigarnos
con ayuda de la mucama y la niñera; somos trasladados a un nuevo destino. Nos
despedimos del personal cuando Péter descubre una bolsa con monedas de oro que
sostiene mi abuela, toma la más pequeña y se la regala, el resto le
entrega a mi padre. Del ala izquierda de la casa, donde viven mis tíos abuelos
Bobby y Eszti, vienen a despedirnos (Ellos son notificados, también, que en un
plazo perentorio deben desalojar la estancia). En esa oportunidad mi hermano
recibe de ellos una cadenita de reloj de bolsillo también de oro.
Mária queda temporalmente en la casa
para empacar lo posible y desalojar. Subimos a la jardinera cargada de bultos y
valijas; descubrimos un carro tirado por bueyes y repleta con muebles para el
nuevo destino en el pueblo de Csepreg. Mis tíos harán lo mismo ante la
inminente expropiación de la casa familiar de Gyertyános. Marchamos de noche
helada intensa y cielo estrellado, el cochero, mi padre y un guía sentados en
el pescante, en la parte de atrás vamos los tres hermanos en medio de los
bultos, falta mi hermano menor. Luego de dos horas de marcha antes
de una curva del camino se detiene el carruaje, nos espera otro guía. Debemos
bajar apresurados, arrojan al costado del camino los bultos y valija. El guía
nos explica que a partir de ese lugar marcharíamos a
pie, después del recodo se encuentra un control de guardias rusos.
El equipaje y nosotros en la
banquina. Uno de los guías cruza un arroyo algo profundo que discurre al lado
del camino, el otro tira los bultos a la orilla y luego salta él, mi padre nos
va lanzando a los guías quienes nos reciben. Agrupamos el equipaje para cruzar
una hilera espesas de hayas y acacias, vamos arrastrando,
con dificultad, valijas y bultos. Surge, ahora, la base de una lomada de
cultivo con superficies nevadas: para no ser descubiertos extienden unas
sábanas y nos indican que nos ocultemos debajo de las telas, debemos
avanzar en subida reptando en la nieve. Con frío intenso y barro, vamos
aproximándonos a la cima.
Ólmod
Nos congelamos, pero las indicaciones
son cortantes: ¡Avanzar siempre ocultos por las sábanas! Los bultos,
trabajosos, son llevados por los mayores. Al llegar a la cumbre ¡por fin! nos
permiten liberarnos de las coberturas y ponernos de pie. Estamos muy cansados,
totalmente mojados y enfangados. Desde la altura divisamos luces próximas,
pertenecen a un pueblo húngaro fronterizo con la República de Austria, es un
poblado llamado Ólmod1. Bajamos un poco más tranquilo hasta que arribamos a una
casa de las afuera del vecindario; nos conducen a la parte posterior, es un
corral con granero. Dos grandes parvas nos esperan, mi padre oculta los bultos
en una y nos indica escondernos en la otra, para eso hizo un hueco, nos ubicó
en el interior y tapa la entrada con la misma paja; permanecemos sin movernos y
sin hablar: en la casa duermen niños que pronto despiertan para
concurrir a la escuela, no tienen que enterarse de nuestra presencia -podrían
delatarnos, teniendo en cuenta la ingenuidad y sinceridad infantil-. La espera
es en silencio, a oscuras, hasta que despierten, se vistan y desayunen los
escolares. ¡Por fin! Abren el escondite y somos trasladado a la casa,
merendamos en imperioso mutismo, luego subimos al altillo con estrechas
normas a cumplir: mientras los niños de la vivienda estén en la casa, debemos
guardar absoluto silencio. Bajamos a desayunar luego de la partida de los
escolares: es abundante de excelente factura, esta vez pan sin grasa y con crema
o nata de leche, una agradable sorpresa luego del ayuno del último día. Los
almuerzos los recibimos arriba, es escaso, principalmente sopa, a
veces acompañado con otro plato, pan con rodajas de cebolla y una fruta, nada
más; la cena es sémola con leche, un día llegan tortillas delgadas
con ajo: “lángos”; (comida frecuente en nuestra casa: sobre la plancha de la
cocina a leña se dora masa de pan frotada con ajo). Jugamos en silencio por las
noches, alumbrados con velas, cuando el resto duerme; con más libertad lo hacemos
durante el día…”
“Mi padre se ausenta todos los
atardeceres, regresa al amanecer, muy temprano; lo hace para estudiar, sobre el
terreno, los distintos recorridos posibles, es la estrategia a
seguir y poder, de esta forma, sortear la frontera para llegar a la ansiada
libertad: ¡Austria! (Siempre asistido por baqueanos, conocedores palmo a palmo
de la geografía de la región; es un tramo peligroso de algunos kilómetros). Un
solo “accidente” ocurre en la vivienda: piso un plato con leche para el gato –una
“ostentación” para esta época de hambruna- recibo la consecuente reprimenda de
la dueña de casa. Permanecemos tres días escondidos en la buhardilla. La
tercera noche, ya enterados de lo que debemos cumplir, llega la ordena de
partir. Enterados de la posibilidad de conseguir el destino tan ansiado nos
invade una gran agitación mezclada con honda desolación: dejamos nuestro
querido país, sin nuestra madre y la ausencia del hermano menor. Vamos
acompañados por dos versados -hábiles en fugas- contratados para la ocasión.”
Austria
“Con las primeras horas de la noche,
iniciamos la marcha a campo traviesa. Caminamos incansables evitando
carreteras, senderos, nieve, barro, también zonas de cultivos con suelos
blandos. El recorrido es lento, agotador, con tropiezos, y
caídas, agudizado por un fuerte viento y la oscuridad; a lo lejos la
sombra del bosque. Mi hermana lleva, abrazada con fuerza, una muñeca de tela
con caperuza fabricada en Rusia; va abrigada debajo de un pilotín de nylon
americano que el viento sacude produciendo crujidos y un silbido persistente,
peligroso porque no permite a los guías escuchar con nitidez algún suceso
cercano, el sonido de la prenda puede delatarnos; advertidos del inconveniente,
le indican a Kinga que debe despojarse del abrigo, el que es
arrojado al viento y desaparece en la oscuridad mientras suplica en vos baja:
“La muñeca no”. Antes de llegar al bosque, en un pozo, preparado de
antemano por los guías, nos hacen bajar con los bultos. Acurrucados en el
fondo, temblando de miedo nos explican permanecer callados por
si acaso nos descubriera algún extraño -en adelante y durante todo el “viaje”-
ante cualquier desconocido- debemos dar otros nombres, distintos a los propios;
para que lo recordemos Péter nos hizo pronunciar, a baja voz, la nueva
identidad hasta el cansancio, el mío era István, la de mi
hermana Ilona y la de él Jenö: ¡Alias que grabamos para siempre!
Taparon la entrada al pozo con palos, ramas y hojarasca. Los mayores ingresaron
al bosque, silenciosos, en misión de reconocimiento del terreno; no deben haber
patrullas vigilando y esperar el momento en que los guardias, menos atentos,
cenaran. Regresan una hora después para liberarnos de la encerrona profunda. Ya
libres en la superficie proseguimos la marcha; penetramos el monte
detrás de los baqueanos, es un recorrido de algunos cientos de metro entre
árboles, arbustos y ramas, hasta llegar a un claro. A pesar de la noche, se
podía ver que el gobierno ha delimitada la frontera talando y desmalezando una
franja de cuarenta metros de ancho por un largo interminable; al medio han
dispuesto dos cercas de alambres de púas, muy tupidas, el espacio
es reducido entre cada una, tienen una altura de tres metros;
entre ambas se extiende "casa bobos" conectados con minas
terrestres, de modo que si se movían causaban el estallido fatal. Era la “línea
fronteriza” entre los dos países: Hungría y Austria”.
“Esperamos que los tres adultos, con
gran habilidad y paciencia, cortaran las alambradas y desactivaran el mecanismo
explosivo. En la prolongada espera, muy cansado me dormí profundo apoyado en un
tronco de árbol talado. La noche es muy oscura. Cuando los adultos retornan de
la alambrada, ya violada, al lugar donde estamos, siempre de noche cerrada,
transmiten la orden de que lo sigan, han creado un paso de no más de setenta
centímetros de altura y otro tanto de ancho, todos cruzan de uno en uno,
arrastrando los bultos y agazapados, con un cuidado extremo. Yo permanezco
durmiendo apoyado en el tronco ausente de lo que acontece, sin pasar a la
libertad. ¡Todo se hace en silencio absoluto!”
Grande fue mi sorpresa al despertar,
todavía apoyado en el tronco y encontrarme absolutamente solo, no hay nadie, no
están los bultos. ¿Sueño? ¿Es una visión fantasmal en medio de la noche? Siento
terror, tímidamente al principio llamo a mi padre, luego, me paro y
grito cada vez con mayor intensidad, luego el llanto desesperado; reclamo la
presencia de mi familia para salir de ese infierno. Pasa un largo rato e
inmerso en la oscuridad, ocurre el milagro, aparecen mi hermano Péter y un guía
que me hacen callar rápidamente. Todo se debe hacerse en absoluto silencio, con
señas o a muy baja voz. Ocurrió que, mientras descansamos sentados al borde de
la arboleda -luego del infernal trajín por el bosque hasta el límite
internacional- los mayores trabajan para abrir el paso, terminada la tarea
indican que es el momento de atravesar la alambrada; nadie se da cuenta, en la
oscuridad, que duermo profundamente. Al momento que parten quedo solo, apoyado
en el tronco oculto en la sombra de la noche, sin cruzar la
alambrada. Alguien advierte, del otro lado, el llanto desesperado que
llega tenue, distante: “Api, api, api…”. El rescate es exitoso, yo
también en la tierra de la libertad, pero sollozando y todavía angustiado por
el aterrador episodio vivido.
Luego del cruce decisorio, penetramos
desahogados y presurosos a otro bosque en la ladera de una acentuada
bajada. En lo plano, ya en el territorio de Austria, mi padre denota en su
gesto, por primera vez, una fuerte conmoción, tenía los ojos brillosos, nos
abrazó con fuerza… ¡¡Finalizaba un atormentado período!!
1) Ólmod: Del
alemán zanja de color plomo. El nombre Ólmod pueblo típico húngaro de la
frontera fue derivado intencionalmente del nombre alemán, Pertenece
al condado de Vas en el distrito de Koszeg a 4 km de la frontera
con Austria, Sin conexión por carretera a la ciudad vecina,
Borsmonostor, (monasterio de Bors su fundador) en 1921 se convirtió
en parte de la Provincia de Burgenland de Austria.
VIII
La Libertad
En el nuevo encuentro de café la
pregunta obligada fue: “¿Quedaste en Austria?” La respuesta fue inmediata:
“Ahora les cuento”.
Klostermarienberg
Con la infinita sensación de haber
arribado, por fin, al lugar tan intensamente ansiado y en tanto tiempo, la
alegría invade nuestros espíritus. Mi hermano, enfrascado por el momento,
empieza a tararear una copla aprendida en la escuela. Somos un grupo compacto
que nos incorporamos con júbilo incontenible a cantar. Caminando nos sentimos infinitamente
contentos: desapareció la angustia y el agotamiento. ¡Ahora sin la “Espada de
Damocles” y con nuestro Mayor conduciéndonos a la libertad…!
Al reaparecer del
último bosque, por primera vez, alcanzamos un sendero peatonal que discurre por
una pradera más llana, hasta alcanzar un río; uno de los guías cruza a la otra
margen, otro quedo en el medio con el agua bajo la cintura,
instalados nosotros con mi padre en esta orilla, haciendo de pasamanos, nos
fueron trasladando hasta la otra ribera, luego los bultos, al último una maleta
muy cargada y pesada no puede ser retenida por quien está en medio del río
cayendo a la corriente, la valija “navega”; mi padre corre por la orilla más de
100 metros y finalmente se arroja al agua para recuperarla: con dificultad la
puede capturar y extraer chorreando agua; Andor regresa
jadeando, totalmente empapado, carga el pesado bulto, toma un brevísimo
descanso, churma (exprime) su chaqueta y lo que puede del pantalón. Decide que
prosiga la marcha. Caminamos un largo trecho hasta divisar, por fin, luces que
iluminan el pueblo austríaco, antes del amanecer. Una conjunción gloriosa, pero
no definitiva: estamos en territorio austríaco, no obstante falta un último
control soviético, hay que eludir esa vigilancia final.
Arribamos a un lugar programado en
las afueras de Klostermarienberg1, la localidad fronteriza más
cercana. Nos conducen a un local, al parecer un bar nocturno, con barra, mesas,
sillas, y estantería con botellas. (A esa hora, cerca del amanecer, ya no queda
ningún parroquiano). Somos recibidos por una mujer madura y
robusta, la nombran doña Lota (por Lorena, en austro húngaro Lotaringia) quien
nos hace atravesar, en tinieblas, el salón; salimos por el fondo a un patio,
desde allí a una casilla de madera de planta baja y un piso, trepamos la
escalera y nos alojarnos en una amplia habitación con dos camas, mesa, sillas y
un gran ropero. Debemos despojarnos de la ropa sucia y mojada; la
señora Lota, solícita y muy hábil provista de: una jarra, esponja, jabón; con
una palangana nos baña uno por uno, con agua caldeada. Limpio y con ropa seca
siento un gigantesco bálsamo y placer, pero estoy hambriento. Péter pregunta:
“¿Cuándo cenamos?” Papá pide a la señora: “¿Podría usted traer alguna comida y
bebida para los niños antes de que se duerman?”… Consumimos ávidos unas rodajas
de kolbász (salami húngaro)2 rábanos, pan dulce y leche caliente.
Acostados en camas mullidas, bien tendidas, limpias y abrigadas; Kinga con
Péter en una cama, yo el menor en la otra con Papá. A punto de
hundirnos en un profundo sueño sentimos un fuerte olor, muy hediondo,
insoportable, parte de un rincón donde Andor abre la valija rescatada del río y
saca ropa mojada; gira la cabeza para que lo viéramos (lucía una sonrisa
burlona, encantadora, que aparece por primera vez desde el inicio de la fuga)
nos cuenta que el olor proviene de la maleta empapada que primero estuvo
escondida tres días en una de las parvas, la de estiércol; la nuestra, era de
paja limpia. (Aquello ocurre antes de llegar al último pueblo de Hungría,
la casa del silencio en el altillo, en “Olmod”). Sale de la
habitación y regresa poco tiempo después con un ovillo de piolín, clavos y
martillo para convertir el recinto en un gran tendedero con ropas mojadas y
sucias. Finalizado el secadero, abandona nuevamente la
pieza para recibir, de los ayudantes, documentos provenientes de tres hijos de
un camionero austríaco, pero con las fotografías nuestras, el que nos esperará
en su camión el segundo día, al amanecer, a cien metros de distancia del lugar
donde nos alojamos.
Los guías reciben su paga y son
despedidos con gestos de gratitud. No los vimos nunca más.
Cada vez que se abre la puerta se
escuchan murmullos con una suave música de fondo que provienen del bar. (Con el
tiempo me entero que aquel alojamiento era un burdel y quien nos atendió era la
“Madama” dueña del establecimiento). Un lugar estratégico para pasar
inadvertidos ¡Hasta allí llega cierta influencia del nuevo gobierno
húngaro!
Caer cansados, pero felices, para
dormir muchas, muchas horas, fue la consecuencia del infernal trajín
en busca de PAZ. Al despertar, el progenitor sigue profundamente dormido;
descanso ineludible luego de las demoledoras peripecias sufridas y con las dos
últimas noches despierto. Estamos muy cerca del final pensado y era prudente
quedarnos encerrados esa jornada, sin que nos vieran o sintieran
hablar, todo se hace con sigilo y voz baja, como venimos acostumbrados desde
los últimos días en Hungría. ¿Pueden aun delatarnos? Andor despierta,
se ausenta de nuevo para programar el último trayecto contratando al
camionero con la documentación de los hijos adulterada.
Controles Camineros
Al día siguiente, a la madrugada, en
tinieblas, llega la hora de partida. Papá nos da un pedazo de pan diciendo que
no hay tiempo para desayunar. Abrigados, bajamos con prisa cargando
el equipaje, y recorremos el trecho indicado hasta el transporte. Nos ubican en
la cabina junto al chofer, mi padre y los bultos se acomodan en la caja del camión
con las verduras y entre grandes tachos de aluminio con leche. El vehículo se
pone en movimiento y viajamos un trayecto de una hora por una ruta de
montaña, sinuoso y en cornisa. Próximos a un control, en un recodo previo, el
chofer para y ordena a mi padre que se oculte debajo de los fardos de verdura.
Al reanudar la marcha y después de la curva divisamos la barrera del
primer control, (paradójicamente este es el último en manos del ejército
soviético en territorio austríaco) 3. El conductor frena; ante el requerimiento
del soldado le entrega todos los documentos personales, el del automotor y la
guía de la carga, el militar nos mira a cada uno de nosotros y observa
las fotos de los carnets, con miedo no levantamos la vista. Mientras esto
ocurre otro de los guardias, con fusil en mano, recorre la carga y hunde la
bayoneta de su fusil en los fardos de hortalizas buscando algún escondido en
fuga. La suerte fue enorme, la hoja de acero aparecía y desaparecía por todos
lados pero, con fortuna, Andor no fue alcanzado por los puntazos. Terminada la
inspección sin novedad, autorizan el paso. ¡Otra vez la sensación de alivio nos
invade!
Reanuda la marcha y en un recodo del
camino mi padre golpea el vidrio posterior de la cabina haciéndole señas al
chofer para que se detenga. Parados en la banquina le explica que él baja y
sigue a pie para no correr nuevamente semejante riesgo, el de sentir el filo de
una bayoneta y de ser apresado en el próximo control, va descender y
caminar por un atajo hasta sortear la vigilancia, el reencuentro en el
lugar pactado con el chofer: un parador a cuatro kilómetros más adelante. El
camionero le recomienda que fuera vestido como lugareño, y le provee de
indumentaria que llevaba detrás del asiento: botas de cuero cerrado adelante
con trenzado, medias largas que sujetan un grueso pantalón de lanilla, chaqueta
de cuero forrada con piel de cordero, en la cabeza un sombrero típico con pluma
estilo tirolés y bastón. Se despiden y baja por una senda escarpada
A mitad de la marcha, ya en la parte llana, se topa con un
campamento militar ruso: Sortea el hallazgo simulando ser un aldeano más; pasa
sin dificultad, desapercibido, camina con una mano en el bolsillo, la otra
sostiene el bastón, tararea por lo bajo una canción en alemán, simula indiferencia
ante algo conocido -la procesión va por dentro- en ocasiones se agacha
fingiendo recoger algo. Mientras tanto el camión pasa el último control, esta
vez en manos del ejército aliado; el trámite resultó menos exigente que el
anterior, sin novedad. Seguimos viaje hasta el lugar convenido. Esperamos un
tiempo hasta el arribo de papá: lo vemos aparece gozoso, jovial y con una
amplísima sonrisa. Desahogado de tantas desesperanzas y angustias, grita voz en
cuello: ¡¡POR FIN LIBERADOS!! Había logrado su objetivo largamente planificado,
esperado y sufrido: huir de Hungría, su tierra natal, con casi todos sus hijos
-falta el menor que quedó con la institutriz en el pueblo de la
costurera: Kecskemét. Sube él también a la cabina con Kinga en su falda y
yo en la de Peter. Ya en camino a Viena, nos relata con alegría su última
aventura, la del recorrido a pie, en medio de los soldados rusos en maniobras,
vestido de paisano.
IX
Viena.
Después de una hora de viaje
arribamos a la ciudad de Viena, capital de la República de Austria. El
camionero finaliza su misión. Bajamos unas cuadras antes de la casa
de Erzsi, una tía.
Caminamos cargando el equipaje, vamos
apurados hasta llegar a la vivienda de la parienta. Estamos en la puerta,
ansiosos. Mi padre toca el timbre, pasan unos minutos y la puerta se abre,
pesada, crujiendo; aparece una mujer vestida con zapatos abotinados, medias de
lana, pollera larga, delantal con vuelos, chaqueta cerrada al cuello y cofia
con puntillas, es la mucama; queda paralizada en medio del portal con
ojos bien abiertos y gesto de pena, no puede disimular la sorpresa, aparecen
ante su vista un conjunto de infortunados: al “comando” un personaje fatigado,
mal trazado, con una gran valija a cuestas, todavía húmeda, indumentaria desprolija
y sucia, barro en el calzado, barba descuidada, enmarañada de muchos
días, un sombrero que en otros tiempos habría sido un tirolés, no puede ocultar
una cabellera en total desorden; tiene el aspecto de un pedigüeño acompañado
por tres niños desaliñados en peores condiciones; en definitiva un grupo de
mendicantes de la guerra; pero la paradoja la desconcierta: todos lucen una
amplia sonrisa y gestos victoriosos.
Pregunta Andor: “¿La Sra. Erzsi
está?” La mucama permanece inmóvil por un instante que parece una eternidad,
finalmente sin mediar contestación cierra la puerta. Luego de un rato se abre
nuevamente el portal y aparece la mujer, esta vez más relajada con gesto, ahora
misericordioso, trae en sus manos dos pedazos de pan que ofrece a mi padre; él
no sale de su asombro, luego de un rato que parece no terminar dice pausado:
“Disculpe señora, dígale a Erzsi que soy su primo Andor de Hungría; aunque
usted no lo crea”. La empleada, nuevamente inmovilizada sin saber qué hacer
demora nuevamente, por fin gira y cierra la puerta. En seguida se abren los dos
portales y aparece la Tía con una sonrisa enorme, los ojos llorosos y con un
abrazo interminable le dice: “Andor que alegría inmensa verte de nuevo”; y él
contesta, al mejor estilo húngaro: “Querida señora, le tomo la mano y se la
beso”. (1) Erzsi nos acaricia efusivamente con la cara mojada por las
lágrimas.
-Por favor pasen, la casa es de
ustedes.
-Gracias.
Nos sentamos en el estar donde mi
padre narra, calmo, paso a paso, lo que les ocurrió en Hungría después de la
guerra, la muerte de la esposa y las últimas peripecias sufridas para lograr
atravesar la frontera y llegar a Viena con la familia.
-Les hago preparar algo para que
coman… ¿Y esa valija mojada? -Comenta la tía.
-Si la rescaté luego de caer a un
rio. Llevo ropas y documentos que quedaron manchados.
-No hay problema, lavamos la ropa y
secamos los documentos.
-Ustedes, mis queridos sobrinos,
pasen al toilette y desvístanse para que se higienicen. -Nos damos un baño
“celestial”, la bañadera llena de agua tibia, con jabones perfumados; fue la
mejor “purificación” (después de la palangana de la señora Lota en el último
piringundín) y por añadidura de inmersión; lo disfrutamos como nunca
luego de tantos trajines, sofríos y barros. Es una estancia maravillosa con
paseos, visitas, buena comida y juegos compartidos con los hijos, casi
adolescentes, de la tía Erzsi. Andor, mientras tanto,
sale diariamente para gestionar la venida desde Hungría de mi hermano Geza y la
institutriz que quedaron en Kecskemét. Negociación que logró concretar
comunicándose con los hábiles guías, los que nos trasladaron hasta la frontera.
Una tarde nos invitan a conocer la
ciudad, vamos en automóvil, lo ocupamos apretados: cinco menores y tres
mayores. Recorremos parte de la histórica capital pasando por avenidas,
mansiones, monumentos, el castillo Schönbrunn de la emperatriz Elisabeth
conocida por todos como Sissì y el gran palacio imperial de Hofburg, también
iglesias importantes como la catedral de San Esteban en la plaza principal de Viena:
la Stephansplatz. Conocemos el Zoológico: es la primera vez que
descubro algo así, los animales están separados de las sendas peatonales por
profundas zanjas, me llaman la atención los elefantes, las jirafas,
algunos felinos, no hay rejas, están sueltos, menos los monos que se
encuentran en grandes jaulas. ¡Al salir del Parque no está el auto
que nos llevó! Ahora otro descubrimiento: volvemos a casa en
tranvía, mi primer viaje en esa primicia; las ruedas rechinan sobre los rieles
y la campana anuncia su aparición en las esquinas, los asientos son de madera,
ventanillas con vidrios que se pueden abrir deslizándose para abajo hasta
desaparecer, el conductor uniformado parado al frente con su gorro de visera
opera una manija que da velocidad, a veces para, se baja con un largo hierro y
cambia el rumbo de la vía.
Después de unos días, la sorpresa en
do mayor: fue la Navidad de 1949 en Viena que nos regaló la Tía y el cumpleaños
37 de mi padre (nació precisamente un 24 de diciembre).
Esa tarde luego del baño nos vestimos
para la ocasión con ropa limpia bien planchada, perfume y hasta corbatines, los
zapatos como un espejo. Cenamos comidas variadas, manjares típicos de la
Navidad. En la mesa, de acuerdo a la tradición europea, solo conversan los
adultos; los primos y nosotros callados, escuchamos: los chicos no intervienen
en la charla a la hora de comer. Terminado el “banquete” nos indican (a los
menores) que nos ubiquemos en otro lugar e iniciamos el canto anunciando la
llegada del niño Dios: como es costumbre son villancicos, primero en alemán con
enorme emoción y voz en alto; lo hacemos luego en nuestro idioma, el
húngaro ( ensayados días antes). Con la última estrofa sorprende una
campanilla, el sonido proviene de otra habitación y una voz que dice: “Ha
nacido el Niño Jesús”. Todos corremos a la sala desde donde provenía la voz;
mayor fue la sorpresa cuando veo un enorme árbol de navidad iluminado con
infinidad de velas pequeñas, de las ramas cuelgan abundantes caramelos de
factura casera, en lo más alto la estrella de Belén. No termina allí el
asombro: en el pie del árbol se acumulan cajas envueltas con papeles de
colores, en cada una tarjetas donde figuran los nombres nuestros; al
desenvolver encuentro, alucinado, una pequeña camioneta: es de madera pintada
en colores, a mi hermana una muñeca de trapo, al mayor un libro de aventuras,
para todos cuadernos con hojas blancas y un milagro: al raspar los pliegos
aparecen, sobre relieve, figuras de árboles, casa,
animales, etc., también una caja con lápices que no los vi en otra
parte, nunca más. A mi padre, por su aniversario, una pipa típica
acompañada con una caja de tabaco (“Perico”). Escoltando al árbol, en una
pequeña mesa, una bandeja con mazapanes, chocolates y otros dulces. Jugamos con
los regalos y disfrutamos los postres hasta que nos vence el sueño. Es una
noche inolvidable, única, plena de alegría y felicidad; la primera en familia
después de la muerte de mi madre… ¡Veinte días imborrables!
Ahora mi progenitor se empeña en
buscar un nuevo trabajo principalmente orientado a las actividades rurales.
Pronto consiguió un empleo relacionado con su profesión: es un establecimiento
lechero que, además, tiene cultivos con árboles frutales. Pasados
esos días nos trasladamos a casa de otros tíos paternos, quedaba
próxima a su nueva actividad.
Andor está impaciente por lograr el
último de sus objetivos: salir de Europa y sus guerras impiadosas para llegar a
Canadá. Debía, necesariamente, trabajar y ahorrar para solventar las
contingencias de tan largo viaje y lo que viene después; en esas circunstancias
no dispone, tampoco, del tiempo ineludible para atender a sus hijos hasta tanto
consiga su objetivo. En ese desvelo se contacta con la oficina en Viena de “La
Cruz Roja Internacional”, organización que ofrece albergar, en Suiza, a menores
desterrados; allí gestiona y puede enviar a mi hermana Kinga. Para el resto de
los hijos el destino es el pariente cercano que ofrece recibirnos (no había
suficiente lugar en la residencia de la tía). Kinga relata que cuando es
enviada al nuevo destino, el recorrido que hizo en tren es de un días y una
noche hasta la estación de Shaffhausen(2).
En el país vecino, en un edificio con gran salón, la alinean con
otros niños sin entender para que están allí, pasan unos minutos, desde una
puerta entra un grupo numeroso de parejas que observan detenidamente
a los recién llegados, finalmente señalan a un niño, o más si eran hermanos;
algunos son huérfanos de la guerra, otros hijos de refugiados.
Son seleccionados y trasladados a hogares temporarios o definitivos.
Mi hermana es elegida por los esposos Ruths, una pareja joven con rasgos
germánicos, muy simpáticos, Kinga hace amistad con la hija del
matrimonio. En ese destino vive un año aproximadamente. Queda en
ella un hermoso y perdurable recuerdo de la familia sustituta.
Géza, mi hermano menor aún permanece
con la institutriz, en la casa con el caballo de bronce al frente (Kecskemét)…
X
Región de Graz. (Austria)
La residencia queda cerca
de un pueblo a dos horas de Graz; hogar de mi tío abuelo Pál Pfeiffer,
casado con Ilona Bauer, allí vamos los tres varones: Papá, Péter y yo, nos
hospedamos pocos meses. Pàl, el dueño de casa, parapléjico,
permanece en silla de ruedas a consecuencia de un accidente sufrido durante la
Primera Guerra Mundial, (fue un gran jinete en su juventud) combatió como
integrante de la caballería de húsares. Es él quien inculca a mi padre el amor
por los caballos e influye para alcanzar la capacidad de seleccionar
animales aptos, sanos, robustos. La posesión de los Pfeiffer se ubica a la vera
del camino regional que asciende hasta el pueblo, cuyo nombre no recuerdo,
queda cerca de Pichl -lugar donde Andor obtiene su trabajo-. La nieve cubre con
generosidad una ancha franja sin vegetación en declive, la que valemos para
deslizarnos en trineo hasta la parte plana, junto al camino; allí ocurre mi
primer accidente: en uno de los descensos despisto y luego de un áspero
recorrido finalizo en un pozo, al costado de la “pista” enterrado en la nieve;
permanezco más de una hora luchando para resucitar del hoyo hasta
quedar a la vista, ya en lo plano hago señas exasperado, por fin advierten mí
realidad y llega el auxilio. Con los pies y las manos solidificados
corrí hasta la casa, mi tío al ver mi realidad ordena que me saque toda la ropa
y corra descalzo alrededor de la casa (usanza en aquellos países fríos: remedio
para reactivar el tránsito sanguíneo) al llegar a la puerta de ingreso, luego
de la maratón, encuentro un enorme cuenco de hojalata con agua tibia para un
baño de cuerpo entero: ¡Reparación para las manos y los pies entumecidos!
La propiedad tiene tres represas a
diferentes niveles alimentadas con agua proveniente de
deshilo, forman un primer lago, el principal; luego en
sucesivas cascadas caen al resto de los embalses. Allí se reproducen peces para
la venta durante la temporada del calor. En invierno los espejos de agua se
forran de una gruesa capa de hielo que nos permite patinar y jugar a los tejos.
Una noche de esas, Péter indica que salgamos por la ventana y en silencio para
no despertar a los mayores; vamos hasta la represa más grande, cuando llegamos
nos sorprenden sendos reflectores encendidos con furia. Se disputa un lance
competitivo: carrera de motos y autos, todos con las ruedas encadenadas, giran
sobre la gruesa capa de hielo del lago, un circuito de, a ojo, setecientos
metros con curvas, contra curvas y lomos de burro; pista preparada días
anteriores. Lucha que vemos fascinados. Todo esto acontece en Austria, un
recuerdo sempiterno. Otra ocurrencia consiste en trepar por un
estrecho sendero hasta llegar a una cima, descansamos sentados en esa cresta
desde donde se divisa el pueblo, grande fue el temor cuando escuchamos el gruñido
de un oso, bajamos a los tumbos, hasta el lago; la capa de hielo era delgada
(mi hermano nos instruyó como pasar deslizándonos acostados, nunca caminando,
para evitar hundirnos por el peso del cuerpo concentrado en los pies).
¡Péter es el principal ideólogo y
gestor de las faenas compartidas!
Durante este tiempo Andor continúo
como administrador en la finca cercana de Pichl, Bez Liezen(2).
Transcurren algunos meses aparece de
sorpresa el menor de mis hermanos: Géza con la institutriz Giszella.
Es un regalo, una alegría perdurable: estamos ahora todos los varones juntos
(nunca supe que gesta hizo mi padre para traerlo). Falta que
aparezca Kinga de Suiza.
Al día siguiente de llegar el menor
de los hermanos, con hondo reconocimiento nos despedimos de nuestros parientes
por tan generosa acogida. Nuestro padre decide trasladarnos a la
residencia que le destinan los propietarios de la finca; la que ha sido
desocupada por el anterior administrador, el que fue desplazado por Flandorffer
ante sus indisputables conocimientos en ganadería; también en la
producción de quesos, industria que desarrolló con su padre en Hungría. El
desplazamiento provoca una callada irritación del desalojado; como represalia
lo denuncia en la policía aduciendo, falsamente, que contrabandea caballos de
raza desde Hungría. Dos policías, en motocicleta, llegan en diversas
oportunidades hasta el establecimiento de Pichl para indagarlo. Finalmente la
cuestión es más grave: Andor es detenido y trasladado a la Comisaría
de Graz donde permaneció algunas semanas; quedamos acompañados, solamente, por
Giszella, quien ofició de madre sustituta. En definitiva fue liberado ante la
falsa denuncia y falta de pruebas.
Para nuestra sorpresa y alegría,
regresa Kinga de Suiza. Es la época del inicio de clases. Con frío, todavía,
somos matriculados, los tres mayores en los niveles propios: Kinga en segundo,
Péter en cuarto, yo en el primer grado (Géza no tenía edad escolar). La escuela
se encuentra a dos kilómetros de distancia -allí transcurre mi primera experiencia
escolar-. Un día apareció mi hermana con una caja de lápices de
colores, eran hermosos marca “Faber”, los trajo de Suiza. Para llegar al
establecimiento escolar, debemos caminar por un sendero que atraviesa una
pradera con cultivos de alfalfa y avena. En esa escuela aprendo el abecedario
alemán y las primeras nociones de la aritmética.
Cuando llega el receso escolar de
verano, en el mes de julio, vamos de vacaciones a una cabaña: Caminamos medio
día hasta el pie de una montaña en los Alpes, vamos acompañados por un caballo
portando dos grandes alforjas de mimbre con suministros. A esa altitud ya no
hay árboles, solo pastos: alimento para ovejas, caballos y vacas; ganado que
fue traído a la zona días antes. Pasamos, en la chacra, una temporada atractiva
luego de tantas aflicciones. La habitación que nos toca, acogedora,
descansa sobre cimientos y piso de piedras, las paredes hechas con
troncos, techo y piso de madera, camas de piedras con
un grueso colchón de paja forrado en cuero de oveja. Al costado de
la vivienda descubrimos una delgada cascada con agua cristalina, de deshielo,
que alimenta una pileta de escasa profundidad, allí nos bañamos con
frecuencia a pesar del agua fría, un sol lleno nos ayuda
a calentarnos. El regreso de la vacación es alegre: corremos cuesta
abajo, gritando, riendo…
Mi hermano mayor contó que nuestro
padre, quien periódicamente se ausentaba a la ciudad, lo hacía para gestionar
la documentación necesaria para poder salir de Europa.
Una mañana, nos sorprendió la noticia
que papá se va a casar el 6 de agosto (año de 1950) con Gisella, la
Institutriz. Ella pasaría a ocupar el papel de segunda madre. Aquel día los
esperamos, después de la ceremonia que se celebró en el poblado de Pichl, con
una cena diferente, fueron platos que no habíamos comimos antes, de postre
una torta “Dobos”. (2) ¡Todo es ameno! (el trato de ella
para con nosotros es siempre maternal, en alguna oportunidad, también, con
algún rigor). La complicación se presentó al regreso de Kinga: al
arribar se enteró, sorpresivamente, del casamiento, lo que le
provocó una gran preocupación; discutió con papá y lo hizo en el idioma franco
suizo que aprendió rápidamente en el corto tiempo que estuvo en Suiza; Gizella
no entendía nada y dirigiéndose a su esposo dijo: ”Haz callar a esa
niña que no comprendo lo que habla”. Con el tiempo y mucha paciencia lograron
que aceptara la realidad.
Al regresar de la escuela recogemos
frutillas silvestres, la búsqueda variaba siempre al pie de una cortina de
coníferas, de un lado o del otro: era uno más de nuestros solaces competitivos,
ganaba el que cosechara más cantidad. El destino final de las frutas es un
postre sencillo con crema chantilly, muy esperado después de cenar.
Atrás de la casa se eleva una torre de tres pisos con paredes y techos de
madera, la escalera, también de madera, discurre al medio del
edificio separando cada nivel en dos alas, a derecha e izquierda, allí se
acopian los productos del verano: en el primero manzanas verdes a un lado y rojas
al otro, en el segundo duraznos y peras, en el tercero ciruelas frescas y
ciruelas pasas; esta resulta otra de las zonas mágicos para los
fines de semana. Allí hay que encontrar telas de araña bajo los peldaños y
rincones; ya ubicadas, con un dedo se toca la red para ver salir,
precipitadamente, el arácnido en busca de insectos; avece cazamos moscas que
abandonamos en la red. También en ocasiones, previa autorización,
optamos por frutos para consumir, un deleite en medio de
los juegos. Como siempre el forjador era Péter que nos permite
compartir sus travesuras.
Al final del período escolar llego,
por fin, la documentación para todos, tan esperada para
poder viajar. Luego del último apresamiento, cansado
de persecuciones e injusticias, mi padre les comunica a los propietarios
de la estancia su decisión de emigrar de Europa. Les narra la violenta muerte
en Hungría de su primera esposa, la madre de los cuatro hijos. Convenida la
fecha de finalización de su compromiso, recibió la paga acordada y recomienda a
su ayudante para que ocupe el lugar que deja: un estudiante de agronomía que ha
asimilado su experiencia y está en condiciones de continuar la administración.
Llega el día largamente esperado.
Empacamos nuestras pertenencias y nos trasladamos a la estación de la zona:
Pichl Bez Liezen. El tren que pasa por ahí tiene como destino la frontera con
Italia, llegaba a la ciudad de Génova. Es un viaje de muchas horas hasta el
límite de los dos países. Vamos con la ilusión del éxodo final. La ubicación es
la segunda clase con asientos enfrentados, de rigurosa “pinotea”. Nos enteramos
que la formación cuenta con un coche comedor y sus respectivos horarios de
comida: almuerzo y merienda. Experiencia que nos resulta impensada por el
agrado que nos provoca ser atendidos por mozos de blanco que traen platos
abundantes y apetitosos, remotamente lejanos de los sabores habituales y en un
ambiente llamativo, inesperado. Queda gravado en mis recuerdos el cruce de un
vagón al otro y el movimiento de las plataformas de acero que los unen, una
sobre la otra y el sonido del golpeteo rítmico de las ruedas en las vías. Ante
el largo viaje, el recreo es recorrer de punta a punta el tren; solo nos
reubicamos, velozmente en nuestros lugares, al ver aproximarse el guarda.
¡Atemoriza ver un uniformado! Evoca la violencia de los soldados
rusos, también uniformados, visión que perdura por muchos años. Una forma de ir
sepultando tan duros recuerdos es el recorrido por los vagones, como un juego
con idas y vueltas.
XI
Italia
Otro de los días café, Carlos
propone:
-Américo, quedamos en que nos cuentes
el episodio del último e inesperado apresamiento de tu padre y el temor
generado.
-Sí. Aquello fue muy triste, nunca
imaginamos que podía atraparnos otra violencia; pensamos que no
ocurriría nunca más.
Se acerca el mozo, como siempre,
ordenamos los cafés. Américo continúa el relato:
“Al llegar a la frontera con Italia,
ya a la oración, cambia el personal de la tripulación, los austríacos son
reemplazados por italianos, todo en presencia de la aduana de ambos países.
Requieren a mi padre los documentos de todos y advierten que con el
nombre de Andor Flandorffer figura una denuncia por el tema de los caballos;
uno de ellos le comunica: “Señor está usted detenido, hay un requerimiento de
la policía.” Y es esposado. Razón por la cual debimos descender del tren; somos
conducidos a la comisaría, allí le advierten que por dicha causa no puede
abandonar el país, debiendo quedar recluido en un calabozo de esa
seccional hasta tanto lo decidiera el Juez. Ya de noche, nos llevan a una
posada: el dormitorio tiene tres camas para cinco personas,
los hermanos debemos dormir dos en cada una, yo con Péter y Géza con
Kinga. Dormitorio que, además de mugrienta y pobremente
iluminada durante la noche, nos despertamos en reiteradas
oportunidades a causa de picazones en todo el cuerpo. A la mañana,
investigado el episodio por Giszella, nos enteramos que los colchones eran
nidos de insectos, lo que genera reclamo a la encargada de la
pocilga. Nos trasladan a otra habitación más limpia, pero esta vez
con dos camas: “fueron órdenes de la policía”. Por falta de lechos,
permiten que los hijos nos turnamos para dormir con mi padre; uno cada noche en
el calabozo; cuando me toca el turno a mí, descubro que el colchón, sucio, muy
delgado y sumamente incómodo, no me deja conciliar plenamente el sueño, sí
resulto inequívoco: acurrucarme, abrigado, no solo al calor de papá, sino la
inmensa sensación de amor y protección que nos brinda en tan azarosa travesía;
emoción que llevo entre mis recuerdos perennes.
El tema de la reclusión en la
comisaría se resuelve, felizmente, cuando pidieron los antecedentes a la
policía de Gráz: queda en claro la denuncia embustera del anterior
administrador de la estancia; en consecuencia, es liberado al cuarto día.
Andor, acompañado por policías, viene a buscarnos a la fonda, desde allí todos
nos trasladan a un vagón que ofició durante la guerra de prisión, en el
interior usamos la mitad del coche con sus respectivos camastros de campaña,
único mobiliario; en la otra mitad pernocta otra familia. Durante la estancia
en la estación ferroviaria, asistimos a una sala para control de
salud, somos vacunados y nos examina el médico; una enfermera nos
busca, minuciosa, alimañas, es un requisito necesario para ingresar a Italia.
Finalizados los trámites burocráticos y el de salud, la familia recibe toda la
documentación con los pases libres para continuar el itinerario.
Esperamos aptos y radiantes el
horario del arribo del próximo tren, ahora en la zona italiana. ¡Por fin el
tren! Se acerca lentamente, se detiene frente a nosotros: subimos exaltados y
entonando canciones. ¡Vamos hacia la libertad, hasta entonces esquiva! Pero con
la guía inclaudicable de un padre valeroso. El viaje a la ciudad de Génova
parece más corto, diferente: no hablamos ni jugamos, vamos al encuentro de un
sueño: llegar a la ciudad, al puerto y a un barco…
En Génova nos alojamos en un hostal
incomparable, más limpio y agradable que el de la frontera. Revelamos al fin la
cultura italiana: su arquitectura antigua, prolija, los monumentos históricos,
la Catedral, también curiosas costumbres: por primera vez vimos que colgaban
las ropas lavadas, para secar, en un enjambre de alambres que cruzaban las
calles de una casa a la del frente, un muestrario de indumentarias de todo
tipo, incluidas las más íntimas: imprimen una pintoresca y curiosa imagen que
nos incita a la risas.
Durante la estancia en la ciudad nos
enteramos que países como Canadá, Brasil, Australia, y Argentina, entre otros,
reciben inmigrantes.
Andor concurre asiduamente al puerto
para averiguar los días de arribo y partida de barcos que
admiten inmigrantes. Su deseo es uno con destino a la capital de
Australia, Sidney. Le informan que con ese rumbo arribaría uno en una semana.
Esto decretó concurrir a la representación diplomática australiana,
allí le informaron que era requisito recibir clases de inglés diariamente. La
maestra designada, por el consulado, concurre a la posada para darnos clases
básicas durante tres días.
Una mañana, antes del inglés, papá me
pidió que lo acompañara. Cargaba una gran caja pesada que hacía sentir sonidos
metálicos, un retintín. Cerca del puerto, en callejuela empinada, empedrada,
estrecha, con casas viejas de condición humilde, iba preguntando por una
dirección. Por fin arribamos al lugar buscado; se trataba de una vivienda con
un portal de madera en mal estado con llamador en la forma de puño, al
accionarlo retumbo en el interior, pasados unos instantes escuchamos una voz
que provenía de una ventana del primer piso; alguien en voz alta dijo: “Pase
señor”. Al abrir la puerta una larga escalera pingorotuda, sin
descansos, nos conduce al piso superior. En la puerta de la
habitación entreabierta luce un cartel en letras desgastadas, góticas con recuadro
y que anuncia: “ESTUDIO”; entramos no es “estudio”. Nos recibe, muy amable, un
hombre ya maduro de barba y calvicie acentuada está parado detrás de un
escritorio de madera avejentada; mi padre coloco la caja encima, el recién
conocido la mira con indolencia y le indica que la abra para ver su contenido.
Descubro un juego de cubiertos con muchas piezas. Ahora van apareciendo, ante
mis ojos con sorpresa, piezas hermosas de un conjunto antiguos de
metal, son cubiertos de plata. “Es una reliquia familiar de varias generaciones
atesoradas desde tiempos de los bisabuelos” Comenta mi padre. “Es un
juego con un importante valor”. Concluye. Mirándome me dijo: “Es el último
tesoro familiar que queda”: Lo ofrece a un especulador que
compra antigüedades. El usurero revisa detenidamente las
piezas, pasa un rato largo, en silencio… Levanta la cabeza, mira a mi padre,
parece un tiempo interminable. Luego y en alemán, se suscita una larga
discusión por el valor de las piezas. Quiero evadirme de la disputa, recorro
con la mirada la estancia: en medio se ve otra gran mesa de madera,
también en mal estado, atiborrada de libros de todos los tiempos y colores,
algunos con lomos de cuero, acompañaban papeles desordenados, una lámpara
antigua ilumina la mesa, sillas de estilo enclenques, cuadros con pinturas de
paisajes, biblioteca que abarca la pared opuesta a la ventana. En uno de los extremos del cuarto, una
pequeña puerta con doble llave. La compulsa por el precio
dura por un rato que me parece interminable, el comprador seguramente
no reconoce el valor de aquel tesoro. Ante la intolerancia y la tozudez del
comprador, mi padre, con gesto resignado, termina aceptando lo que le ofrece en
una última instancia; no hay otra alternativa. Queda en manos del
compra-ventero, aquel tesoro bien guardado por generaciones. Es el último
recurso disponible para emprender el necesario y ansiado largo viaje que se
avecina; recibe el pago con resignación. Nos despedimos, bajamos la escalera
callados, lentamente; ya en la calle se anima y pude escuchar un insulto en voz
baja rematado con: “judío tramposo”; se lo veía indignado por el injusto trato.
Entonces me animé a preguntarle: “¿Toda esa cantidad de billetes?” “Son muchos
pero tienen muy poco valor, (1) apena servirá para
embarcarnos en la de segunda clase.
Mi padre concurre mañana y tarde al
puerto esperando la nave que nos traslade hasta aquel país lejano: Austria. En
el tercer día, ya de noche, regresa al hospedaje para anuncia que el
destino va a ser otro y cuenta: “He recorrido desde la mañana el puerto de
punta a punta, vi un barco de Argentina anclado y con el puente
habilitado, me subí sin problema, busqué al capitán, una vez con él le narro la
necesidad urgente que tengo de salir de Europa y la posibilidad de encontrar un
país sudamericano que me acogiera con la familia. Argentina es una
de las posibilidades que resulta particularmente interesante por el
hecho de ser un país austral, lejano del lugar de tantas dificultades y sin
heridas por las guerras; además apropiado para desarrollar mis conocimientos
como ingeniero agro-zootécnico. Luego de someterme a un extenso interrogatorio,
el marino acepto incluirnos entre sus pasajeros. Pensando en ahorrar el costo
de este hospedaje, le pregunté:
-¿Cómo se compone la familia? -Disculpe el atrevimiento.
¿Puedo, con mi familia, subir mañana a la mañana y quedarnos hasta que el navío
zarpe?’ El Capitán pensó un instante y me pregunta:
-¿Cómo se forma su familia?
-Somos mi esposa y cuatro hijos, seis
en total.
-¿Tiene los papeles del consulado en
orden?
-¡Todos!
-Si es así pueden venir, pero no
olvide de registrarse en las oficinas del puerto, allí le darán un pase.
-Cuestión que me alegra vivamente y siento, por primera vez, un penetrante
bálsamo.
“Le agradecí la cordial decisión y
bajé corriendo para contarles”.
Ya en tierra, con urgencia, busca los
papeles en el hotel e inicia la pesquisa del Consulado de Argentina en Génova.
Allí le acompaña también la suerte, pudo completar durante algunas
horas los trámites necesarios para migrar al país sudamericano. Solo debe
esperar dos días para que le confirmen lo solicitado. Paso ese
tiempo con indisimulable ansiedad y callado.
A la noche, ya con el visado en
los pasaportes y el resto de papeles del consulado, mientras
cenamos: deja los cubiertos en la mesa, nos mira en silencio a uno por uno,
finalmente dice ceremonioso y con una encantadora sonrisa: “¡Callados todos,
atiendan chicos…! Mañana temprano subimos a un barco argentino; de modo que ya
no tienen que seguir con la maestra de inglés, allá hablan otro idioma: español
y que tendremos que practicarlo durante el viaje” -Cuestión que nos produjo una
impresión inconfesable, con alegría contenida, casi llegar al llanto. ¡Por fin
tenemos un barco para emigrar!-. Y continúa: “Después de la cena y antes de
dormir deben recoger sus pertenencias y acomodar las valijas, recuerden que
mañana a la madrugada no disponemos de mucho tiempo, tenemos que
caminar hasta el puerto para subir al navío, allí nos quedamos dos o tres días
hasta que zarpe”. Cada uno de nosotros, de prisa y en silencio, ordenamos las
ropas al costado de cada valija; Gizella, con paciencia las ubicó dentro con
prolijidad hasta cerrarlas.
Por la emoción no puedo conciliar el
sueño. Nos preguntamos cómo es viajar en vapor, todo absolutamente desconocido
y cual será comportarnos en el transcurso del viaje. Imaginaba que debía ser
algo parecido a lo del tren, aunque más impresionante: ¿Podremos pasear, jugar?
¿Cuantos días durará la travesía? ¿Qué nos darán de comer?...
En el siguiente café abre la charla
Alfredo:
-¿Qué tal la travesía por el
Atlántico? – Interrumpe Carlos:
-¿Te acuerdas como era el barco?
-Hasta me acuerdo cuando salimos de
Génova, esa típica ciudad portuaria, muy Italiana.
XII
En Altamar
Desde muy temprano, luego del
desayuno, dejamos el Hotel cargados hasta la coronilla con valijas y
envoltorios, caminamos muchas cuadras hasta destino: el
Puerto. Terminamos muy cansados pero ganaba el ímpetu que nos
asistía. Un macizo changarín con una carretilla
conduce lo principal: un pesado baúl.
¡¡Por fin: Llegamos!!
La rambla está despoblada; esperamos,
en la oficina portuaria la autorización para ingresar al navío… Ya con el visto
bueno y el equipaje en mano encaramos el puente, es coronar un anhelo codiciado
copiosamente y padecido siguiendo los pasos audaces, animosos del padre (el
baúl lo sube un marinero). El tripulante, que espera en cubierta, nos conduce
al segundo nivel el de los camarotes; el nuestro es uno de cuatro camas en
cuchetas. Acomodamos el bagaje de prisa, queremos, ávidos, felices, descubrir
lo ignoto: el barco, lo que pudiéramos de él. Ganamos el pasillo, debemos
memorizar el camino que transitamos para el retorno. Descubrimos un laberinto
que sorprende, fascina; era aquello una extraña maraña de pasadizos,
puertas cerradas y escaleras con destinos inexplorados: un mundo nuevo,
alucinante, a revelar. Por fin mi hermano mayor encuentra la salida del bosque
de aceros y maderas, nos conduce a la zona abierta, la del cielo y el mar, allí
permanecimos mucho tiempo, nos arrastra la curiosidad –podemos permanecer, es
zona permitida-. Llama la atención aves marinas en abundancia que baten arriba
nuestro, lanchas salvavidas colgadas y alineadas sobre la baranda, bancos de
madera pintados de blanco, ventanas pequeñas redondas con marco de metal, en lo
alto, estoicas, dos grandes chimeneas exhalando; el color níveo invade la
escena y los pisos con listones de madera sin pintura. Todo, absolutamente todo
nos cautiva: la rara sensación de estar arriba del agua con el rítmico bamboleo
provocado por las olas al besarse contra el casco de la nave.
En el primer día estamos solamente
nosotros con los marinos. Tratamos de adivinar algo del nuevo idioma, el que
hablaba la tripulación, imposible de entender, era italiano y español. En el
segundo y tercer día se empezó a poblar de voces llamativas: arribaban familias
italianas y un grupo de austríacos.
Estamos en el camarote cuando suena
la sirena del vapor que se renueva cada tanto, es la señal de soltar amarras.
Ese sonido inquietante llama a la realidad, nos embarga de emociones
enfrentadas, quedan atrás sentimientos, lugares, personas, familiares y se abre
un horizonte prometedor, nuevo, desconocido, a conquistar. Mi padre permanece
callado, sostiene la cabeza con sus manos, su mirada perdida en no se sabe que
rincón de su ajetreada vida. Hay brillos en sus ojos…
¡Partimos!
En cubierta, siento el rumor de las
calderas y el manso vaivén de la nave, el horizonte se desplaza. Contagian mi
padre y familias que saludan con manos en alto, los gestos denotan ahogo.
Apoyados en la baranda, respiramos el
aire proveniente del mar, los corazones aceleran su marcha, parece un navío
enorme preparado para conducirnos a otro mundo, en paz, sin violencias, sin
temores. Pasa, fugaz, por mi mente la imagen del brazo y la mano abierta
saliendo de los escombros, un ícono de la barbarie… Solo veo luces de la costa
que se amortiguan…
¡Navegamos!
Es el atardecer, vamos hacia la
inmensidad. ¡El horizonte se va tiñendo de púrpura y el fuego del sol,
parsimonioso, se apaga ahogado en la profundidad del mar! Permanecemos parados,
petrificados, embargados por la emoción que nos regala el paisaje; nos invade
el arrebato de permanecer ante un espacio abierto, libre,
pacifico. Me invade la embriaguez de persivir una perspectiva
abierta, libre, pacífica; solo luces que se alejan en la costa.
Anuncian la cena. Para acceder al
comedor subimos a otro nivel, por encima de cubierta. Es apetitosa, consumimos
con entusiasmo después de tantos días de comidas pequeñas, aburridas. Ya en los
camarotes dormimos profundamente. Al día siguiente desperté y el
barco está anclado en un puerto español y arriban muchos pasajeros.
Desde la baranda de la cubierta descubro que cargan, con grúas formidables,
bultos y grandes cajones que alzan del ancladero y los depositan en un profundo
hueco, es la bodega de la nave. Al anochecer partimos nuevamente. Las mismas
tareas de carga se repiten en otro puerto, el de Portugal; es
allí donde la nave se completa de pasajeros. En algunas horas arribamos a Las
Canarias, allí el barco se abastece de combustible, víveres y agua potable;
seguimos dos días, e inclusive podemos bajar al puerto. Mi padre compra para mi
hermana Kinga, que cumpliría año en el trayecto, una muñeca grande, de las que
caminan.
Ya en el mar abierto, sin fronteras,
nos acompañan delfines y peces voladores; este es un espectáculo gratuito
prodigioso.
Tengo una sola decepción: comer
pescados todos los días, lo que no me gusta; ante el reclamo de que debo
alimentarme, con esfuerzo, soporto algunos bocados, los últimos permanecen en
la boca para luego llegar a la baranda y arrojarlo al mar.
En popa pasamos mucho tiempo en
suspenso viendo la prolongada estela de espumas trazada por las hélices, que se
desvanecía a la distancia.
Nos desplazamos por cubierta cuando
Geza, el más chico de mis hermanos, grita: “¡Pájaros en jaulas!”, mientras se
desliza sobre el piso para poder verlos cerca, maniobra que imitamos todos.
Debajo de dos butacas de listones de madera sin respaldos, entre columnas,
permanecen encerrados canarios y otras aves pequeñas. No salimos del
asombro, el silencio invade el lugar con el hallazgo hasta que alguien dijo:
“mañana le traemos migas de pan del desayuno”. Rumié: “¿Por qué pajaritos en un
barco?”. Todas las mañanas se repite la rutina alimentaria, es un juego
divertido hasta que un marinero, que pasaba por el lugar, nos dice: “Las aves
son de los portugueses, ellos las alimentan con semillas todas las tardes;
tengan cuidado, los dueños se van a enojar si se enteran que ustedes les dan
migas”. A pesar de la advertencia continuamos con la rutina de las migas; uno
de nosotros hacía de campana por si aparecían los dueños.
En los botes salvavidas, cubiertos
con lonas impermeables que trepamos, descubrimos bolsas bien ordenadas, de
arpillera con trama abierta, contienen galletas marineras, duras,
secas. Este hallazgo nos tienta a sacar unas pocas para comer
–alguien que advierte lo que ocurre, nos indica que aquello estaba prohibido-.
Para evitar ser descubiertos buscamos y encontramos un buen
escondrijo, allí en silencio las consumimos.
Un día notamos cierta zozobra entre
los oficiales; algunos pasajeros reclaman que una linda
y joven portuguesa, rotosa y roñosa, tiene piojos que
están contagiando a los pasando. Ante semejante novedad, el capitán ordeno,
terminantemente, que fuera aislada para evitar mayor contaminación. El destino
de la infortunada es asistir al peluquero, cuestión a la que se resiste
sin fortuna, por fin es rapada y los cabellos arrojados al mar, sigue a
continuación el baño y vestir otra ropa; lo del baño, es imposible,
no permite, por nada del mundo, aquel acto contrario a sus hábitos. Ante este
trance de insubordinación y como escarmiento el Capitán decreta llevarla a un
nuevo destino (como en la antigüedad lo fue el “carajo”) la suben por una
escalera rebatible a la plataforma más alta, la del palo mayor hasta arribar a
un pequeño habitáculo. Ya en su destino, retiran la gradería para evitar que se
fugara; el colchón y sus prendas son arrojados al mar (observamos cómo,
flotando, se alejaban lentamente), es un cuadro surrealista ver aquellos
elementos impropios “nadando” en medio del mar. La “prisionera” pasa en aquel
destino un tiempo, fue otro inesperado e ingrato acontecimiento: ver
a la joven y su situación impropia. Cuando la bajan permite, por
fin, que con un traje de baño la bañaran, fue con un chorro de
manguera, en cubierta, durante un buen rato; sin público se concluyó con la
roña.
Luego de
varias jornadas de navegación, durante el desayuno, altavoces informan que
estamos próximos a la trinchera del ecuador (trazo imaginario que divide al
mundo en norte y sur). Sale el capitán, cachazudo, e invita a todo el pasaje,
luego del almuerzo, para que vamos a la cubierta principal a festejar el
acontecimiento de cruzar al sur del mundo, cuestión de abrir bien los ojos,
puntual. Iniciamos el camino hacia un destino ignoto, ambicionado en aquellos
tiempos -resignando los orígenes- para desertar de los terrores delirantes del
“principal de los mundos”. ¡Anhelamos la paz que se nos ofrece lejana, pero que
vislumbramos!
Concluida con premura la comida,
vamos al lugar indicado. Somos los primeros; luego, como por magia, florecen de
todas partes pasajeros que saturan el espacio, avivan un fandango
“in crescendo”. De pronto escuchamos una orquesta forjada por marineros con
trompetas, maracas, tambores, y bandolinas; se arriman ejecutan melodías
italianas y caribeñas, alegres, rítmicas, suben a un tablado
colocado para el día. Como por encanto y abriéndose paso entre el gentío, se
arrima un personaje cubierto con una gran toga colorida, en su cabeza un casco
rematado con una corona, en la mano derecha porta un tridente: es el Rey
Neptuno, (1) (por debajo del manto está el redivivo Capitán) sube a
la plataforma de los músicos: allí, la “Majestad del Mar”, anuncia: “Este es el
preciso momento del cruce del trazo imaginario que divide al mundo en norte y
sur, el del Ecuador”. Los músicos silencian: durante 20 minutos germinan
luminarias y bombas de estruendo. Callados los artificios el Capitán invita a
la danza con ritmos de tarantelas, pasodobles y jazz. El baile lo
estrena el mismísimo “Rey” y se arma la parranda. Los menores descubrimos, como
por sortilegio, que un marinero se aproxima a una gran mesa cubierta con un
tapete negro, toma uno de sus extremos y con treta de ilusionista retira el
manto y aparece ante nuestros ojos el tesoro misterioso: con brillos de
cambiados colores manan manjares: frutas tropicales, otras confitadas,
mazapanes, caramelos, chocolates y otras alegrías que atiborran con derroche el
tablero; vamos corriendo, cantando y riendo, hay que ganar lugar y saturar las
manos de las delicias aparecidas como por encanto. Este acontecimiento
está archivado entre mis memorias definitivas. ¡Es la
inaugural celebración multitudinaria de mi vida! Durante algunos días, cada vez
que introduzco la mano en el bolsillo surge, como por hechizo, una golosina, la
de Neptuno.
Un día íntegro debemos permanecer en
los camarotes: una fiera tormenta con vientos alocados y tremendas
olas sacuden todo, está prohibido subir a cubierta. Al anochecer vuelve la
calma: nos invitan al comedor para cenar, pero no podemos asistir todos, estoy
con náuseas y mareado, cuestión que se prolonga por un días; asunto al que
debemos acostumbrarnos cada vez que se repite el temporal.
En el café del viernes no hubo
preguntas. Américo alargó el relato.
XIII
América
Después de tantas jornadas soleadas y
ardientes arribamos a un puerto del norte de Brasil (seguramente "Porto de
Galinhas", cerca de Recife (1)). Nuevamente cargan abastecimientos
para continuar hasta la próxima detención.
En navegación, apoyados en la baranda
divisamos muy lejanas hacia el poniente, siluetas de la costa sudamericana: nos
despierta contradictorias reminiscencias del pasado las que se extinguen en una
creciente expectación.
Días
después alcanzamos una enorme bahía con gran puerto atiborrado de embarcaciones
de calados diferentes. Recorren la costa incontables edificios. Nos explican
que se trata de la ciudad de Río de Janeiro, Capital de un país
llamado Brasil. Informan por altavoces: “Hemos arribado a una
región de gran belleza con una ciudad vistosa y que deslumbra”. Allí descienden
gran parte de los pasajeros, son los portugueses con ese destino. La
embarcación permanece tres días amarrada. Una tarde el Capitán señala los
morros que vemos y relata: “Son los famoso “Pan de Azúcar” y el
"Corcovado", en la parte más elevada del segundo pueden ver un enorme
Cristo Redentor con los brazos abiertos, está en construcción y lo inauguran el
año próximo, es de 38 metros de altura” –(papá y Gizella nos piden que nos santigüemos
al observarlo) mientras sigue señalando y describiendo trazos de la
ciudad. En la segunda jornada es posible bajar a tierra. Por indicación de la
tripulación tomamos un tranvía que transita lo principal de la ciudad; me llama
la atención que suben y descienden individuos de piel muy negra, retinta -es un
desconcierto verlos por primera vez en mi vida- solamente las palmas de las
manos son claras, ojos oscuros, nariz aplastada, ancha,
fosa nasal dilatada, labios gruesos rojos, cuando halaban presiden los diente
blancos, pómulos grande y pelo corto enrulado. El largo trayecto
resulta muy seductor, pero cansa y el intenso calor agobia. Ya de
regreso vemos cargar gran cantidad de cachos de banana con enormes redes que
vuelcan su contenido en la bodega de la nave, se desprenden y caen algunas a la
cubierta, esto despierta el deseo de recogerlas, no nos dimos cuenta que verdes
como están ensucian nuestra ropa blanca, son manchas producidas
por la sabia de fruto, que resulta imposible de eliminar, mi padre advertido de
lo que hacemos nos llama la atención. A la mañana siguiente vamos al encuentro
con nuestros casuales acompañantes, los canarios, grande fue la
sorpresa al advertir que ya no están: se los cargaron los portugueses. Al
tercer día partimos.
En alta mar llama la atención un
sonido extraño que proviene del mismo lugar, el de las jaulas: ahora ocupadas
por coloridos y escandalosos loros. Pasa el mismo marinero y reclama que no
debemos acercarnos a las aves: “Ojo… Son del Capitán”, decreta.
Navegamos dos jornadas: un día de
lluvia sin olas importantes ni vientos fuertes. Durante el trayecto
acompañan gaviotas y grandes peces que surgen del mar, vuelan y se hunden
nuevamente, son saltos acrobáticos; supe después que se
llaman “toninas”. Al atardecer de otro día llegamos a un puerto en
otra bahía, es Montevideo; allí bajan algunos emigrantes y
descargan parte de las bananas. Esa noche, en la comida, ocurre lo
esperado: ¡dejar, por fin, de ingerir pescados! (justo cuando ya me estoy
acostumbrando y puedo tolerar, un poco, los peces del mar) en su reemplazo nos
sirven un sabroso estofado con carne vacuna; un lujo en el viejo continente y
desaparecida durante toda la guerra. Esa noche, los hermanos comentamos lo
fascinante que son los sabores ignorados. Descansamos tranquilos, contentos por
lo descubierto en la cena.
XIV
Argentina
¡¡Resta muy poco!! ¡¡El barco toma
rumbo hacia el destino final!! ¡¡La agitación se apodera!! Estamos
todos apoyados en la baranda mirando inquietos, el inmenso río que se abre a
nuestro paso, esperamos vociferar: “¡¡¡LA COSTA!!!”. Navegamos por un enorme
estuario de aguas más oscuras: la proa se orienta a la ciudad de Buenos Aires
de Argentina; un país peregrino con fama de hospitalario.
Corrían los últimos días de marzo de
1951.
Fue perturbador divisar el puerto, un
"punto fijo" en nuestras mentes, como escondido, esperando ser develado.
Llegamos a media tarde. Abajo la explanada del puerto; en cubierta nos
dirigimos a la rampa: formando una larga hilera los marineros nos despiden con
gestos de satisfacción: ¡El de la misión cumplida!
En tierra algo sumo nos reclama a
estrecharnos, la emoción asalta. Mi padre en un enorme abrazo nos alcanza a
todos; vi en su cara, por primera vez, rodar lágrimas y gesto de inmensa dicha.
¡Era el triunfo ante el durísimo camino conduciendonos con la adversidad y la
muerte acechando, impiadosa!
¡Es el desenlace de la odisea!
La última etapa de una cruzada feroz, comandada por quien marca, en
nuestros corazones, un rumbo perdurable de tenacidad y valor. Lucha solitaria y
tenaz del Conductor con la compañera y cuatro hijos. ¡Su faro: la búsqueda
de una tierra en Paz!!
Nos aguardan personal diplomático y
de aduana. En una interminable fila esperamos los controles de las
documentaciones, finalizado lo administrativo, dos agentes nos guían hasta el
“Hotel de Inmigrantes”. Somos ubicados en un extremo de un enorme pabellón en
planta alta, es para hombres, con camas cuchetas de lona blanca con
frazadas y toallas; allí quedamos Papá, Péter y yo. En otro extremo está el
pabellón de mujeres donde van Gizella, mi hermana Kinga, y el menor Géza –él tiene
el pelo largo, rubio, nunca se lo cortaron desde que salió de Hungría- lo
confunden con otra nena. Los baños están en planta baja. En un enorme comedor
cenamos un plato principal sabroso (nuevamente consuelo: ¡sin pez
alguno!). La rutina, durante la estadía en el Hotel: desayuno, higiene
personal, almuerzo, paseo por la zona, cena y a dormir. En ese
espacio transitamos un mes. Una mañana se presenta, en el hall de entrada, una
persona del consulado austríaco que vocifera en idioma húngaro: “¡Béla
Flandorffer, Ingeniero Estanciero!”(1), al escuchar su nombre, mi padre con el
resto de la familia nos acercamos al funcionario, luego de los saludos de
costumbre y presentaciones, le entrega un largo registro de posibles destinos
para que elija uno: la “oferta” se extiende desde Ushuaia hasta la Quiaca,
todas zonas que tienen que ver con su profesión.
-¿Cuál de todos los destinos es el
más retirado? – Se apresura a preguntar. No quiso leer e insistió:
-El que quede más lejos de aquí, ese
quiero. -En su mente perdura lo aterrador vividos en Hungría y una ciudad
enorme como Buenos Aires la presume difícil, siendo además su
aptitud la del campo, prima el deseo de rechazar el bullicio de las grandes
capitales. Finalmente es la provincia de Salta la elegida. El
empleado repregunta:
-¿Usted está seguro del lugar que
prefiere?”. -Andor toma el listado, lo lee preciso y descubre un apellido
húngaro en la región escogida, esto fortalece su decisión.
-Si estoy seguro.
-Ratifica.
-En tres días tendrán ustedes las
documentaciones y los pasajes en ferrocarril para trasladarse a la ciudad de
Salta. -Asegura el funcionario.
Continuamos en el Hotel durante un
mes. En este trance salimos a caminar y a conocer, diariamente, parte de la
ciudad en cortos recorridos, acotados por los horarios de comidas. Entre otras
cosas veo la Torre de Los Ingleses y la plaza San Martín. Los mateos alineados
al lado de las veredas es otra de las sorpresas, no conocía ese tipo de
carruaje: todos negros con ornatos policromos y una variedad de caballos no
vistos antes; los de Hungría son distintos, menos majestuosos, más sencillos.
Conocemos el Zoológico, más grande pero no tan atractivo como el que vimos en
Viena. También visitamos una familia judía con niños, ellos viajaron con
nosotros; con los que compartimos juegos y charlas. La comunidad judía les
tenían asignada una vivienda en Buenos Aires: un chalet equipado hasta con
alfombras, cortinas y un patio amplio.
Llega el día de aprontar las valijas
y el célebre baúl. Después del almuerzo nos espera el empleado del consulado en
un mateo. Partimos hacia la Estación del Ferrocarril Belgrano, en Retiro, muy
cerca del Hotel de Inmigrantes. Un edificio enorme con numerosas vías separadas
por interminables andenes. Allí espera el tren de pasajeros con destino a
Salta; caminamos un largo corredor, arribamos al vagón que nos corresponde. Ya
en el coche destinado subimos con el equipaje, caminamos por un pasillo con
ventanas de un lado y camarotes individuales cerrados del otro; arribamos al
nuestro: abrimos la puerta, deslumbrados descubrimos una habitación de madera
lustrada con cuatro camas en cuchetas y colchones forrados en cuero color
verde, un lavatorio de acero rebatible con la tapa como mesada, ventilador
negro, espejo, percheros de metal, un armario, ropero, dos ventanas con vidrios
y persianas corredizas.
Parte el tren. Salgo del dormitorio y
me ubico en el pasillo con mi hermano Peter; descubrimos por la ventana una
interminable sucesión de casas, avenidas y calles que se interrumpen con la vía
ferroviarias, barreras bajas y un sonido de campanilla advierte el paso del
tren. Transcurren más de dos horas cuando descubro los primeros cultivos y
enormes potreros llenos de vacunos, otro con caballos; es una sucesión infinita
de campos que dejamos de ver con la noche. Un mozo de chaqueta blanca surge en
el pasillo, pregona algo en cada puerta, mi padre deduce, por señas, que debe
anotarse para la cena. Más tarde pasa nuevamente, ahora convoca, por apellidos
(el nuestro lo pronuncia con mucha dificultad), al turno de la comida; cuestión
que explica mi padre. A la hora indicada atravesamos varios vagones hasta
alcanzar al coche comedor, queda al medio del convoy. Un mozo nos ubica en las
mesas: los hermanos en una para cuatro personas, pasillo de por medio, en otra
mi padre y Gizella en compañía de dos personas con las que se
comunican con mucha dificultad, apelan a idiomas europeos: un poco en francés,
otro en alemán, nada de castellano. El menú, único, consiste en un apetitoso
primer plato: bife con puré; luego el mozo levanta los platos y deposita otros
hondos vacíos, desaparece y reaparece con una olla enorme y un gran cucharon
con el que colma de sopa los platos (en Hungría siempre se sirve al
principio); acompaña una panera con enorme tira de hogaza blanca, finalmente el
postre: queso con dulce de membrillo. Luego de la cena el tren arriba a una
importante estación muy iluminada. Regresamos al camarote. Nos resulta novedoso
utilizar aquel lavatorio oculto que aparecía desde la pared manipulando una
palanquilla; nos lavamos las manos y… ¡¡a las camas!! Mi padre nos acondiciona
de tal modo que las sábanas y colchas quedan bien ajustadas bajo el colchón,
Gizella nos hace rezar y se retiran a su camarote (el de dos camas) con
un “jo tcakát kedves gyerekek” (buen sueño queridos niños). Al despertar
descubrimos un desierto blanco: son las Salinas de Santiago del Estero que por
primera vez conozco. El calor agobia, el ventilador resulta insuficiente, la
ventana debe permanecer cerrada para evitar el ingreso de aire caliente y
tierra. El tren se detiene en pequeñas estaciones del desierto albo; en algunas
de ellas aparecen, como por encanto, numerosos vendedores que vociferan desde
el andén pregonando comidas regionales, saladas y dulces: pollos
asados con papas horneadas, empanadas, roscas dulces, miel de caña, tabletas
dulces de frutas secas… En una de las paradas mi padre compra un bollo y al
probar un bocado exclama: “este tiene grasa de vaca, no de cerdo, tiene un
gusto distinto, en Hungría se usa grasa de cerdo”. Mundo nuevo lleno de
sorpresas: un desierto salitroso que a la distancia, por la reverberación del
sol en la superficie blanca, semeja un lago movedizo a más de cuarenta grados
de temperatura. Por las ventanas se ven nubes de polvo disparadas por el paso del
tren.
A la mañana siguiente, antes del
mediodía, surge vegetación que gradualmente se espesa hasta
conformar bosques vírgenes. Escasos los poblados que pasan. Las tierras
cultivadas y los corrales desaparecen. Más adelante, a la hora de la siesta, surgen grandes
extensiones de cañaverales: ¡Andor los observa con atención!
Arribamos a una estación
importante, descienden parte de los pasajeros y dejan
vacíos asientos de primera y segunda clase; ocasión que aprovechamos para
desplazarnos por los vagones hasta los lugares vacantes. Sentados, una vez que
reanuda la marcha, avistamos a la distancia montañas con vegetación. El paisaje
se repite hasta descubrir una planicie con cultivos varios. Ahora un puente
sobre un río (tiempo después supe que se trata del río
Juramento) (1). La marcha continua por varias horas hasta una estación
grande donde ingresan pasajeros provenientes de otro tren. En el próximo
trayecto aparecen árboles cargados de frutos amarillos, mi hermano me recuerda
que son naranjas, igual a las que comimos por primera vez en Italia y que tanto
nos llamó la atención. La tarde se apaga, la noche se aproxima cuando
arribamos: ¡por fin!, luego de dos días de viaje, a la ciudad de Salta. En la
estación debemos esperar hasta que bajaran el equipaje que viene en un vagón de
cargas. Una persona nos espera, mi padre lo ubica; con su acostumbrada destreza
se hace entender a pesar del idioma, caminamos cargando los bultos hasta el
cochero que aguarda en una jardinera de cuatro ruedas tirada por dos caballos, estos
más bajos y robustos que los húngaros.
A oscuras atravesamos la ciudad; en
el trayecto vi algunos tranvías, luego seguimos la costanera de un canal que
discurre de norte a sur hasta donde terminan las casas. Cruzamos un puente,
ingresamos a un camino de tierra custodiado por hileras de árboles. Luego de
dos horas, pasando por un pequeño poblado, arribamos a una finca, allí nos
recibe, con júbilo, una familia que habla el mismo idioma nuestro: el húngaro
¡Al fin pude comunicarme con otras personas! Al otro día, luego de un sueño
renovador, el desayuno, después un baño de ducha. La
dueña cuenta que la escuela funciona desde hacen algunos días y que
a la siguiente jornada nos conducirá a los cuatro hermanos y Gizella para
inscribirnos como alumnos. Naturalmente, primero debemos aprender el idioma
castellano. Es el inicio de una larga trayectoria de adaptación a una cultura
diferente, prometedora, la de otro continente: ¡Es Latinoamérica!
-Gracias a esta sucesión de
acontecimientos muy difíciles, a veces crueles y otros felices, es que nos
encontrarnos en esta tierra. ¿Qué opinan de esta historia?
-¡¡Es única!! -Exclama Carlos.
-¡¡Asombrosa!! -Dice Alfredo-. ¿Y tu
padre, alguna vez, durante el viaje, les comentó acerca de sus sentimientos al
dejar su tierra natal?
-Nunca lo escuché de su boca. Falta
que les narre lo que pasa en Argentina. Y como nos adaptamos. Eso queda para
otros encuentros…
Colofón
“Queridos amigos. Desde hacen muchos
años, después del viaje en barco, medito acerca de la imagen que retengo de mi
padre y me pongo en su cuero cuando lo vi sentado en la cubierta del navío,
ensimismado, mientras yo jugaba":
Clavado en la popa va mirando la
estela que deja el barco, la que se desdibuja y borra en el norte:
una imagen alegórica de su pasado reciente huyendo de ese mismo norte. Asaltan
en su memoria, inconsultos mil recuerdos, torbellino incontrolado que lo
obliga, como en un círculo infernal, a recordar la guerra, la
cárcel, la madre de sus hijos y su asesinato, la lucha por la sobrevivencia de
sus cuatro pequeños ¡Tiene que abandonar esas sombras que lo oprimen! ¿Es un
salto al silencio, al olvido necesario? ¡Su historia, la familia y el abismo de
los últimos años!
Va dejando, además del frío
inclemente del invierno, metrallas, muertes, cultivos,
caballos... Logra, por momentos, vencer a esa ronda del imaginario y
su noche para integrarse al sosiego cálido de una América Latina
singular: Mezcla de acertijos y esperanzas.
Vienen con recuerdos turbulentos, impenitentes,
imágenes últimas de fugas y escondrijos en su amada Hungría -ahora
arrasada-. ¿Cómo será aquel país a dónde corremos? ¿El sosiego cálido de
la América Latina y su singular generosidad? ¿Allí mis hijos estarán bien?
¿Jeroglíficos? ¿Esperanzas? ¿Certezas? Siento ganas de llorar, pero no debo.
¡Nó! Nada de lágrimas. ¡Basta! No deseo más recuerdos tumultuosos,
obstinados. ¡Nunca más el odio, la violencia, la injusticias!”
Un pequeño barco en
medio de la inmensidad, viaja dejando, en popa, una estela que se desdibuja en el norte gélido, turbulento. Marcha separando en proa el
espejo azul oceánico en la esperanza del cálido y pacífico sur: el de la América
Latina.
ANTES: La infancia apacible, el
almacén, la Escuela, la Universidad, el barrio, los juegos, sus amigos, los
vecinos, los padres, sus hermanos, las predicas del cura, el casamiento con
Marignon, los caballos, los modos cortesanos de una elite, época de paz y
felicidad… De pronto estampidos, fugas, nacimiento de hijos, tierra arrasada,
la muerte de su amada esposa; todo fundido en una historia con final abrupto, desgarrador,
y su élite derrotada, despedazada. Protagonista obligado de la última de
las mil guerras fratricidas de Europa.
AHORA: Desarraigo, dolores, ilusión.
Va acompañado por su nueva pareja en la desesperanza y con los hijos, mientras
a su espalda la proa abre, en la inmensidad del océano, su nuevo rumbo…
…
(Deja caer las
manos que apoyan y ocultan el rostro, abre los ojos y advierte a su hijo Imre:
juega con una pequeña camioneta que tiene capó y cabina pintada de
verde, caja blanca y ruedas rojas).
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