Militares Argentinos en Paraguay
I
Antes de que despunte el sol en la
Plaza de Armas, se ejecutan los rituales castrenses. El parte diario está a
cargo del Subdirector de la “Escuela de Tropas Aerotransportadas”. Hoy es
diferente; suena la lectura del Mayor lejana pero áspera, imperturbable,
mientras repasa con la vista la formación; tal como reza la costumbre. La
alocución nos anuncia: "En respuesta a la invitación que ha hecho llegar
el Gobierno de la República de Paraguay a nuestro País, y por orden del Poder
Ejecutivo Nacional, en el día de mañana una delegación compuesta por oficiales,
suboficiales y soldados de la Primera Compañía de Infantería Aerotransportada
se trasladará, vía aérea, al país vecino con motivo del sesquicentenario independista del 12 de octubre de 1811. Allí participaremos en el desfile cívico-militar y se efectuará,
además, un lanzamiento en paracaídas con soldados de la nombrada compañía; a
tal fin, recibirán las instrucciones del caso por parte del Capitán Omega.
El anuncio es fabuloso y único en este
año complejo; suena como las cuerdas de Antonio Lucio en el inicio de sus
“Cuatro Estaciones”. El preludio de otro de los desopilantes acontecimientos de
un año sin omisiones:
“y cantaré de aquel
segundo reino
donde el humano espíritu se purga
Y de subir al cielo se hace digno.” (1)
Luego
de la primera rutina en la Plaza de Armas, y al intentar ingresar a la cuadra
para tomar el desayuno, descubrimos azorados al personaje imprevisto. Con su
silla de estilo indefinido, el maletín de cuero para utensilios manuales
lustroso por el uso, y la sábana apenas blanca, esperaba… Todo listo para
iniciar la faena. Un inconfundible virtuoso de la Edad Media en destreza
pelandruna: ¡EL PELUQUERO! A razón de dos reclutas por minuto, su accionar
resulta una hazaña prodigiosa. Llega mi turno y me someto a la vertiginosa
incursión cefálica; luego descubro, en el espejo, un desequilibrio sustancial
en el mechón de la derecha con respecto al de la izquierda. ¡Sin
posibilidad de reclamo!
II
¡¡Por fin!! Cinco de la mañana del día siguiente. El
apresto: reparto de calzoncillos paracaidistas, camisetas paracaidistas,
camisas paracaidistas, medias paracaidistas (de todas estas prendas, dos
unidades por colimba), un par de botines paracaidistas, cinturón
paracaidista y pantalón de gruesa tela invernal también paracaidista; además,
los enseres para higiene personal. Todo se dispone en la mochila. Brillante el
lustre de los botines. Al final, el baño en las duchas colectiva por
turnos de a veinte milicos por tanda, previa letrina (con ganas o sin ganas, en
lo posible con pujanza sostenida). ¡Y a engalanarse se dijo!
Última formación en la Plaza de Armas para la arenga final.
Ahora, es del Jefe Superior. La matraca se inicia con apelación al
comportamiento del soldado argentino en otro país: bien plantado y planchado,
obediencia a sus jefes naturales y respeto a los guaraníes, ni una gota de
alcohol, mujeres ni por asomo, conducta irreprochable, cortesía…; y, lo
medular, no trasmitir a nadie en Asunción, sea uniformado o civil, dato alguno
acerca de las características de nuestra “Escuela de Tropas Aerotransportadas”:
ni cantidad de soldados, ni ubicación del cuartel, ni organización jerárquica,
ni rutinas de entrenamiento, ni, ni, ni…; un secreto estratégico militar debe
guardarse bajo siete llaves, so pena de severo castigo. (Vinieron a mi mente al
instante, las charlas, que en los días de franco en la casa de
estudiantes de la ciudad, manteníamos con compañeros de Universidad llegados de
Perú, Bolivia y hasta de Paraguay. Develábamos -ignorantes del secreto
castrense- desde la forma y disposición de las letrinas "de piso" y
las arduas peripecias de su uso con los "botines puestos", hasta la
descripción de los recién llegados fusiles ametralladoras livianos y pesados
-FAL y FAP-, novedades absolutas en Sudamérica. Deambulábamos, además, por los
feroces entrenamientos para saltos paracaidistas de combates, diurnos y
nocturnos; también surgían, al pasar, los apellidos del personal, desde el jefe
de la Escuela hasta el último cabo). Precisamente habíamos dado a conocer, las
prohibiciones supremas. La arenga final, inmediatamente anterior al viaje a la
tierra guaraní, nos abrió la curiosidad.
III
Uno de noviembre de 1961. Todo listo para la partida. Nos
trasladan en camiones hasta la pista de la Escuela de Aviación de Córdoba. Al
arribar descubro, bien alineados, tres aviones Douglas DC3 y uno de carga que
exhibía su gran barriga, un “Bristol 170”. Todos ya en la tercera edad y
provenientes, seguramente, del desguace de máquinas de la segunda guerra
mundial. Uno de ellos es destinado a oficiales y suboficiales, en los otros dos
vamos nosotros, los reclutas; el panzón para los paracaídas y pertrechos. Mi
avión tiene la matrícula T.31. Sentados en el interior del fuselaje, en ambos
laterales y asegurados por correas, esperamos con ansiedad el inicio del gran
acontecimiento.
“La gloria de quien
mueve todo el mundo
el universo llena, y
resplandece
en unas partes más y
en otras menos.” (2)
El vuelo resulta tranquilo hasta entrar en la Provincia del
Chaco; allí nos espera un frente de tormenta y la nave se ve obligada a cambiar
de rumbo. Los veinte minutos que tarda nuestro bimotor en dirigirse al
aeropuerto de la Ciudad de Resistencia resultan, más que movidos, tenebrosos:
sacudidas impiadosas, súbitas, profundas inclinaciones a veces a babor o
a estribor, otras a popa o a proa. Estábamos en un “bote” sin remos en medio de
un maremoto. Luego se incorporan recorridos repiqueteantes de algunos objetos
sueltos, al modo de proyectiles inofensivos que distraen la mirada y atemperan
el desasosiego. Todo junto resulta un barullo infernal. Lo peor son los
crujidos de las alas en los bruscos cambios de curso; temo lo peor: que alguna
de ellas no resista y termine quebrándose… Pero el prodigioso oficio de los
pilotos, nos lleva a buen puerto.
¡Por fin en el aeropuerto provincial! El descenso y
aterrizaje del avión fue un soplo resucitador. Bajamos, ya tranquilos pero, en
seguida, otro suceso imprevisto: un viento tórrido, con temperatura de más de
cincuenta grados a la sombra, nos abrasa (sic) en el hangar que oficia de
living. Allí caigo en cuenta de que los pantalones son de invierno: mis
criadillas claman pero hay que disimular: “¡¡El soldado no llora!!”.
IV
A causa del frente de tormenta, los otros tres aviones van
a parar a la ciudad de Corrientes; de todos modos allí se incorporaría un
General, para comandar la delegación.
Amainado el proceso climático, nuestro avión reinicia, pacífico, el vuelo hasta
el Aeropuerto “Ñuguazú” de Asunción del Paraguay. Descendemos según la rutina y
formamos en fila doble de mayor a menor. Al frente de nosotros, separado por
cuarenta o cincuenta metros, está el edifico del Aeropuerto donde se alinean,
en perfecta simetría, la milicia y los funcionarios paraguayos (ya fastidiados
y cansados por la larga espera) pero aún mantienen la debida compostura. Los
otros tres aviones no llegan de modo que, a pleno sol, abrigados desde la
cintura para abajo, conservamos estoicamente la columna. ¡Estábamos!
De pronto, se aproxima para aterrizar un enorme avión; para
mayor espectacularidad, se trata de una máquina a retropropulsión con dos
enormes turbinas; es esta la primera aeronave a chorro que veo en mi vida. Ya
en tierra la mole plateada inicia el carreteo y se aproxima -lenta pero segura-
para detenerse, justamente, al frente de nuestra alineación. Luego, el “adonis”
comienza a girar, parsimonioso, hasta que los dos chorros de aire provenientes
de sus turbinas, todavía más cálidos que el tiempo, abrasan-abrazan, en un giro
calculado, a la pulcra formación paracaidista: de izquierda a derecha es el
itinerario del ciclón, a más de 200 km. por hora. Se apodera de mi cuerpo una
sensación de levitación. Lo primero que pierdo fue el birrete; giro y,
facilitada por el chorro de retaguardia comienzo la carrera en procura de aquel
adminículo del uniforme. Ahora advierto que mis compañeros hacen lo mismo y
peor aún, el abanderado también corre crispado detrás del estandarte. Igual
acontece con otros pendones y sus responsables. Finalmente, luego de aquella
tensa, desenfrenada cacería y sin el torbellino de la aeronave, logramos
rehacer la formación, ya bastante desgarbada. Habíamos perdido la “fina estampa”.
Los que esperan del otro lado, los funcionarios y militares
del país anfitrión, rompen filas, incluidos el Generalísimo y el Teniente
Coronel Pedotti (su yerno, socio y verdugo). Aquel desorden no se produce con
la intención de asistirnos en tal situación, sino porque estaban movidos por
una incontenible risa que les hizo perder la forma; situación que superan al
desaparecer el torbellino y, entonces, regresan a los estándares de ocasión.
Tiempo después, aparece el resto de flota argentina con su
General vestido de gala mayor.
Nueva formación al incorporarse el contingente recién
arribado, encabezada por el General argentino. Al frente, los soldados
paraguayos -que a "paso de ganso"- forman un callejón por donde se
aproximan, blandiendo sus sables en tocante ceremonial, nuestro Jefe desde el
Sur y Su Excelencia el Señor Presidente de La República del Paraguay
Generalísimo Alfredo Stroessner Matiauda, desde el Norte. Finalizados los
saludos de protocolo y en un acto de confraternidad -hasta de humildad
suprema-, el mismísimo Stroessner se aproxima, imponente, a la hilera de
colimbas argentinos (algunos sin birretes) y nos da la mano a los de
adelante, con una sonrisa diferente… ¡Es la imagen del dictador inmortalizada
por Alejo Carpentier, con las descripciones de estos ya famosos, oscuros y
repetidos personajes latinoamericanos!
Después del sofoco aeroportuario, nos trasladan en camiones
hasta un cuartel-alojamiento. Me llama la atención, en el derrotero el parchado
del pavimento. (Muchos años después, cuando conocí la ciudad de Pompeya, y al
descubrir el llamativo empedrado de las calles del primer siglo de la era
cristiana, con sus grandes “almendras” lisas, recordé el otro
"adoquinado", el de la ruta transitada desde el aeropuerto hasta
Asunción).
Finalmente
en el cuartel. Una cena soldadesca bien cocida y variada; de entrada, la
infaltable sopa paraguaya. Un rato de esparcimiento por los patios. ¡¡Y a la
cama!! Me dormí como nunca, no tuve tiempo ni para el sueño.
“dime en qué sitio están y hazme saber,
pues me aprieta el deseo, si el infierno
los amarga, o el cielo los endulza.» (3)
V
A la tarde, luego del descanso siestero a más de 50º y el
paso por los sanitarios, nos organizan en una larga ristra, en el patio. Ahora
(con sol y todo) aparece la “Diosa Fortuna”: Un oficial de Intendencia va
sacando, como un mago de la galera, -o la Divinidad de su cuerno-, unos envoltorios
blancos bien cerrados que recibimos a razón de uno por colimba. Al terminar el
reparto, el teniente explicita: "Soldados, en
cada sobre encontrarán una cantidad de dinero suficiente para que, en los ratos
de franco y mientras dure su estadía en esta Ciudad, ustedes podrán racionar
los gastos corrientes. Por ningún motivo deben pretender ayuda económica de
nadie. ¡¿Entendido?! ¡¡DEE NADIEE!! ¡¡Esto es una orden!! La cantidad que le
toca a cada uno está calculada para una comida, dos taxis, y algún otro gasto;
lo de ahora se repetirá diariamente. ¡¡El regreso al cuartel no debe extenderse
más allá de la media noche!! ¡Rompan fila y buena suerte!".
Inicio feliz para conscriptos bien dormidos, mejor comidos,
con "guita" venida del cielo y en una ciudad de mujeres
hermosas… ¿Qué puedo hacer en esta situación: veinte años de edad, tarde libre
y con las hormonas navegando por las pupilas?...
VI
Con uno de mis compañeros, Farías, salimos del cuartel. Ya
en la vereda paramos un taxi: “A la calle principal por favor”, indico
decidido. Bajamos del automóvil como si de una carroza lo hiciéramos, en “allegretto piu
andante simoniosos y fachendosos”. Exultantes, iniciamos el recorrido
mientras sentíamos caer sobre nosotros las miradas. “¡Son los paracaidistas
militares de Argentina!”, -seguramente comentarían-. ¡Somos
seductores! -suponemos-. Caminamos con pasos lentos, como los gallos al atardecer. ¡El mundo da vueltas
alrededor de nosotros! No pasa demasiado tiempo hasta que dos jóvenes
paraguayas, muy lindas de cara y de cuerpo, vestidas de clase media, se detienen para admirar a estos
dos ejemplares argentinos de clase cruda. Nos acercamos y ellas “permanecen”; es una
aceptación implícita al convite para trabar conversación. (¡Somos
protagonistas!). Luego de las presentaciones de rigor y algunas otras bobadas
de circunstancias, nos invitan a la casa de una de ellas, situación que
aceptamos sin reparo. Nuevamente el taxi hacia la "caza" de las
hermosas. Arribamos a una residencia bien trazada, pasamos al living; la música
de fondo Edith Piaf y su “Non, je ne regrette
rien”. Ofrecen cerveza. Nos enteramos de que el dueño de la morada no está:
es un coronel de aviación que se encuentra en Panamá -el país del canal con su
zona muy franca-, fue para traer electrónica comprada al por mayor y transportada,
para más seguridad, en avión militar. Una práctica sin tapujos, una
“importación” sin impuestos ni control, casi legal…
El problema brota y sin aviso: al comenzar el segundo vaso
de la espumante bebida noto como si estuviera, al atardecer, en una playa
chilena frente al Pacífico cuando el sol desdibuja el paisaje en tonalidades
rojizas, en incendios lejanos, en juego de sombras y brillos con los alcatraces dibujando el cielo. También nosotros
vamos hundiéndonos en ese paisaje pero como guerreros después de la batalla, y
absolutamente desarmados. De pronto, la realidad: los elementos de la
habitación se esfuman, desaparecen las líneas rectas primero y la sala se
puebla de inciertas curvas. Ahora las “invitadoras” son iguales -como réplicas-
y los “visitadores” somos indistintos, aunque nos conecta una incógnita. Inmediatamente…
¡aparecen las preguntas de las “niñas”; justamente las prohibidas bajo “pena de
muerte”! Al principio comienzo a responder con veracidad, haciendo honor a mi
proverbial despiste. Con algún resto de conciencia mi compañero, con una sola
mirada, me indica resignado ante la evidente derrota: "Hemos perdido la
pinta y la ofensiva”. Con esfuerzo supremo pronuncia: "Vamos".
Nos paramos penosamente; la dificultad mayor fue no arrastrar una mesita
colmada de cristales tallados, seguramente checoslovacos. Lo último fue
acertar a la puerta principal, cuestión sorteada a medias: mi brazo y hombro
derechos golpean, con gran estruendo en el marco de entrada, a manera de
despedida. Salimos a la calle. Las "seductoras" ni asoman.
Esperamos el rescate después del combate: un taxi. Pasa uno
buscando clientes; subimos a duras penas y, con alguna compostura, mi compinche
le indica: "llévenos al cuartel de infantería, taxista". Fue la
última verbalización de mi amigo. Al final del viaje, se detiene el conductor
en el portal del cuartel, abono el recorrido con el primer billete que asoma
del bolsillo, sin vuelto ni reclamo. Dormimos anestesiados, sin
posibilidad de divagar si quiera. A la mañana todavía está el sol en el océano
pero ahora a la inversa, en el atlántico. Vamos asomando de las profundidades
del naufragio de la noche anterior y sin las “mozas”.
La peripecia pasa a ser, entre los dos, un secreto militar.
El mejor guardado: ¡¡Nos doparon las niñas para que las informáramos acerca de
la Escuela de Tropas!! Resulta definitivamente cierta la "hipótesis de
conflicto" con que nos arengó el oficial de inteligencia.
Entonces comenzaba un nuevo día,
y el sol se alzaba al par que las estrellas
que junto a él el gran amor (4)
sus bellezas movió por vez primera;
así es que no inauguraba nada malo
de aquella fiera de la piel manchada (5)
VII
Llega el día de la gran demostración. Los cien “heroicos”
paracaidistas argentinos poblamos el cielo azul de Asunción, un 4 de noviembre
de 1961. Todo resulta llamativo para la multitud que asiste al espectáculo de
soldados suspendidos en el aire (una miniatura al lado de Normandía; no nos
esperan balas, ni los espárragos de Rommel, sólo aplausos). Simplemente un
pequeño percance: al saltar yo, y antes de que mi tela se inflara, rocé el
paracaídas ya desplegado de un compañero. Felizmente sin consecuencia y sellado
en tierra con un abrazo.
VIII
Al atardecer ya en libertad, como todos los días en aquel
Olimpo paraguayo. Con tiempo, y dinero, las hormonas juveniles danzan un en “allegretto”
impenitente.
¡Nos conduce Eros! "¡Taxi! ¡Queremos ir al mejor prostíbulo
de la ciudad!".
El grupo estable del local elegido está informado de los
cien soldados paracaidistas argentinos con dinero en el bolsillo. Nos esperan
con los brazos abiertos… Las puertas se separan solas cuando bajan los del primer
taxi de una caravana de colimbas. Aparece ante nosotros un salón
envuelto en humos importados y luces mitigadas; en la barra resplandecen
botellas con bebidas multicolores. Suena dulce, acompasada, el arpa
guaraní. Por todos lados se descubren hermosas jóvenes, sonrientes y
dispuestas que esperan ser elegidas. Con mi compañero de aventuras
llegamos en el cuarto taxi. Al ingresar descubrimos que las más bellas conversan
por lo bajo con los que arribaron antes; entre ellas, ya en pareja,
diviso un serafín de tez morena y ojos verdes, bella, la de mis sueños.
"Nos primeriaron" se enoja el amigo. Ya está jugada la cosa y me toca
una no tan joven y algo vigorosa; la habitación está decorada para el
momento… Salgo del recinto del amor vano, todavía soñando con el “ángel”, la de los
ojos aquellos, la tez cobriza y cadencia guaraní; el que no pudo ser.
“Mucho no lo aguanté,
mas no tan poco
que alrededor no
viera sus destellos,
cual un hierro candente
el fuego deja;” (6)
IX
Así los grandes sabios aseguran
que muere el Fénix y después renace,
cuando a los cinco siglos ya se acerca: (7)
Juro tomar un taxi mucho más temprano. Me acompaña el
colega de la rutina anterior. Ahora somos los primeros, cuando las puertas
están todavía bien trancadas. Tocamos el timbre y nos atiende, muy amable, la
que parece ser la jefa de compañía. De epidermis abundante, está bastante
“desarropada”, algo sofocada y endulzada “al mango” por un perfume excesivo.
Ingresamos y van apareciendo varios portento, uno por uno, con sus
exiguas indumentarias de colores llamativos e impregnadas de bálsamos
lujuriosos. Me apresuro cuando aparece la joven heroína de mis afanes, la de
los ojos verdes y tez morena. Es mi día suerte: tendré esa niña hermosa,
complaciente, de mirada ingenua, casi angelical, casi virgen, de castellano
difícil y guaraní musical. Se dispara la rutina: la barra, los tragos, ¿cómo te
llamas?… Por fin la habitación; aquello era el “nirvana”. ¡Al fin llega el
momento del rito milenario: la desandada a como nos trajeron al mundo!
Trajinaba yo con el cinturón cuando resuena, imperiosa, la puerta; luego silencio...,
de nuevo el estruendo y una voz autoritaria vocea: “¡abra la puerta!” Con el
pantalón en las rodillas accedo a la orden imperiosa y aparece en el portal un
policía con su uniforme de rutina y, detrás de él, un suboficial habitual de la
Escuela de Tropas sin el uniforme paracaidista. Nunca más pude, en toda mi
vida, hacer pasar por mi mente tantas cosas juntas en tan pocos segundos: “¡¿Qué
cagada hice?! ¡Se armó un lío y yo aquí, en el quilombo! ¡Ahora la policía!
¡¿Qué pasa?! ¿Y lo de la arenga del Jefe?: "¡mujeres, ni por asomo!...”
-Vístase y venga conmigo. –Habla el de
Seguridad dirigiéndose a la de mis desvelos, la de los ojos de esmeraldas y piel de caramelo.
Fue la primera pista del entuerto, y mi
capitulación…
“de tu Marcia, que
sigue suplicando
que la tengas por tuya, oh santo pecho:
en nombre de su amor, senos benigno.” (8)
Miro hacia el salón y compruebo que mi compañero también
desaliñado, prendiéndose la camisa y en puro calzoncillo.
-¿Qué pasa mi Principal? –atino a preguntar al
militar de civil.
-Nada soldado –ahora se dirige a mi elegida y completa. -Vístase y se viene con nosotros. (Mis partes regresaron a su ubicación
tradicional).
Es el final de la quimera. La chica de mi desvelo, mi Hada
Fortuna, es seleccionada, con otras -las más hermosas- para que “visiten” el
Casino de Oficiales del Cuartel de Infantería donde se alojan los nuestros.
Siempre al Norte.
Y ella, tras suspirar
piadosamente,
me dirigió la vista
con el gesto
que a un hijo enfermo
dirige su madre,(9)
¡Oh, naufragio en tierra firme! Salimos del inmueble
maldiciendo a “La Diosa Infortuna”.
Zarandea en mi mente la voz del “Gorrión de París” con su
“No, yo no siento nada”; como música de fondo. Éramos “La Legión Extranjera”
sudamericana:
Avec
mes souvenirs Con
mis recuerdos
J'ai
allumé le feu Yo
prendí el fuego
Mes
chagrins, mes plaisirs Mis
tristezas, mis placeres
Je
n'ai plus besoin d'eux Ya
no tengo necesidad de ellos
Balayés
mes amours Barridos
mis amores
Avec
leurs tremolos Con
sus trémulos
Balayés
pour toujours Barridos
para siempre
Je
repars à zéro Vuelvo
a partir de cero
Non,
rien de rien No,
nada de nada
Non,
je ne regrette rien No,
no me arrepiento de nada
Ni
le bien qu’on m’a fait, oi… Ni
el bien que me han hecho, ni el mal
Tout
ça m’est bien égal Todo
eso me da lo mismo
Non,
rien de rien No,
nada de nada
Non,
je ne regrette rien No,
no me arrepiento de nada
Car
ma vie Pues
mi vida
Car
ma joies mis
alegrías
Aujourd’hui hoy
Ça
commence avec toi… comienzan contigo... (10)
X
Al día siguiente, en el Douglas DC3, sin frente de tormenta
y el sol escondiéndose al oeste, hacia el pacífico, regresamos ahora rumbo a nuestro Sur,
“al fin del mundo”.
El retorno a la Escuela con una gloria y dos derrotas...
Al otro día,
salida de franco:
Callados, solos y sin compañía
caminábamos uno tras del otro,
lo mismo que los frailes franciscanos. (11)
__________________________
Dante Alighieri.
“La Divina Comedia”.
Traducción de Luis Martínez de Merlo
(Cátedra, Madrid).
“Biblioteca
Digital Ciudad Selva”:
(1) Purgatorio canto I – 6
(2) Paraíso Canto I - 3
(3) Infierno Canto VI - 84
(4) Infierno Canto I – 39
(5) Infierno Canto I – (40)
(6) Infierno Canto I – 60(7) Infierno Canto XXIV – 107 – 108
(8) Purgatorio Canto I
(81)
(9) El Paraíso I (102)
(10) (“Non,
Je ne reglrette rien” (“No, yo no siento nada”) Edith Piaf. (“L´Olympia” de
París. 1961).
(11) Infierno
Canto XXIII –