Salmón Rosado






SALMÓN ROSADO

Una tarde calma y ardiente del verano en el pueblo verde de lluvias, estimula a la tertulia. Estamos invitados mi esposa y yo.
El anfitrión: un escritor  famoso –premiado en “La Casa de las Américas” por el mismísimo Comandante Fidel Castro-; por entonces agregado diplomático en un país latinoamericano. (Época, aquella, en  que fue hecho Presidente Argentino Don Arturo Frondizi). Completan el grupo la cónyuge del galardonado y una pareja venida de los Estados Unidos: unión convenida entre un conocido periodista y escritor argentino y una joven bella y frágil norteamericana.  Yo ajeno, por aquellos tiempos, a toda presunción literaria.

         Recorremos, en el Fiat 600, los veinte kilómetros hasta el caserío. Calles de tierra húmeda y veredas enmohecidas; todo enmarcado por cerros encrespados. 
      La casona del convite permanece oculta por antepechos de piedra bola amañadas con calicanto y cubierta de enredaderas. Para ingresar al solar se accede   por un portón con dos hojas de hierros forjados. Luego aparece un parque amplio, en su centro  la casona de barros -tesoro arquitectónico colonial-. En la fachada una puerta de roble con banderola,  a los costados ventanas selladas con rejas. En el vasto jardín  hacen alarde: árboles, plantas exóticas y  manchones florales. Un sendero de lajas arrimadas nos traslada al ingreso.
Hacemos tronar un aldabón de bronce con cabeza de león que sacude una corona de laureles. Pasa un tiempo y se abre la puerta; nos recibe una empleada solícita; viste zapatos con cordones, medias grises, bata azul hasta los tobillos, puños bordados, delantal, guantes  y cofia blancos. 

         -Bunas tardes. –Me animo.
         -¿El señor y la señora…? -Pregunta.
         -Alfredo y mi esposa Silvia. -Respondo. (2)
         -Sí. Por favor adelante. Los esperan. –Concluye.
Al ingresar florece deslumbrante el interior de una extensa habitación atiborrado de vejeces y muebles de estilo. Se disponen, alrededor de una mesa grande, aparador y trinchante,  sillas y sillones chippendales. Encuadran el recinto muros saturados de pinturas telúricas. En la pared izquierda una puerta  deja ver un escritorio con  bibliotecas atosigadas de libros.
Preside el evento un arreglo florar en el centro de la mesada y una araña colonial colgada.
         La dueña de casa nos recibe con una amplia sonrisa… El resto de contertulios, ya presentes, se levantan y saluda. En voz alta, la dueña de casa, presenta: “Alfredo y Silvia amigos jujeños. Nuestros convidados: Ana Maria y su compañero Osvaldo, ellos viven en Estados Unidos. Tomen asiento”. Se desacomodan los dos escritores en un extremo, cerca de la biblioteca; nosotros en el otro vértice.
      Durante las presentaciones advierto que la rubia desconoce, en absoluto, el idioma español. Se trata de una mujer atractiva que  responde solo con gestos de difícil comprensión, su esposo  refriega acento porteño. 
         El anfitrión, es la figura principal, muy reconocido socialmente: Empático, cálido, ostenta un arrollador magnetismo con sus acólitos. Si, conozco su mirada de costado, furtiva, tos en carraspera al momento de alguna pregunta urticante. Con destreza instrumental paseó por  el mundo con la diplomacia y las letras. El casamiento resulto vital para sus aspiraciones.      
 
Finalizada la rutina iniciática, la pareja de invitados intercambian, por algunos instantes, frases en idioma inglés; enseguida el visitante gira en su asiento para enfrentarse al amigo escritor e inician la plática en riguroso castellano.
La dueña, con arrestos cortesanos, vestida de fiesta, entra y sale desde la cocina con platillos de colaciones. Con su intermitente presencia rompe, por momentos,  el diálogo intelectual. La  mesada se va colmando de manjares. Copas de cristal para champaña y    Whisky...
       El  diálogo va in crescendo entre los eruditos, se barajan nombres y citas bibliográfica de libros, pasando por anécdotas, condimentadas con citas textuales y recitadas con fidelidad; poco a poco se va plasmando un contrapunto. Pasados los minutos, las horas, aquello resulta  un duelo, un ejercicio de arrogancia intelectual, una carrera de quien conoce más. Se juega el deseo de mostrar erudición, de someter al otro. Agotada la posibilidad de seguir con atención la disputa, se amontonan y confunden en mis oídos nombres y circunstancias. Con esfuerzo capto algunas referencias como la de Flannery O`Connor criando sus pavos reales  y su cuento corto “La buena gente del campo”.  Con libro en mano, el dueño, lee párrafos de “Diario Argentino”, del  escritor polaco Witold Gombrowicz -venido a estas tierras huyendo de la segunda guerra mundial- es el que dijo: “Maten a Borjes”.(1) (7) Retruca el visitante con más referencias y convocatorias memorizadas. También ingresan al ambiente los latinoamericanos.    Aparecen y desaparecen escritores famosos, nobeles, y otros no tanto; también, citas, anécdotas y hasta encuentros personales.
Los únicos actores de aquel "espectáculo" resultan los prosistas. Un duelo interminable. Una pelotera por imponer sabidurías. El resto de parroquianos ausentes, invisibles, empalagados.
Estoica la dueña de casa no descansa, va y vuelve reponiendo platillos, un repertorio inagotable; por momentos se sienta y escucha fragmentos del dialogo. 
        Transito una eternidad y navego sin rumbo.  
La norteamericana -ausente del idioma hispano- repasa con la vista los detalles del mobiliario y las antigüedades, permanece callada, inanimada, ausente. Pasan las horas. La noche se anuncia apagando la lumbre de las ventanas y se inflama la araña colonial.
Pasò mucho tiempo desde el brindis inicial con champaña al momento del whisky. Mientras continúa la pugna, la invitada neoyorquina toma por su cuenta el botellón escocés que vierte en su vaso, sin demoras lo ingiere y  repite la rutina. Los hablantes siguen ensimismados en su combate, ausentes del resto. La norteamericana, sin expresión, se va perdiendo en un infinito inexorable. Finalmente desagota, sin pudor, el contenido de la botella; anoto desde mi posición su rictus triunfal, pero no me animo a intervenir, ni a "despertar" a los locuaces ante una realidad  totalmente ajena al combate; ni siquiera insinúo lo que acontece. ¡Una misión imposible!
En acto final de paquetería la anfitriona, ausente de lo que le sucede a la extranjera, reaparece con un envase metálico abierto conteniendo fetas de salmón rosado venida de Suecia, una exquisitez pocas veces vista, de costo exorbitante por aquellos años; depositado en el centro, entre las escudillas, resulta un final de "nivel". La ignota invitada baja la vista y la fija en la novedad del pez nórdico rebanado; ignorada, deja pasar algunos minutos, finalmente acerca decidida su diestra al pez de la lata y toma con delicadeza, entre pulgar e índice, una delgada feta que, siguiéndola con su mirada, la hace recorrer un lento  ascenso hasta donde el brazo se lo permite; ya en estricta verticalidad, con la cara vuelta hacia arriba y la boca abierta, libera la presa para que en caída libre acierte exactamente embocada; la situación se repite feta a feta hasta vaciar el contenido. Los protagonistas de la contienda siguen en su lucha sin cuartel con citas y nombres ajenos a la nueva situación, la dueña de casa también en su afán de ir y volver con sorpresas comestibles.
La extranjera escucha un duelo indescifrable. Ignorada,  permanece “sin entender ni jota”. Liberada, en un acto concluyente ante el abuso, eleva rumbosamente uno a uno sus miembros inferiores y deposita los pies, ahora desnudos, sobre la mesada entre bombones y cristalería con los consiguiente destrozos y batahola. ¡Por fin la realidad despierta y aterriza en la casona! Todos miramos azorados el espectáculo feroz y justiciero. “Un batuque”. La mujer es ahora la protagonista. Aflora su dignidad sepultada, su incomunicación absurda y el olvido aterrador en una circunstancia desopilante. Ya no valen citas, autores, anécdotas. ¡La gran estrella es ella!
¡Se desmorona la torre de Babel!
El paisaje de la noche y sus sombras se manifiesta con precisión puntual.


-Alfredo, por favor, ayúdame, no se puede parar. –Me implora el dueño de casa.
-Sí. Claro…
Entre los dos la elevamos y depositamos en el asiento trasero del automóvil... Arranca e inicia la marcha. ¡Se van perdiendo en la distancia y en la noche las carcajadas triunfales de  Ana Marìa!

Un gran reloj de pared marca la hora en que  despiertan los murciélagos. 

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(1) - Pasadas varias décadas de aquel combate, pude encontrar -luego de una ardua búsqueda-, al citado autor polaco en su “Diario Argentino” y su anti poesía donde apunta: “No hay cosa más instructiva que la experiencia y por eso empecé a realizar algunas muy curiosas: leía cualquier poema alterando intencionalmente su orden de tal suerte que se convertía en un absurdo y ninguno de mis oyentes -finos y cultos, por cierto y fervientes admiradores de aquel poeta- advertían la treta; o, analizando en forma detallada el texto de un poema más extenso, comprobaba con asombro que los “admiradores” ni siquiera lo habían leído completo. ¿Cómo puede ser esto entonces? ¿Admirarlo tanto y no leerlo? ¿Gozar tanto de la “precisión matemática” de las palabras y no percibir una fundamental alteración en el orden de la expresión? Pero lo que pasa es que todo este cúmulo de ficticios goces, admiraciones y deleites están basados sobre un convenio de mutua discreción…”.

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