FEUDO VIOLADO
Vivía, en 1975, en el
primer piso del Servicio de Ortopedia y Traumatología del Hospital de Niños
Ricardo Gutiérrez de Buenos Aires, dirigido por su jefe el Dr. Juan Cruz
Derqui. La actividad que se desplegaba de lunes a sábado por las mañanas era
vertiginosa. El resto de las tardes, con parte de las noches, estudiábamos. Los
domingos, por fin, la pausa al trajín impenitente de la semana.
Me tocó compartir la habitación con otro colega, un médico boliviano: Francisco Camacho
-sobrino del legendario gremialista Juan Lechín Oquendo, Secretario General de la Central Obrera de Bolivia-.
Pasaron dos meses
durante los cuales mi compañero de habitación y colega se negó rotundamente a
salir del Hospital. El motivo del auto encierro se debió a las noticias
publicadas en los diarios acerca del asesinato de psiquiatras; médicos de las nuevas corrientes
contrariando a la tradicional y etiquetados de “zurdos” -un pecado mortal por
aquella época-. Estas noticias horrorizaron a mi compañero médico, agravadas
por su vínculo sanguíneo con su tío trotskista. Suponía que podría
ser masacrado, también él, por el terrorismo desatado en Argentina. Además,
influyó sobre el ánimo de mi colega el alejamiento de nuestro
Hospital del equipo completo de cardiocirujanos infantiles.
“Costó un Perú” convencer al aterrado amigo de que no corría peligro alguno el salir del hospital porque nadie, fuera del mundillo médico del Servicio, lo conocía, ni podían relacionarlo con su tío.
“Costó un Perú” convencer al aterrado amigo de que no corría peligro alguno el salir del hospital porque nadie, fuera del mundillo médico del Servicio, lo conocía, ni podían relacionarlo con su tío.
¡Por fin llego la “auto
liberación”!
Un domingo despreocupados vamos por una zona del Barrio de Retiro. Pomposa por sus
edificios y la importancia de habitantes con apellidos que provenían de la
época colonial enriquecidos con el contrabando portuario. Sus descendientes
estancieros, producto del generoso reparto de tierras conquistadas a partir de
un decreto de 1826, el más corto de la historia. En un solo renglón
rezaba:
“Se contrata al coronel prusiano Federico Rauch para exterminar a los indios Ranqueles”.
Fdo. Bernardino Rivadavia.
Presidente.
“Se contrata al coronel prusiano Federico Rauch para exterminar a los indios Ranqueles”.
Fdo. Bernardino Rivadavia.
Presidente.
De aquellas circunstancias proviene
la historia actual de “Macoco”. El inefable playboy que
inspiró al personaje de “Isidorito Cañones”, el que acuño aquello de “tirar
manteca al techo”, socio de Gabrielle Capone con quien abrió el famoso Cabaré
en Nueva York: “El Morocco”. Falleció en 1981 a los 80 años, solitario, junto a
los recuerdos del “Von vivant”. Había "liquidado" la
estancia de sus padres y otras dos de tías solteras.
En fin… Retiro por estos
tiempos (con sus habitantes, supuestos
descendientes de la nobleza europea) se trata de una zona no animada por la “chusma” descendientes de las perpetuas guerras europeas, o de los
“cabecitas negras” arribados del
interior de la República.
Sin dinero, nos disponemos
con Pancho a regresar desde aquel barrio al hospital. Parados en la parte
alta de una esquina en declive, divisamos abajo descansando para poder
arremeter la curva en subida, una anciana de reverenciar, viste un conjunto de
telas rellenas, con cuello y muñequeras de cueros, modelo venido de
tiendas milanesas o parisinas, zapatos italianos y un sombrero de luto abrazado
por tul bordado con flores que desciende hasta un poco más arriba de la nariz.
La señora sostiene en la mano derecha un bastón de madera tallado, que en la
parte superior luce un escudo familiar finamente rematado con empuñadura de
plata repujada; con la otra mano sujeta una cadena finalizada en el collar
de pedrerías que abraza el cogote de un perro caniche peluqueado, bien depilado
en el torso, peluda la cabeza, los tobillos y el final de la cola, mechones
prolijamente peinados. El animal, con una de la patas trasera
levantada y apoyada en el último árbol de la cuadra marca, con un chorro
obsceno de orina su territorio. Terminada la micción canina, la
protagonista se dispone a escalar el giro de la esquina con indisimulado
esfuerzo sin perder la distinción. Echamos, con el amigo, un vistazo a la
situación; nos preguntamos si debemos ayudar en el ascenso al personaje en su
arrojo por superar el declive de la vereda.
La señora, resulta la fiel
representante de otra época, cuando jugaban fuerte los apellidos y las
herencias de amplias zonas rurales atiborradas de vacunos destinados al
matadero para saciar el apetito británico. Estamos en un dilema y en silencio
cuando el perro, con penetrantes ladridos anticipatorios, despierta el
ambiente. Enseguida invade la solitaria calle de la mañana el bramido, in
crescendo, de un motor en el desabrigo dominguero del medio día soleado en
el otoño porteño. La señora arranca con esfuerzo para trepar la esquina. De repente
detiene la marcha, ahora permanece estoica con la mirada dirigida al automotor
que se acerca, es un Mercedes Benz último modelo. Vehículo de lujo usados por
el estamento social del barrio; a todas luces de los que se importan para los más
acaudalados de la burguesía y que conducen pulcros choferes uniformados con
gorros de viseras que transportan,
arrellenados en el asiento de atrás, a señorones de trajes oscuros cruzados y
sombreros negros; de mirada distantes van apoltronados, apoyan el mentón en las
manos con los dedos entrecruzadas sobre la curva del bastón.
Pero el Mercedes que emergió
de repente ante nuestras vistas, no responde a los cánones de aquel reducto
urbano exclusivo. Conduce el rodado alemán, de color gris claro con patente
todavía de concesionario, un cuarentón con barba de fin de semana, pelos de la
cabeza desordenados, un gorro tipo yóquey, musculosa transpirada decorada en el
pecho con el rostro del Che Guevara, cadena al cuello y reloj dorados. A su
lado una mujer achaparrada y joven, porta en su regazo un infante de no más de
un año, otro niño parado a su lado va mirando hacia adelante; la parte
posterior del automóvil luce una muchedumbre movediza compuesta por adultos y
niños bullangueros, uno de ellos, con medio cuerpo afuera de la ventanilla
mueve los brazos con energía como si dirigiera una imaginaria orquesta que
deslizándose por la vereda lo acompaña. Un cuadro desopilante y atrevido, ajeno
totalmente a la biósfera prolija, callada, discreta, pulcra y linajuda del
entorno del barrio.
La señora del caniche gira,
con pequeños pasos, para seguir con la mirada puntualmente el decurso del
vehículo y sus festivos habitantes. No disimula un gesto de contrariedad, pero
permanece estoica y en grave silencio. El animalito continúa ladrando y con sus
ojos persigue el recorrido del auto importado como queriendo, con sus ladridos,
ahuyentar un raro e irracional suceso.
Concluido el decurso del
rodado al esfumarse en un giro y apagarse en la distancia el fandango, la
Señora, bien plantada, vuelve la mirada hacia nosotros, permanece callada
imponiendo solemnidad al momento… El perrito deja de ladrar, mira a su dueña y
mueve la cola con prisa. El silencio se apodera de la zona. Necesariamente
nuestras miradas interrogan.
Finalmente, con pausa pero
con firmeza, siempre mirándonos sin rodeos y en tono expiatorio, declara solemne en cuatro palabras su apotegma: “¡¡Peronista
tenía que ser!!...”
(Mi compañero boliviano me mira y pregunta: “¿Qué quiso decir la señora?”…)
1 comentario:
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