El Tula
EL BOMBO MAYOR
EL BOMBO MAYOR
-¡Ese
soldado flaco! Sí, el más alto, el de la nariz
ganchuda. ¡Sí usted recluta! ¡Un paso al frente!
-Sí,
miii...
-¡Reclutón!
¿No le enseñaron a atarse los cordones? ¡Carrera marrr, salto de rana...!
Fue la
presentación, en el primer día de conscripción, en Córdoba, camino a La Calera, de aquel soldado flaco, alto, algo
encorvado, lampiño, cabello enrulado
castaño oscuro, tez apenas trigueña y brillante, fuerte nariz, ojos vivaces y
una permanente sonrisa que iluminaba al rostro franco y bonachón. Venía, como
otros muchos, de la provincia de Santa Fe; había elegido, como todos, la
aventura de ser soldado paracaidista.
En aquellos
primeros meses, la instrucción intensiva de gimnasia agotadora y castigos
frecuentes, duros, se hacía sin reclamos. Flotaba en el aire la ilusión del
primer salto en paracaídas. El bautismo se haría desde aquel fatigado avión, un
DC3 bimotor (remanente de no sé qué empresas anteriores, seguramente
ingresando, por fin, al relicario de los recuerdos de muchos cientos de
soldados).
Año 1961,
en el cuartel. Seguramente uno de los años más ricos de mi vida, también de los
más duros. En aquel año entero, sin tregua, sin resquicios, sorprendente, sólo
una figura aportaba -con su permanente sonrisa a cuestas-, algo definitivamente
humano y, por añadidura, irrenunciablemente alegre.
Era el gran
trasgresor: nunca ató sus cordones, ni prendía los botones, abandonaba el
fusil, perdía las ropas. Por fin alguien daba vuelta las reglas, rompía los
códigos, ignoraba lo axiomático...
Aquello
enloqueció a curtidos, estoicos y prusianos oficiales y suboficiales.
Definitivamente no era un soldado de la primera compañía de infantería
paracaidista. Era, sí, el habitador frecuente de los calabozos o el recluido en
la carpita de campaña tendida a pleno sol, sin permiso de salida los sábados y
domingos.
-¡Soldado!
¡Venga acá!
-Sí, mi
Capitán Omega.
-¿En su
casa le enseñaron a vestirse?
-Sí, mi
Capitán.
-Entonces
no se ata los cordones por que no quiere.
-Sí, mi
Capitán
-Dígame ¿usted
eligió ser paracaidista?
-Sí, mi
Capitán.
¿Quiere
hacer el primer salto en mayo próximo?
-Sí, mi
Capitán.
-Pero,
soldado, usted no hace mérito para pertenecer a la Escuela de Tropas...
-Sí, mi
Capitán.
-He
decidido que usted y el soldado Herasinovich sí van a hacer el primer salto en
paracaídas el 12 de mayo con el resto de la compañía pero, naturalmente,
deberán demostrar cambios en sus conductas. ¡Es la última oportunidad!
-Sí, mi
Capitán.
-Puede
retirarse.
-Sí, mi
Capitán.
Hace el
saludo, como de costumbre, arqueando la muñeca y la mano al estilo de los
puentes romanos, con el birrete al costado, sin cinto, la camisa desprendida y
los cordones en libertad. Se aleja al trote, algo desgarbado y, como siempre,
sonriente.
Aquel era,
sin dudas, el mejor de los compañeros: bueno, sincero, leal “hasta el calabozo”,
gaucho y generoso. Tampoco estas condiciones le hacían bien al cliché de soldado que pretendían para
él: ordenado, prolijo, puntual... Una misión imposible.
Primera
formación, cinco y media de la mañana, primer lunes de septiembre. La compañía
alineada, al frente y, de espaldas al norte, su jefe, el capitán Omega.
-¡Soldado!
-Sí, mi
Capitán.
-¡Átese los
cordones y dé un paso al frente!
-Sí, mi
Capitán.
-¡Le dije
que se ate los cordones!
-Sí, mi
Capitán.
-Soldado,
usted no entiende nada. Un soldado tiene que ser como les enseñan sus
superiores, esa es su única verdad desde que pisó el cuartel, verdad que nadie debe ni puede poner en dudas. Los soldados son preparados para combatir y para
eso hace falta voluntad, disciplina, obediencia, espíritu de cuerpo. Usted no
responde a nada de eso y, para peor, se cree que sigue en su pueblo, hace lo
que le viene en ganas. ¡No sé por qué carajo tiene que estar aquí! ¿Se imagina
lo que le ocurriría si, estando en combate, tuviera que buscar el fusil que
olvidó en alguna parte? ¿Pensó como podría correr, para no ser alcanzado por
los proyectiles, con esos largos cordones de sus botines, sueltos? ¿O lo que le
pasaría si pretendiera charlar con algún enemigo de cómo debe tomar un mate bien cebado?
-Sí, mi
Capitán.
-¡Usted,
definitivamente, es un hombre muerto y, peor que eso, un mal ejemplo! Usted no
puede permanecer un día más en La
Escuela! A partir de
mañana, su nueva residencia será el campo de “La Perla”, un lugar que tenemos
reservado para individuos rebeldes. Allí usted tendrá la compañía de otros
descarrilados o enloquecidos reclutones
y nosotros tendremos el triste
privilegio de enviar un representante de nuestra gloriosa Escuela de Tropas Aerotransportadas
a esa mazmorra.
-Sí, mi
Capitán.
-¡Soldado!
¡A su puesto! ¡Marrrch!
Desde aquel
día, sentimos que habíamos perdido el contacto con el mundo exterior y la brisa
que entraba, sin reglas ni permisos, para regalarnos su oxígeno. Faltaba
nuestro camarada bonachón, el “no soldado”, aquel desharrapado que prefería el
castigo a tener que atarse los cordones.
No
obstante, periódicamente, en forma subrepticia y al atardecer, descalzo, apenas
con el pantalón de gimnasia y tras una larga marcha de muchos kilómetros,
aparecía montado en pelo, en un matungo sin arnés. Su equipaje: la sonrisa e
interminables relatos de los últimos sucesos.
Esas
noches, a la hora de la cena, todos sentados en el suelo, con las espaldas
apoyadas en la pared de la galería de la cuadra, tratando de acertar cuál era
el guiso y cuál la sopa, el tema de tertulia era la visita del malhadado
infante, ahora devenido en jinete de no sé qué nuevas aventuras.
Pasaron
muchos años y una tarde, después de un acto político menemista-Snopeknista en
San Salvador de Jujuy, en la calle Belgrano frente a la entrada lateral de la Catedral, me crucé con mi
antiguo compañero de armas en Córdoba. Venía sudoroso, desaliñado pero con los
cordones bien prendidos. Portaba el bombo mayor; atrás, el resto de
“bombistos”, todos fatigados.
-Hola,
Tula(1), soy Linares de la Escue... -Quise
saludarlo, pero ya no era posible, su fama política lo tenía en el Olimpo Argentino de los Dioses. Sin embargo,
todavía lucía la sonrisa de entonces...
(Tula cumplió el servicio militar obligatorio en 1961, como soldado paracaidista en la entonces "Escuela de Tropas Aerotransportadas"; camino a la Calera, Córdoba).
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