Carne de Cañón




         CARNE DE CAÑÓN
         Esa noche de 1961, mientras dormíamos, retumbó el silbato con inusitada estridencia como jamás lo había hecho en la cuadra de la Primera Compañía de Soldados Paracaidistas de la Escuela de Tropas Aerotransportadas a las dos de la mañana.
         — ¡Todos los soldados a los pies de las camas! — grita enérgicamente el subteniente de turno, flanqueado por el jefe de la compañía, el capitán Omega—. ¡Nadie habla! ¡Los de mi derecha, en columna, al baño! ¡Rápido! ¡Más rápido! ¡Ahora, los de mi izquierda!
         — ¡Vestirse con equipo de combate! ¡Tienen un minuto! ¡Encolumnarse en la puerta del depósito! ¡Rápido! ¡Más rápido! ¡Retirar el FAL con todos los cargadores y  dos granadas por conscripto! ¡Al patio de armas! ¡Carrera... MAARRR!
         En esa noche oscura y nublada, en el centro del Patio  de Armas,  está una parte de los oficiales. Hay gestos duros; ninguno habla. Se respira una tensa situación. Los suboficiales observan nuestros movimientos, escudriñándonos atentamente; algunos dibujan en sus rostros una sonrisa  sardónica...
         El subdirector de la Escuela -rígidamente “encuadrado”-, con la mirada al Norte y a voz en cuello, ordena:
         — ¡Primera compañía, alinearse y numerarse! ¡Segunda compañía...!
         El oficial de guardia va separando grupos de  cuatro soldados. Al llegar al nuestro, organiza:   
         — ¡Soldado Blanco, a partir de ahora usted es el oficial del pelotón y, por lo tanto, el máximo responsable de las órdenes que reciba! ¡Soldado Montti, suboficial! ¡Ustedes dos, Linares y Fiochi, tropa! ¡A partir de este momento forman el Pelotón de Avanzada número ocho...!
         — ¡Soldado Colombo, a partir de ahora usted es el oficial del pelotón y, por lo tanto, el máximo responsable de las órdenes que reciba! ¡Soldado Ruiz, suboficial! ¡Ustedes dos, Ibañez y Frigo, tropa! ¡A  partir de este momento forman...!
         Recibimos instrucciones de ocupar puestos en los fondos de la Escuela de Tropas Aerotransportadas, a  dos o tres kilómetros del corazón del cuartel.
         El Teniente Coronel, jefe de La Escuela, ordena una última formación, esta vez para arengarnos también enérgicamente:
         — ¡Soldados! ¡Tenemos información cierta de que Íñiguez, un ex general dado de baja del Ejército por alta traición, respondiendo a instrucciones del tirano prófugo pretende, con un grupo de irregulares, tomar por asalto nuestro cuartel esta noche! ¡Deben saber que es la hora de demostrar abnegación y valor para defender nuestra Escuela, que es también una forma de defender a la Patria...! ¡Los oficiales designados les indicarán los lugares donde deberán apostarse y las instrucciones precisas a cumplir! ¡Tienen, previamente, que camuflarse como les enseñaron para combates nocturnos en el monte! ¡Un suboficial los conducirá a sus puestos!
         Guiados por el Cabo Britos, a tientas en la oscuridad, sin hablar, entre una maraña de pastos, pequeños árboles, plantas espinosas y rastreras, pisando a gatas el pedregullo de la tierra seca, llegamos — en pleno monte — a un lugar sin ninguna referencia a la vista, solitario e inhóspito.
         — ¡Puesto número 8! —espeta el suboficial—. Desde aquí no tienen que dejar pasar a nadie, con o sin uniforme. Este es el frente de combate, una frontera inexpugnable, hecha para valientes. Ustedes son la tropa especial de nuestro glorioso Ejército, son los soldados paracaidistas de la Primera Compañía de Infantería Aerotransportada. Repasen los fusiles, tengan todo listo. ¡”Oficial” Blanco, hágase cargo!; y  Britos desapareció entre los arbustos, en dirección al cuartel...
Aquello fue más que la soledad y más que el desamparo; tan agudo como pasar de la verticalidad de la obediencia a la horizontalidad de los instintos; éramos solo nosotros ante una superficie incierta y oscura.
         Elegimos, para ocultarnos, una vieja pared semiderruida. Dejamos en un rincón las cuatro frazadas marrones y las caramañolas que, por el apuro de la partida, no habíamos llenado... ¡Todo un símbolo de vacuidad! Acurrucados, en cuclillas, nos ubicamos separados a dos  o tres metros cada uno, Nadie hablaba. Mirábamos hacia todos lados. El frío hacía su parte... Los ruidos de la noche aparecían y desaparecían a cada instante. El corazón acelerado retumbaba en los oídos pero nos manteníamos siempre a la vista entre nosotros.  Los gélidos dedos índices de las manos derechas no dejaban los gatillos.
         Mi compañero “soldado” pide permiso y se retira unos metros para orinar. En seguida sentimos el primer disparo; luego, las balas que pasan por arriba de nuestros cascos camuflados.
         ¡¡Aquello era en serio!!
         El “oficial” Blanco no atinaba a organizar el pelotón para el contraataque; tampoco el “suboficial”, de modo que, no por heroísmo sino por puro instinto de conservación, asumí el mando y ordené a los cuatro (incluido el de la evacuación vesical) que hicieran cuerpo a tierra en una zanja próxima con los fusiles cargados y listos para repeler. A partir de entonces cesaron los disparos.
         Asomó, de pronto, mi elección universitaria y mis primeras ilusiones, las que me enseñó mi padre con su entrega total al prójimo y su delantal blanco hasta los tobillos: luchar por la vida. En aquella  eternidad de sentimientos contrariados, ¿qué hacía yo allí  en una zanja con un fusil apuntando listo para provocar la muerte o morir? ¿Con la mira del FAL puesta en la cabeza de alguien, podría ordenar  a mi dedo índice apretar el gatillo y desencadenar la tragedia? La noche resultó  más tenebrosa…
          (No se vio a ningún oficial o suboficial en las proximidades de aquel páramo ni tampoco, como supimos más tarde, en el perímetro del regimiento. Según versiones de los soldados que quedaron en el cuartel, nuestros jefes estaban reunidos en uno de los inmensos galpones que oficiaban de dormitorio para ciento cincuenta conscriptos, atiborrados de camas cuchetas superpuestas de a tres. La cuadra de la Segunda Compañía...).
         Pasaron interminables minutos de silencio hasta que de pronto sentí, a treinta o cuarenta metros de distancia y a nuestro frente, el crujir de ramas provocado por  pasos muy lentos, titubeantes. Paulatinamente se fue dibujando, en aguatinta con fondo claro de nubes nocturnas y trazos intrincados de arbustos casi secos y pastos quebradizos, la silueta algo desgarbada -agazapada y con el arma lista- de un “irregular”.  Pero... con uniforme muy parecido al nuestro.
         — ¡Hijos de puta!— digo casi en secreto—. Nos quieren confundir.
          Ordené absoluto silencio y que apuntaran sin hacer fuego hasta ver quiénes lo acompañaban y desde dónde venían. Se iba acercando aquella sombra... Cuando estaba ya a veinticinco o treinta metros, tropezó y cayó entre la hojarasca del monte.
         —La puta madre— blasfema y trata de reincorporarse para buscar el fusil perdido.
         Gateando, se va acercando a nuestro puesto de avanzada. Doy orden a mis compañeros de no disparar. Esa figura, esa voz gutural y cansina era inconfundible y familiar... 
          — ¿Soldado Moreno?— grito.
          — Sí, soy Moreno— me responde.
          — ¿Qué hacés aquí?
          — ¿Que querés que haga, boludo? Es el puesto que nos dieron. Con Novaresio vimos movimientos, justo donde estás vos ahora.
          — ¡Nosotros siempre estuvimos aquí!
          — ¡¿Qué?! ¡Entonces eran ustedes a los que les disparamos...!       
         A partir de entonces, la noche comenzó a poblarse de gritos in crescendo, estridentes, enérgicos, casi marciales, que se trasmitían de puesto en puesto, y en curioso fenómeno opuesto, otros gritos —iniciados en las avanzadas— iban perdiéndose en el monte, en dirección a la Plaza de Armas de la “gloriosa” Escuela de Tropas Aerotransportadas, en el camino a La Calera.
         — ¡Oficial Ortiz, soldado paracaidista clase cuarenta, puesto de avanzada número uno, sin novedad!
         — ¡Suboficial Quaranta, soldado paracaidista clase cuarenta, puesto de avanzada número tres, sin novedad!
         — ¡Soldado Buttignol, soldado paracaidista clase cuarenta, puesto de avanzada número doce, sin novedad!
         — ¡Oficial Bozicovich, soldado paracaidista clase cuarenta, puesto de avanzada número quince, sin novedad!
         — ¡Soldado Morales...!
         — ¡Oficial Lucero...!
         — ¡Oficial Herasinovich...!
         — ¡Soldado Lozada...!
         ...
         “Los que saben”, los verdaderos oficiales y suboficiales... ¡AUSENTES!
                   Desde entonces comprendí aquello de “ser carne de cañón”.
                   Jamás el General Íñiguez estuvo por tomar ningún cuartel, ni el “tirano prófugo” regresaba en un avión negro.

2 comentarios:

Alfredo Linares dijo...

Este es un relato de los varios que publicaré y que responden -absolutamente- a la realidad, si bien los nombres de mis compañeros soldados pudieron corresponder, o no, a los actores de aquellas vanguardias (los años transcurridos atentan contra más precisiones).
Aquel fue un año "completo", se iba "gestionando" el enfrentamiento entre azules y colorados del año siguiente (1962) en busca del poder; la Escuela de Tropas Aerotransportadas respondía a la fracción colorada.
El resto vendrá en próximas publicaciones.
Alfredo.

Alfredo Linares dijo...

"El Bombo Mayor" corresponde a la misma época y lugar que "Carne de Cañón"