El Tula

 



                                                 El Tula
                             BOMBO MAYOR
                                     (Carlos Pascual)

             -¡Ese soldado flaco! Sí, el más alto, el de la nariz  ganchuda. ¡Sí usted recluta! ¡Un paso al frente!
            -Sí, miii...
            -¡Reclutón! ¿No le enseñaron a atarse los cordones? ¡Carrera marrr, salto de rana...!
            Fue la presentación, en el primer día de conscripción, en Córdoba,  camino a La Calera, de aquel soldado flaco, alto, algo encorvado,  lampiño, cabello enrulado castaño oscuro, tez apenas trigueña y brillante, fuerte nariz, ojos vivaces y una permanente sonrisa que iluminaba al rostro franco y bonachón. Venía, como otros muchos, de la provincia de Santa Fe; había elegido, como todos, la aventura de ser soldado paracaidista.
            En aquellos primeros meses, la instrucción intensiva de gimnasia agotadora y castigos frecuentes, duros, se hacía sin reclamos. Flotaba en el aire la ilusión del primer salto en paracaídas. El bautismo se haría desde aquel fatigado avión, un DC3 bimotor (remanente de no sé qué empresas anteriores, seguramente ingresando, por fin, al relicario de los recuerdos de muchos cientos de soldados).
            Año 1961, en el cuartel. Seguramente uno de los años más ricos de mi vida, también de los más duros. En aquel año entero, sin tregua, sin resquicios, sorprendente, sólo una figura aportaba -con su permanente sonrisa a cuestas-, algo definitivamente humano y, por añadidura, irrenunciablemente alegre.         
            Era el gran trasgresor: nunca ató sus cordones, ni prendía los botones, abandonaba el fusil, perdía las ropas. Por fin alguien daba vuelta las reglas, rompía los códigos, ignoraba lo axiomático...
            Aquello enloqueció a curtidos, estoicos y prusianos oficiales y suboficiales. Definitivamente no era un soldado de la primera compañía de infantería paracaidista. Era, sí, el habitador frecuente de los calabozos o el recluido en la carpita de campaña tendida a pleno sol, sin permiso de salida los sábados y domingos.
            -¡Soldado! ¡Venga acá!
            -Sí, mi Capitán Omega.
            -¿En su casa le enseñaron a vestirse?
            -Sí, mi Capitán.
            -Entonces no se ata los cordones por que no quiere.
            -Sí, mi Capitán
            -Dígame ¿usted eligió ser paracaidista?
            -Sí, mi Capitán.
            ¿Quiere hacer el primer salto en mayo próximo?
            -Sí, mi Capitán.
            -Pero, soldado, usted no hace mérito para pertenecer a la Escuela de Tropas...
            -Sí, mi Capitán.
            -He decidido que usted y el soldado Herasinovich sí van a hacer el primer salto en paracaídas el 12 de mayo con el resto de la compañía pero, naturalmente, deberán demostrar cambios en sus conductas. ¡Es la última oportunidad!
            -Sí, mi Capitán.
            -Puede retirarse.
            -Sí, mi Capitán.
            Hace el saludo, como de costumbre, arqueando la muñeca y la mano al estilo de los puentes romanos, con el birrete al costado, sin cinto, la camisa desprendida y los cordones en libertad. Se aleja al trote, algo desgarbado y, como siempre, sonriente.
            Aquel era, sin dudas, el mejor de los compañeros: bueno, sincero, leal “hasta el calabozo”, gaucho y generoso. Tampoco estas condiciones le hacían bien al cliché de soldado que pretendían para él: ordenado, prolijo, puntual... Una misión imposible.

            Primera formación, cinco y media de la mañana, primer lunes de septiembre. La compañía alineada, al frente y, de espaldas al norte, su jefe, el capitán Omega.
            -¡Soldado!
            -Sí, mi Capitán.
            -¡Átese los cordones y dé un paso al frente!
            -Sí, mi Capitán.
            -¡Le dije que se ate los cordones!
            -Sí, mi Capitán.
            -Soldado, usted no entiende nada. Un soldado tiene que ser como les enseñan sus superiores, esa es su única verdad desde que pisó el cuartel, verdad que nadie debe ni puede poner en dudas. Los soldados son preparados para combatir y para eso hace falta voluntad, disciplina, obediencia, espíritu de cuerpo. Usted no responde a nada de eso y, para peor, se cree que sigue en su pueblo, hace lo que le viene en ganas. ¡No sé por qué carajo tiene que estar aquí! ¿Se imagina lo que le ocurriría si, estando en combate, tuviera que buscar el fusil que olvidó en alguna parte? ¿Pensó como podría correr, para no ser alcanzado por los proyectiles, con esos largos cordones de sus botines, sueltos? ¿O lo que le pasaría si pretendiera charlar con algún enemigo de cómo  debe tomar un mate bien cebado?
            -Sí, mi Capitán.
            -¡Usted, definitivamente, es un hombre muerto y, peor que eso, un mal ejemplo! Usted no puede permanecer un día más en La Escuela! A  partir de mañana, su nueva residencia será el campo de “La Perla”, un lugar que tenemos reservado para individuos rebeldes. Allí usted tendrá la compañía de otros descarrilados o enloquecidos reclutones  y nosotros tendremos   el triste privilegio de enviar un representante de nuestra  gloriosa Escuela de Tropas Aerotransportadas a  esa mazmorra.
            -Sí, mi Capitán.
            -¡Soldado! ¡A su puesto! ¡Marrrch!
            Desde aquel día, sentimos que habíamos perdido el contacto con el mundo exterior y la brisa que entraba, sin reglas ni permisos, para regalarnos su oxígeno. Faltaba nuestro camarada bonachón, el “no soldado”, aquel desharrapado que prefería el castigo a tener que atarse los cordones.
            No obstante, periódicamente, en forma subrepticia y al atardecer, descalzo, apenas con el pantalón de gimnasia y tras una larga marcha de muchos kilómetros, aparecía montado en pelo, en un matungo sin arnés. Su equipaje: la sonrisa e interminables relatos de los últimos sucesos.
            Esas noches, a la hora de la cena, todos sentados en el suelo, con las espaldas apoyadas en la pared de la galería de la cuadra, tratando de acertar cuál era el guiso y cuál la sopa, el tema de tertulia era la visita del malhadado infante, ahora devenido en jinete de no sé qué nuevas aventuras.

            Pasaron muchos años y una tarde, después de un acto político menemista-Snopeknista en San Salvador de Jujuy, en la calle Belgrano frente a la entrada lateral de la Catedral, me crucé con mi antiguo compañero de armas en Córdoba. Venía sudoroso, desaliñado pero con los cordones bien prendidos. Portaba el bombo mayor; atrás, el resto de “bombistos”, todos fatigados.
            -Hola, Tula(1), soy Linares de  la Escue... -Quise saludarlo, pero ya no era posible, su fama política lo tenía en el  Olimpo Argentino de los Dioses. Sin embargo, todavía lucía la sonrisa de entonces...

            (1) Tula (apodo)Famoso organizador de una banda de "bombistos" que acompañaron y animaron todos los actos públicos -con sus respectivos bombos- durante los diez años del mandato presidencial de Carlos Saúl Menem; inclusive lo hizo en algunos viajes a otros  países.
                (Tula cumplió el servicio militar obligatorio en 1961, como soldado paracaidista en la entonces "Escuela de Tropas Aerotransportadas"; camino a la Calera, Córdoba. Caracterización escrita y publicada en este Blog el 17 de diciembre de 2012).

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