LA PROEZA DEL SEMILLÓN

 

        Las seis de la tarde en el tercer patio del caserón familiar, el del lavadero; allí se aprestan la paila de cobre con el cayote pelado y desgarrado encima del brasero negro de tres patas, listo para transformarse en dulce de finas hebras canela ; será revuelto hasta lograr la delicia  (con la recompensa postrimera de la raspa).


        “Comprá un kilo de azúcar, en lo de Cognetta. Llevá                       la libreta” -Ordena mi madre.

        Como era frecuente, las compras en el almacén de la esquina. Calzo las zapatillas menos agotadas y parto al negocio. Para cruzar la calle, debo esperar en el cordón de la vereda a que suceda un espacio entre la maraña de bicicletas montadas por albañiles, vendedores, mecánicos, empleados, vendedores callejeros… A esa hora regresan a sus hogares en las villas, del otro lado del rio Xibi Xibi.

En la vereda de enfrente, inevitable, paso por la casa donde fuera asesinado Juan Galo Lavalle (1) a manos de José Bracho, entre las cinco y media y las seis de la mañana del 9 de octubre de 1841, cuando se rezaba la primera misa en la iglesia San Francisco. Ya en el almacén, con ingreso principal en la propia esquina trepo los escalones de la puerta lateral del comercio, ingreso por el salón que oficia de cantina  para parroquianos, desde allí por una puerta al local. Construcción aquella  con pisos de ladrillo, paredes de adobes alisadas con calicanto, techo de caña y torta de barro coronado, en etapa posterior, con tejas “chunqueras” -moldeadas vaya a saber en qué muslos tejeros del siglo XVIII-. Todo sostenido por robustas viguerías de quiebrahacha (2) talladas con azuela. Esa primera habitación es el motivo de mi curiosidad: recinto frecuente de notorios figurones. Allí permanecían casi en penumbras, inalterables, generosos, repletos, dos grandes toneles de roble —uno con el apetecido licor tinto, el otro con el codiciado néctar del “semillón”—. De vez en cuando, desde los grifos de madera cae una gota en latas desocupadas de dulce de batata ahora rellenas de aserrín y colocadas en el piso. Como  siempre, penetra sin piedad el invariable aroma del vino que inunda el consagrado recinto.


        Alrededor de las cinco de la tarde, en dos mesas arrimadas de pino, ya cansadas, gastadas por el uso, que descubren impúdicas sus vetas y nudos; la ocupan, fijos, los de casi todas las tardes. Son los mismos protagonistas que se dejan ver, en los mediodías, mostrados con trajes, solemnes, campanudos, intactos, casi ilustres; caminando por la calle Belgrano desde Necochea hasta la Iglesia Catedral, una usanza diaria, rutina aparatosa pero necesaria a sus notoriedades en la pequeña y pueblerina ciudad. Son algunos de los cofrades integrantes del más alto referente social de aquella minúscula, tranquila y linda —casi colonial— “Muy Leal y Constante Ciudad de San Salvador de Jujuy”. Antes de la trágica debacle arquitectónica.


        En aquel ámbito vinoso -un ícono de barros- junto a la ventana, apoltronados en sillas de madera se ven temprano en las tardes: al ex gobernador interino, a don Fenelón finquero de Santa Bárbara, el presidente del Club Social, un Senador Nacional con mandato cumplido,  Ministro con mando, Juez mañanero, el Presidente del Banco y otros ilustres jujeños, apiñados. Pasadas las horas se va ampliando con otros representantes de la prosapia jujeña, siempre poseedores de apellidos sonoros. Beben y beben manteniendo la estampa, denotando alcurnia. El parloteo discurre entre  añoranzas y esplendores, apellidos y relaciones. Son típicos, notables.

El despensero, ahora transmutado en cantinero, sirve desde las barricas hasta colmar largos vasos lisos de vidrio sin derramar una gota, el ambicionado líquido claro o purpúreo.


        Más tarde, a la hora de salida del trabajo, arribaban  sin estridencias: empleados de comercio, albañiles, pintores… Trabajadores con las improntas de la faena diaria, con sus ropas gastadas, sucias. Se ubican  en las mesas restantes. Un recién apoltronado proclama: "Para mí un tinto”… Silencio… “Para mí, un semillón”, retruca un recién llegado de traje de hilo blanco, sombrero y apellido importante al momento de dejar colgado su paraguas en la percha y abrirse espacio en las mesas de los escogidos. 

         Aquel almacén ronda, todavía, en mis gratos recuerdos de infancia; pero es más fuerte la memoria de aquel espacio, el de los vinos y sus parroquianos.

Pasa algún tiempo en el que los adelantados sostienen la estampa y la distancia. Las otras mesas están ocupadas por “ignotos” personajes después del laburo. Poco a poco se va respirando en el ambiente una creciente embriaguez que contagia a todas las mesas.

Y ¡oh por fin! ocurre el milagro: van desapareciendo las diferencias, los  desacuerdos, la distancia; se entrecruzan ocurrencias, cae la prosapia  y se van  igualando los dos escalafones, asoman, sin dudas, las fibras del inconsciente y desaparecen incompatibilidades, el vocabulario se va emparejando, vulgarizando y anima a todos una fraternal lisonja. Aflora, la solución: lo común por sobre lo diferente, lo auténtico sobre la novelesco, lo reprimido por lo liberado, lo humano por sobre todo y hasta se intercambian las mesas.

       No puedo imaginar, ni remotamente, cómo harían –ahora- los entonces ignotos, ilustres y aplicados contertulios con los laburantes en un despacho de bebidas,  despojados de toda bambolla rimbombante —como lo fuera en la casi esquina noreste de calles Lavalle y San Martín, a fines de los años cuarenta (mucho antes de Ray Conniff) — para describir tanta alcurnia al momento de pedir (hasta el moño): “Para mí, otro semillón”.

Esta historia me recuerda dos pasajes poéticos que reflexionan sobre la fugacidad de la vida y la fama:

“Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir” de Jorge Manrique Allá por el siglo XV. Y más actual en el siglo XX de Nicola Guillén: 

Alcemos una muralla, juntando todas las manos,    los negros las manos negras,    los blancos sus blancas manos.    Ay,  una muralla que vaya desde la playa hasta el monte     desde el monte hasta la playa, bien,     allá por el horizonte.  

________________

      (Han pasado más de setenta años y al popular bebedizo —a secas semillón— lo colmaron de linaje complicándole hasta el nombre. Ahora, para encontrarnos con aquel generoso pío (4), hay que saber que se “elabora con uvas botritizadas Semillón...” (5). Debe decirse, también, que este vino “es un asunto untuoso, de nariz compleja, repleto de matices, que remite en primera instancia a la miel. Andan por ahí los recuerdos de frutas como el maracuyá y el melón...” “Un vino denso que tolerará con firmeza los embates de la nuez”. “La tradición popular indica que los Semillones son dulzones; ojo, esto no quiere decir con “azúcar residual” sino con una nariz que hace pensar en cosas dulces, etc. etc.).


        Bibliografía.

         Fialayre, Federico (Sommelier del Restaurante Tomo I). “Bondades de los Semillón”, en Cocina & Vinos de la Revista Viva.

 

         1. Referencia al General Juan Galo Lavalle, cuyo nombre designa a una calle céntrica de San Salvador de Jujuy.

         2. Tejas “chunqueras”: de barro que los tejeros elaboraban sobre la parte superior de la pierna (muslo), tomando forma acanalada y de mayor a menor. El vocablo proviene de la palabra quechua chunkka que significa, precisamente, `pierna´.

 

         3. Quiebrahacha: maderas duras en general. De allí deriva el término `quebracho´.

         4. Pío: germ. Vino de uva.

       5. Botritis cinerea: moho que produce una enfermedad que ataca a la uva quitándole líquido y concentrando el caldo. 

 

Alfredo Linares.

 







LA PROEZA DEL SEMILLÓN

 

        Las seis de la tarde en el tercer patio del caserón familiar, el del lavadero; allí se aprestan la paila de cobre con el cayote pelado y desgarrado encima del brasero negro de tres patas, listo para transformarse en dulce de finas hebras canela ; será revuelto hasta lograr la delicia  (con la recompensa postrimera de la raspa).


        “Comprá un kilo de azúcar, en lo de Cognetta. Llevá                       la libreta” -Ordena mi madre.

        Como era frecuente, las compras en el almacén de la esquina. Calzo las zapatillas menos agotadas y parto al negocio. Para cruzar la calle, debo esperar en el cordón de la vereda a que suceda un espacio entre la maraña de bicicletas montadas por albañiles, vendedores, mecánicos, empleados, vendedores callejeros… A esa hora regresan a sus hogares en las villas, del otro lado del rio Xibi Xibi.

En la vereda de enfrente, inevitable, paso por la casa donde fuera asesinado Juan Galo Lavalle (1) a manos de José Bracho, entre las cinco y media y las seis de la mañana del 9 de octubre de 1841, cuando se rezaba la primera misa en la iglesia San Francisco. Ya en el almacén, con ingreso principal en la propia esquina trepo los escalones de la puerta lateral del comercio, ingreso por el salón que oficia de cantina  para parroquianos, desde allí por una puerta al local. Construcción aquella  con pisos de ladrillo, paredes de adobes alisadas con calicanto, techo de caña y torta de barro coronado, en etapa posterior, con tejas “chunqueras” -moldeadas vaya a saber en qué muslos tejeros del siglo XVIII-. Todo sostenido por robustas viguerías de quiebrahacha (2) talladas con azuela. Esa primera habitación es el motivo de mi curiosidad: recinto frecuente de notorios figurones. Allí permanecían casi en penumbras, inalterables, generosos, repletos, dos grandes toneles de roble —uno con el apetecido licor tinto, el otro con el codiciado néctar del “semillón”—. De vez en cuando, desde los grifos de madera cae una gota en latas desocupadas de dulce de batata ahora rellenas de aserrín y colocadas en el piso. Como  siempre, penetra sin piedad el invariable aroma del vino que inunda el consagrado recinto.


        Alrededor de las cinco de la tarde, en dos mesas arrimadas de pino, ya cansadas, gastadas por el uso, que descubren impúdicas sus vetas y nudos; la ocupan, fijos, los de casi todas las tardes. Son los mismos protagonistas que se dejan ver, en los mediodías, mostrados con trajes, solemnes, campanudos, intactos, casi ilustres; caminando por la calle Belgrano desde Necochea hasta la Iglesia Catedral, una usanza diaria, rutina aparatosa pero necesaria a sus notoriedades en la pequeña y pueblerina ciudad. Son algunos de los cofrades integrantes del más alto referente social de aquella minúscula, tranquila y linda —casi colonial— “Muy Leal y Constante Ciudad de San Salvador de Jujuy”. Antes de la trágica debacle arquitectónica.


        En aquel ámbito vinoso -un ícono de barros- junto a la ventana, apoltronados en sillas de madera se ven temprano en las tardes: al ex gobernador interino, a don Fenelón finquero de Santa Bárbara, el presidente del Club Social, un Senador Nacional con mandato cumplido,  Ministro con mando, Juez mañanero, el Presidente del Banco y otros ilustres jujeños, apiñados. Pasadas las horas se va ampliando con otros representantes de la prosapia jujeña, siempre poseedores de apellidos sonoros. Beben y beben manteniendo la estampa, denotando alcurnia. El parloteo discurre entre  añoranzas y esplendores, apellidos y relaciones. Son típicos, notables.

El despensero, ahora transmutado en cantinero, sirve desde las barricas hasta colmar largos vasos lisos de vidrio sin derramar una gota, el ambicionado líquido claro o purpúreo.


        Más tarde, a la hora de salida del trabajo, arribaban  sin estridencias: empleados de comercio, albañiles, pintores… Trabajadores con las improntas de la faena diaria, con sus ropas gastadas, sucias. Se ubican  en las mesas restantes. Un recién apoltronado proclama: "Para mí un tinto”… Silencio… “Para mí, un semillón”, retruca un recién llegado de traje de hilo blanco, sombrero y apellido importante al momento de dejar colgado su paraguas en la percha y abrirse espacio en las mesas de los escogidos. 

         Aquel almacén ronda, todavía, en mis gratos recuerdos de infancia; pero es más fuerte la memoria de aquel espacio, el de los vinos y sus parroquianos.

Pasa algún tiempo en el que los adelantados sostienen la estampa y la distancia. Las otras mesas están ocupadas por “ignotos” personajes después del laburo. Poco a poco se va respirando en el ambiente una creciente embriaguez que contagia a todas las mesas.

Y ¡oh por fin! ocurre el milagro: van desapareciendo las diferencias, los  desacuerdos, la distancia; se entrecruzan ocurrencias, cae la prosapia  y se van  igualando los dos escalafones, asoman, sin dudas, las fibras del inconsciente y desaparecen incompatibilidades, el vocabulario se va emparejando, vulgarizando y anima a todos una fraternal lisonja. Aflora, la solución: lo común por sobre lo diferente, lo auténtico sobre la novelesco, lo reprimido por lo liberado, lo humano por sobre todo y hasta se intercambian las mesas.

       No puedo imaginar, ni remotamente, cómo harían –ahora- los entonces ignotos, ilustres y aplicados contertulios con los laburantes en un despacho de bebidas,  despojados de toda bambolla rimbombante —como lo fuera en la casi esquina noreste de calles Lavalle y San Martín, a fines de los años cuarenta (mucho antes de Ray Conniff) — para describir tanta alcurnia al momento de pedir (hasta el moño): “Para mí, otro semillón”.

Esta historia me recuerda dos pasajes poéticos que reflexionan sobre la fugacidad de la vida y la fama:

“Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir” de Jorge Manrique Allá por el siglo XV. Y más actual en el siglo XX de Nicola Guillén: 

Alcemos una muralla, juntando todas las manos,    los negros las manos negras,    los blancos sus blancas manos.    Ay,  una muralla que vaya desde la playa hasta el monte     desde el monte hasta la playa, bien,     allá por el horizonte.  

________________

      (Han pasado más de setenta años y al popular bebedizo —a secas semillón— lo colmaron de linaje complicándole hasta el nombre. Ahora, para encontrarnos con aquel generoso pío (4), hay que saber que se “elabora con uvas botritizadas Semillón...” (5). Debe decirse, también, que este vino “es un asunto untuoso, de nariz compleja, repleto de matices, que remite en primera instancia a la miel. Andan por ahí los recuerdos de frutas como el maracuyá y el melón...” “Un vino denso que tolerará con firmeza los embates de la nuez”. “La tradición popular indica que los Semillones son dulzones; ojo, esto no quiere decir con “azúcar residual” sino con una nariz que hace pensar en cosas dulces, etc. etc.).


        Bibliografía.

         Fialayre, Federico (Sommelier del Restaurante Tomo I). “Bondades de los Semillón”, en Cocina & Vinos de la Revista Viva.

 

         1. Referencia al General Juan Galo Lavalle, cuyo nombre designa a una calle céntrica de San Salvador de Jujuy.

         2. Tejas “chunqueras”: de barro que los tejeros elaboraban sobre la parte superior de la pierna (muslo), tomando forma acanalada y de mayor a menor. El vocablo proviene de la palabra quechua chunkka que significa, precisamente, `pierna´.

 

         3. Quiebrahacha: maderas duras en general. De allí deriva el término `quebracho´.

         4. Pío: germ. Vino de uva.

       5. Botritis cinerea: moho que produce una enfermedad que ataca a la uva quitándole líquido y concentrando el caldo. 

 

Alfredo Linares.

 

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