Salmon Rosado

 

 

                        SALMÓN  ROSADO

 

Una tarde calma y ardiente del verano en el pueblo verde de lluvias, estimula a la tertulia. Estamos invitados mi esposa y yo.

El anfitrión: un escritor  famoso –premiado en “La Casa de las Américas” por el mismísimo Comandante Fidel Castro-; por entonces agregado diplomático en un país latinoamericano. (Época, aquella, en  que fue hecho Presidente Argentino Don Arturo Frondizi). Completan el grupo la cónyuge del galardonado y una pareja venida de los Estados Unidos: unión convenida entre un conocido periodista y escritor argentino y una joven bella y frágil norteamericana.  Yo ajeno, por aquellos tiempos, a toda presunción literaria.

         Recorremos, en el Fiat 600, los veinte kilómetros hasta el caserío. Calles de tierra húmeda y veredas enmohecidas; todo enmarcado por cerros encrespados. 
        La casona del convite permanece oculta por antepechos de piedra bola amañadas con calicanto y cubierta de enredaderas. Para ingresar al solar se accede   por un portón con dos hojas de hierros forjados. Luego aparece un parque amplio, en su centro  la casona de barros -tesoro arquitectónico colonial-. En la fachada una puerta de roble con banderola,  a los costados ventanas selladas con rejas. En el vasto jardín  hacen alarde: árboles, plantas exóticas y  manchones florales. Un sendero de lajas arrimadas nos traslada al ingreso.

Hacemos tronar un aldabón de bronce con cabeza de león que sacude una corona de laureles. Pasa un tiempo y se abre la puerta; nos recibe una empleada solícita; viste zapatos con cordones, medias grises, bata azul hasta los tobillos, puños bordados, delantal, guantes  y cofia blancos. 

 

         -Bunas tardes. –Me animo.

-¿El señor y la señora?

-Pregunta.                                                  

         -Alfredo y mi esposa Silvia. -Respondo. (2)

         -Sí. Por favor adelante. Los esperan. –Concluye.

Al ingresar florece deslumbrante el interior de una extensa habitación atiborrado de vejeces y muebles de estilo. Se disponen, alrededor de una mesa Luis XV con sus sillas, aparador y trinchante al estilo,  arrimados a la pared sillones chippendales. Encuadran el recinto muros saturados de pinturas telúricas. En la pared izquierda una puerta  deja ver un escritorio con  bibliotecas atosigadas de libros, una ventana con vitrales y escudo multicolores.

Preside el evento un arreglo florar en el centro de la mesada y una araña colonial colgada.

         La dueña de casa nos recibe con una amplia sonrisa… El resto de contertulios, ya presentes, se levantan y saluda. En voz alta, la dueña de casa, presenta: “Alfredo y Silvia amigos jujeños. Nuestros convidados: Ana Maria y su compañero Osvaldo, ellos viven en Estados Unidos. Tomen asiento”. Se desacomodan los dos escritores en un extremo, cerca de la biblioteca; nosotros en el otro vértice.

        Durante las presentaciones advierto que la rubia desconoce, en absoluto, el idioma español. Se trata de una mujer atractiva que  responde solo con gestos de difícil comprensión, su esposo  refriega acento porteño. 

         El anfitrión, es figura principal, muy reconocido socialmente: Empático, cálido, ostenta un arrollador magnetismo con sus acólitos. Si, conozco su mirada de costado, furtiva, tos en carraspera al momento de alguna pregunta urticante. Con destreza instrumental paseó por  el mundo con la diplomacia y las letras. El casamiento resulto vital para sus aspiraciones.      

 

Finalizada la rutina iniciática, la pareja de invitados intercambian, por algunos instantes, frases en idioma inglés; enseguida el visitante gira en su asiento para enfrentarse al amigo escritor e inician la plática en riguroso castellano.

La dueña, con arrestos cortesanos, vestida de fiesta, entra y sale desde la cocina con platillos de colaciones. Con su intermitente presencia rompe, por momentos,  el diálogo intelectual. La  mesada se va colmando de manjares. Copas de cristal para champaña y    Whisky...

        El  diálogo va in crescendo entre los eruditos, se barajan nombres y citas bibliográficas de libros, pasando por anécdotas, condimentadas con citas textuales y recitadas con fidelidad; poco a poco se va plasmando un contrapunto. Pasados los minutos, las horas, aquello resulta  un duelo, un ejercicio de arrogancia intelectual, una carrera de quien conoce más. Se juega el deseo de mostrar erudición, de someter al otro. Agotada la posibilidad de seguir con atención la disputa, se amontonan y confunden en mis oídos nombres y circunstancias. Con esfuerzo capto algunas referencias como la de Flannery O`Connor criando sus pavos reales  y su cuento corto “La buena gente del campo”.  Con libro en mano, el dueño, lee párrafos de “Diario Argentino”, del  escritor polaco Witold Gombrowicz -venido a estas tierras huyendo de la segunda guerra mundial- es el que dijo: “Maten a Borjes”.(1) (7) Retruca el visitante con más referencias y convocatorias memorizadas. También ingresan al ambiente los latinoamericanos.    Aparecen y desaparecen escritores famosos, nobeles, y otros no tanto; también, citas, anécdotas y hasta encuentros personales.

Los únicos actores de aquel "espectáculo" resultan los prosistas. Un duelo interminable. Una pelotera por imponer sabidurías. El resto de parroquianos ausentes, invisibles, empalagados.

Estoica la dueña de casa no descansa, va y vuelve reponiendo platillos, un repertorio inagotable; por momentos se sienta y escucha fragmentos del dialogo. 
        Transito una eternidad y navego sin rumbo.  

La norteamericana -ausente del idioma hispano- repasa con la vista los detalles del mobiliario y las antigüedades, permanece callada, inanimada, ausente, omitida. Pasan las horas. La noche se anuncia apagando la lumbre de las ventanas y se inflama la araña colonial.

Pasó mucho tiempo desde el brindis inicial con champaña al momento del whisky. Mientras continúa la pugna, la invitada neoyorquina toma por su cuenta el botellón escocés que vierte en su vaso, sin demoras lo ingiere y  repite la rutina. Los hablantes siguen ensimismados en su combate, ausentes del resto. La norteamericana, sin expresión, se va perdiendo en un infinito inexorable. Finalmente desagota, sin pudor, el contenido de la botella; anoto desde mi posición que va entonando un rictus triunfal, glorioso; pero no me animo a intervenir, ni a "despertar" a los locuaces ante una realidad  totalmente ajena al campeonato; ni siquiera me animo a insinuar lo que acontece. ¡Una misión imposible!

En acto final de paquetería, la anfitriona, ausente de lo que  está sucediendo con la foránea y los eruditos, reaparece con un envase metálico abierto conteniendo fetas de salmón rosado venida de Noruega, una exquisitez pocas veces vista, de costo exorbitante, por aquellos años; depositado en el centro, entre las escudillas, resulta un final de "nivel". La ignota invitada baja la vista y la fija en la novedad del pez nórdico mutilado. Ignorada, deja pasar algunos minutos, finalmente acerca decidida su diestra al pez en la lata y toma con delicadeza, entre pulgar e índice, una delgada feta que, siguiéndola con su mirada, la hace recorrer un lento  ascenso hasta donde el brazo se lo permite; ya en estricta verticalidad, con la cara vuelta hacia arriba y la boca abierta, libera la presa para que en caída libre acierte exactamente embocada; la situación se repite feta a feta hasta vaciar el contenido. Los protagonistas de la contienda siguen en su lucha sin cuartel con citas y nombres ajenos a la nueva situación; la dueña de casa en su afán de ir y volver con sorpresas comestibles, está ausente de la pelotera.

La extranjera escucha un duelo insondable. Ignorada, solitaria,  permanece “sin entender ni jota”.

Por fin liberada, en un acto concluyente ante el abuso, eleva rumbosamente uno a uno sus miembros inferiores y deposita los pies, ahora desnudos, sobre la mesada entre bombones, cristalería destrozada y la consiguiente batahola. ¡Por fin la realidad despierta y aterriza en la casona! Todos miramos azorados el espectáculo feroz y justiciero. “Un batuque”. La mujer es ahora la protagonista. Aflora su dignidad sepultada, su incomunicación absurda y el olvido aterrador en una circunstancia desopilante. Ya no valen citas, autores, anécdotas. ¡La gran estrella es ella!

¡Se desmorona la torre de Babel!

El paisaje de la noche y sus sombras se manifiesta con precisión puntual.

 

 

-Alfredo, por favor, ayúdame, no se puede parar. –Me implora el dueño de casa.

Ahora resuenan en la casona ancestral risotadas universales que indican, en la acometida, el triunfo final de la extranjera.

-Sí. Claro. ¡Vamos!…

Entre los dos elevamos aquella bella dama norteamericana y la depositamos en el asiento trasero del automóvil... Arranca e inicia la marcha. ¡Mientras se van perdiendo en la distancia y en la noche obstinada, las carcajadas triunfales de  Ana María!

 

Un gran reloj de pared marca la hora en que  despiertan los murciélagos. 

 

                  _____________________


 

(1)   - Pasados varios años de aquel combate, pude encontrar --luego de una ardua búsqueda- al citado autor polaco en su “Diario Argentino” y su anti poesía donde apunta: “No hay cosa más instructiva que la experiencia y por eso empecé a realizar algunas muy curiosas: leía cualquier poema alterando intencionalmente su orden de tal suerte que se convertía en un absurdo y ninguno de mis oyentes -finos y cultos, por cierto y fervientes admiradores de aquel poeta- advertían la treta; o, analizando en forma detallada el texto de un poema más extenso, comprobaba con asombro que los “admiradores” ni siquiera lo habían leído completo. ¿Cómo puede ser esto entonces? ¿Admirarlo tanto y no leerlo? ¿Gozar tanto de la “precisión matemática” de las palabras y no percibir una fundamental alteración en el orden de la expresión? Pero lo que pasa es que todo este cúmulo de ficticios goces, admiraciones y deleites están basados sobre un convenio de mutua discreción…”.

 

Alfredo Linares. Década de 1970.-

 







LA PROEZA DEL SEMILLÓN

 

        Las seis de la tarde en el tercer patio del caserón familiar, el del lavadero; allí se aprestan la paila de cobre con el cayote pelado y desgarrado encima del brasero negro de tres patas, listo para transformarse en dulce de finas hebras canela ; será revuelto hasta lograr la delicia  (con la recompensa postrimera de la raspa).


        “Comprá un kilo de azúcar, en lo de Cognetta. Llevá                       la libreta” -Ordena mi madre.

        Como era frecuente, las compras en el almacén de la esquina. Calzo las zapatillas menos agotadas y parto al negocio. Para cruzar la calle, debo esperar en el cordón de la vereda a que suceda un espacio entre la maraña de bicicletas montadas por albañiles, vendedores, mecánicos, empleados, vendedores callejeros… A esa hora regresan a sus hogares en las villas, del otro lado del rio Xibi Xibi.

En la vereda de enfrente, inevitable, paso por la casa donde fuera asesinado Juan Galo Lavalle (1) a manos de José Bracho, entre las cinco y media y las seis de la mañana del 9 de octubre de 1841, cuando se rezaba la primera misa en la iglesia San Francisco. Ya en el almacén, con ingreso principal en la propia esquina trepo los escalones de la puerta lateral del comercio, ingreso por el salón que oficia de cantina  para parroquianos, desde allí por una puerta al local. Construcción aquella  con pisos de ladrillo, paredes de adobes alisadas con calicanto, techo de caña y torta de barro coronado, en etapa posterior, con tejas “chunqueras” -moldeadas vaya a saber en qué muslos tejeros del siglo XVIII-. Todo sostenido por robustas viguerías de quiebrahacha (2) talladas con azuela. Esa primera habitación es el motivo de mi curiosidad: recinto frecuente de notorios figurones. Allí permanecían casi en penumbras, inalterables, generosos, repletos, dos grandes toneles de roble —uno con el apetecido licor tinto, el otro con el codiciado néctar del “semillón”—. De vez en cuando, desde los grifos de madera cae una gota en latas desocupadas de dulce de batata ahora rellenas de aserrín y colocadas en el piso. Como  siempre, penetra sin piedad el invariable aroma del vino que inunda el consagrado recinto.


        Alrededor de las cinco de la tarde, en dos mesas arrimadas de pino, ya cansadas, gastadas por el uso, que descubren impúdicas sus vetas y nudos; la ocupan, fijos, los de casi todas las tardes. Son los mismos protagonistas que se dejan ver, en los mediodías, mostrados con trajes, solemnes, campanudos, intactos, casi ilustres; caminando por la calle Belgrano desde Necochea hasta la Iglesia Catedral, una usanza diaria, rutina aparatosa pero necesaria a sus notoriedades en la pequeña y pueblerina ciudad. Son algunos de los cofrades integrantes del más alto referente social de aquella minúscula, tranquila y linda —casi colonial— “Muy Leal y Constante Ciudad de San Salvador de Jujuy”. Antes de la trágica debacle arquitectónica.


        En aquel ámbito vinoso -un ícono de barros- junto a la ventana, apoltronados en sillas de madera se ven temprano en las tardes: al ex gobernador interino, a don Fenelón finquero de Santa Bárbara, el presidente del Club Social, un Senador Nacional con mandato cumplido,  Ministro con mando, Juez mañanero, el Presidente del Banco y otros ilustres jujeños, apiñados. Pasadas las horas se va ampliando con otros representantes de la prosapia jujeña, siempre poseedores de apellidos sonoros. Beben y beben manteniendo la estampa, denotando alcurnia. El parloteo discurre entre  añoranzas y esplendores, apellidos y relaciones. Son típicos, notables.

El despensero, ahora transmutado en cantinero, sirve desde las barricas hasta colmar largos vasos lisos de vidrio sin derramar una gota, el ambicionado líquido claro o purpúreo.


        Más tarde, a la hora de salida del trabajo, arribaban  sin estridencias: empleados de comercio, albañiles, pintores… Trabajadores con las improntas de la faena diaria, con sus ropas gastadas, sucias. Se ubican  en las mesas restantes. Un recién apoltronado proclama: "Para mí un tinto”… Silencio… “Para mí, un semillón”, retruca un recién llegado de traje de hilo blanco, sombrero y apellido importante al momento de dejar colgado su paraguas en la percha y abrirse espacio en las mesas de los escogidos. 

         Aquel almacén ronda, todavía, en mis gratos recuerdos de infancia; pero es más fuerte la memoria de aquel espacio, el de los vinos y sus parroquianos.

Pasa algún tiempo en el que los adelantados sostienen la estampa y la distancia. Las otras mesas están ocupadas por “ignotos” personajes después del laburo. Poco a poco se va respirando en el ambiente una creciente embriaguez que contagia a todas las mesas.

Y ¡oh por fin! ocurre el milagro: van desapareciendo las diferencias, los  desacuerdos, la distancia; se entrecruzan ocurrencias, cae la prosapia  y se van  igualando los dos escalafones, asoman, sin dudas, las fibras del inconsciente y desaparecen incompatibilidades, el vocabulario se va emparejando, vulgarizando y anima a todos una fraternal lisonja. Aflora, la solución: lo común por sobre lo diferente, lo auténtico sobre la novelesco, lo reprimido por lo liberado, lo humano por sobre todo y hasta se intercambian las mesas.

       No puedo imaginar, ni remotamente, cómo harían –ahora- los entonces ignotos, ilustres y aplicados contertulios con los laburantes en un despacho de bebidas,  despojados de toda bambolla rimbombante —como lo fuera en la casi esquina noreste de calles Lavalle y San Martín, a fines de los años cuarenta (mucho antes de Ray Conniff) — para describir tanta alcurnia al momento de pedir (hasta el moño): “Para mí, otro semillón”.

Esta historia me recuerda dos pasajes poéticos que reflexionan sobre la fugacidad de la vida y la fama:

“Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir” de Jorge Manrique Allá por el siglo XV. Y más actual en el siglo XX de Nicola Guillén: 

Alcemos una muralla, juntando todas las manos,    los negros las manos negras,    los blancos sus blancas manos.    Ay,  una muralla que vaya desde la playa hasta el monte     desde el monte hasta la playa, bien,     allá por el horizonte.  

________________

      (Han pasado más de setenta años y al popular bebedizo —a secas semillón— lo colmaron de linaje complicándole hasta el nombre. Ahora, para encontrarnos con aquel generoso pío (4), hay que saber que se “elabora con uvas botritizadas Semillón...” (5). Debe decirse, también, que este vino “es un asunto untuoso, de nariz compleja, repleto de matices, que remite en primera instancia a la miel. Andan por ahí los recuerdos de frutas como el maracuyá y el melón...” “Un vino denso que tolerará con firmeza los embates de la nuez”. “La tradición popular indica que los Semillones son dulzones; ojo, esto no quiere decir con “azúcar residual” sino con una nariz que hace pensar en cosas dulces, etc. etc.).


        Bibliografía.

         Fialayre, Federico (Sommelier del Restaurante Tomo I). “Bondades de los Semillón”, en Cocina & Vinos de la Revista Viva.

 

         1. Referencia al General Juan Galo Lavalle, cuyo nombre designa a una calle céntrica de San Salvador de Jujuy.

         2. Tejas “chunqueras”: de barro que los tejeros elaboraban sobre la parte superior de la pierna (muslo), tomando forma acanalada y de mayor a menor. El vocablo proviene de la palabra quechua chunkka que significa, precisamente, `pierna´.

 

         3. Quiebrahacha: maderas duras en general. De allí deriva el término `quebracho´.

         4. Pío: germ. Vino de uva.

       5. Botritis cinerea: moho que produce una enfermedad que ataca a la uva quitándole líquido y concentrando el caldo. 

 

Alfredo Linares.

 







LA PROEZA DEL SEMILLÓN

 

        Las seis de la tarde en el tercer patio del caserón familiar, el del lavadero; allí se aprestan la paila de cobre con el cayote pelado y desgarrado encima del brasero negro de tres patas, listo para transformarse en dulce de finas hebras canela ; será revuelto hasta lograr la delicia  (con la recompensa postrimera de la raspa).


        “Comprá un kilo de azúcar, en lo de Cognetta. Llevá                       la libreta” -Ordena mi madre.

        Como era frecuente, las compras en el almacén de la esquina. Calzo las zapatillas menos agotadas y parto al negocio. Para cruzar la calle, debo esperar en el cordón de la vereda a que suceda un espacio entre la maraña de bicicletas montadas por albañiles, vendedores, mecánicos, empleados, vendedores callejeros… A esa hora regresan a sus hogares en las villas, del otro lado del rio Xibi Xibi.

En la vereda de enfrente, inevitable, paso por la casa donde fuera asesinado Juan Galo Lavalle (1) a manos de José Bracho, entre las cinco y media y las seis de la mañana del 9 de octubre de 1841, cuando se rezaba la primera misa en la iglesia San Francisco. Ya en el almacén, con ingreso principal en la propia esquina trepo los escalones de la puerta lateral del comercio, ingreso por el salón que oficia de cantina  para parroquianos, desde allí por una puerta al local. Construcción aquella  con pisos de ladrillo, paredes de adobes alisadas con calicanto, techo de caña y torta de barro coronado, en etapa posterior, con tejas “chunqueras” -moldeadas vaya a saber en qué muslos tejeros del siglo XVIII-. Todo sostenido por robustas viguerías de quiebrahacha (2) talladas con azuela. Esa primera habitación es el motivo de mi curiosidad: recinto frecuente de notorios figurones. Allí permanecían casi en penumbras, inalterables, generosos, repletos, dos grandes toneles de roble —uno con el apetecido licor tinto, el otro con el codiciado néctar del “semillón”—. De vez en cuando, desde los grifos de madera cae una gota en latas desocupadas de dulce de batata ahora rellenas de aserrín y colocadas en el piso. Como  siempre, penetra sin piedad el invariable aroma del vino que inunda el consagrado recinto.


        Alrededor de las cinco de la tarde, en dos mesas arrimadas de pino, ya cansadas, gastadas por el uso, que descubren impúdicas sus vetas y nudos; la ocupan, fijos, los de casi todas las tardes. Son los mismos protagonistas que se dejan ver, en los mediodías, mostrados con trajes, solemnes, campanudos, intactos, casi ilustres; caminando por la calle Belgrano desde Necochea hasta la Iglesia Catedral, una usanza diaria, rutina aparatosa pero necesaria a sus notoriedades en la pequeña y pueblerina ciudad. Son algunos de los cofrades integrantes del más alto referente social de aquella minúscula, tranquila y linda —casi colonial— “Muy Leal y Constante Ciudad de San Salvador de Jujuy”. Antes de la trágica debacle arquitectónica.


        En aquel ámbito vinoso -un ícono de barros- junto a la ventana, apoltronados en sillas de madera se ven temprano en las tardes: al ex gobernador interino, a don Fenelón finquero de Santa Bárbara, el presidente del Club Social, un Senador Nacional con mandato cumplido,  Ministro con mando, Juez mañanero, el Presidente del Banco y otros ilustres jujeños, apiñados. Pasadas las horas se va ampliando con otros representantes de la prosapia jujeña, siempre poseedores de apellidos sonoros. Beben y beben manteniendo la estampa, denotando alcurnia. El parloteo discurre entre  añoranzas y esplendores, apellidos y relaciones. Son típicos, notables.

El despensero, ahora transmutado en cantinero, sirve desde las barricas hasta colmar largos vasos lisos de vidrio sin derramar una gota, el ambicionado líquido claro o purpúreo.


        Más tarde, a la hora de salida del trabajo, arribaban  sin estridencias: empleados de comercio, albañiles, pintores… Trabajadores con las improntas de la faena diaria, con sus ropas gastadas, sucias. Se ubican  en las mesas restantes. Un recién apoltronado proclama: "Para mí un tinto”… Silencio… “Para mí, un semillón”, retruca un recién llegado de traje de hilo blanco, sombrero y apellido importante al momento de dejar colgado su paraguas en la percha y abrirse espacio en las mesas de los escogidos. 

         Aquel almacén ronda, todavía, en mis gratos recuerdos de infancia; pero es más fuerte la memoria de aquel espacio, el de los vinos y sus parroquianos.

Pasa algún tiempo en el que los adelantados sostienen la estampa y la distancia. Las otras mesas están ocupadas por “ignotos” personajes después del laburo. Poco a poco se va respirando en el ambiente una creciente embriaguez que contagia a todas las mesas.

Y ¡oh por fin! ocurre el milagro: van desapareciendo las diferencias, los  desacuerdos, la distancia; se entrecruzan ocurrencias, cae la prosapia  y se van  igualando los dos escalafones, asoman, sin dudas, las fibras del inconsciente y desaparecen incompatibilidades, el vocabulario se va emparejando, vulgarizando y anima a todos una fraternal lisonja. Aflora, la solución: lo común por sobre lo diferente, lo auténtico sobre la novelesco, lo reprimido por lo liberado, lo humano por sobre todo y hasta se intercambian las mesas.

       No puedo imaginar, ni remotamente, cómo harían –ahora- los entonces ignotos, ilustres y aplicados contertulios con los laburantes en un despacho de bebidas,  despojados de toda bambolla rimbombante —como lo fuera en la casi esquina noreste de calles Lavalle y San Martín, a fines de los años cuarenta (mucho antes de Ray Conniff) — para describir tanta alcurnia al momento de pedir (hasta el moño): “Para mí, otro semillón”.

Esta historia me recuerda dos pasajes poéticos que reflexionan sobre la fugacidad de la vida y la fama:

“Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir” de Jorge Manrique Allá por el siglo XV. Y más actual en el siglo XX de Nicola Guillén: 

Alcemos una muralla, juntando todas las manos,    los negros las manos negras,    los blancos sus blancas manos.    Ay,  una muralla que vaya desde la playa hasta el monte     desde el monte hasta la playa, bien,     allá por el horizonte.  

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      (Han pasado más de setenta años y al popular bebedizo —a secas semillón— lo colmaron de linaje complicándole hasta el nombre. Ahora, para encontrarnos con aquel generoso pío (4), hay que saber que se “elabora con uvas botritizadas Semillón...” (5). Debe decirse, también, que este vino “es un asunto untuoso, de nariz compleja, repleto de matices, que remite en primera instancia a la miel. Andan por ahí los recuerdos de frutas como el maracuyá y el melón...” “Un vino denso que tolerará con firmeza los embates de la nuez”. “La tradición popular indica que los Semillones son dulzones; ojo, esto no quiere decir con “azúcar residual” sino con una nariz que hace pensar en cosas dulces, etc. etc.).


        Bibliografía.

         Fialayre, Federico (Sommelier del Restaurante Tomo I). “Bondades de los Semillón”, en Cocina & Vinos de la Revista Viva.

 

         1. Referencia al General Juan Galo Lavalle, cuyo nombre designa a una calle céntrica de San Salvador de Jujuy.

         2. Tejas “chunqueras”: de barro que los tejeros elaboraban sobre la parte superior de la pierna (muslo), tomando forma acanalada y de mayor a menor. El vocablo proviene de la palabra quechua chunkka que significa, precisamente, `pierna´.

 

         3. Quiebrahacha: maderas duras en general. De allí deriva el término `quebracho´.

         4. Pío: germ. Vino de uva.

       5. Botritis cinerea: moho que produce una enfermedad que ataca a la uva quitándole líquido y concentrando el caldo. 

 

Alfredo Linares.

 

El Secundario

 


 

 

                   1954 – 1958   

El secundario con Algunos de sus eventos

"Colegio Nacional N° 1 Teodoro Sanchez de Bustamante".                          Creado por Facundo Sarmiento  

-I 

Suena el timbre que  anuncia la clase de matemáticas con el “grueso” Ing. Manuel Pérez. Durante el recreo surgió la ocurrencia de uno de los compañeros del curso (Alfredo Linares) una caricatura dibujada en el pizarrón, representa una ave doméstica picante, bien alimentada y con la cara en remedo caricaturesco del ingeniero Pérez picoteando números de un plato; abajo en letras de imprenta se proclamaba: “Pollo Gordo”. La genial obra burlona esperaba la entrada del mismísimo personaje representado. Cuando ingresa saluda, se para frente a la figura, resiste, de espalda a los interesados  alumnos, examina la obra en la pizarra  por largos segundos, decidido toma el borrador y con una sonrisa hace desaparecer el ingenio; sin mediar palabra toma la tiza y traza un gran círculo, comienza a volcar su sabiduría: a partir de entonces se inicia el dictado de trigonometría. Así es como trascendió en  todos los lìmites provinciales y hasta nacionales el alias inaugurado esa mañana, el que cargaría como Gobernador y por toda su vida: “Pollo Gordo”; nunca mas ingeniero Manuel Pérez.

-II

Entre los camaradas teníamos el honor de que estuviera el mayor promedio del establecimiento: el abanderado Carlos Eduardo Oroza; este “bocho” tenía solo un sitio enclenque: no podía dibujar nada decente ante los ojos del Profesor Fernández. Un compañero, con habilidades en el arte pictórico (el suscrito), le hacía "bajo poncho", los trabajos en clase para merecer un 10 y los arrimaba a destino subrepticiamente. Pero ocurrió lo insólito: en uno de los trimestres, en aquel tercer año, el dibujante no presentó ni un solo diseño propio: luego, en la libreta de calificaciones apareció la nota correspondiente: ¡¡Un 0!! Grande fue la sorpresa del padre: "¿No es que te ausentas, por las tardes, al taller de pinturas?"... Esta evaluación lo condujo a rendir examen a fin de año. En aquella oportunidad, también hizo los trabajos para algunos compañeros, nulos al tiempo de dibujar. Esta vez sí presentò el propio. Cuente este, como uno más de tantos de los hechos que bordonearan en el inmemorial grupo.

-III

Otro de los eventos fue el "dia de la madre": numerar en voz alta y a coro (1, 2, 3, 4…) el sonido cada vez más lento de pisadas de la docente cordobesa de literatura y embarazada, al descender por la escalera para arribar al subsuelo, donde funcionó el tercer año “C”. Su sorpresa fue mayúscula: nuestro compañero Emilio Simeón Moreno y en representación de todos, con palabras emotivas, entregó un gran ramo de rosas  a la Profesora Ana María Postigo de Vedia, que con ojos brillosos por las lágrimas y voz quebrada, no pudo responder; estaba próxima a dar a luz su primer hijo (1956).

-IV

En los tres primeros años se dictaba la materia “Inglés” pero, en cuarto año, se debía optar entre italiano o francés. Yo elegí esta última lengua. La división idiomática implicó que, en la hora de clase, la mayoría de los alumnos (estudiantes de italiano) quedara en el aula; la minoría nos trasladábamos al anfiteatro. Este es un recinto con butacas en gradería ascendente y un escenario en discreta altura. Entre ambos había un espacio a nivel del piso del pasillo por el cual se ingresaba al lugar. Arriba, en el proscenio se encontraba un foso -para el apuntador- con una tapa también de madera. Una mañana, finalizado el recreo, nos dirigimos a la “gradería”. La profesora, una señora ya madura con difícil pronunciación del español era, sin embargo, nativa de las islas Filipinas, igual que su esposo. Estimo que eran las únicas personas provenientes de aquellas lejanas tierras -violada hasta el cansancio, entre otros, por españoles, franceses e ingleses-.A eso se debería, posiblemente, la multiplicidad de idiomas que la pareja habla. Madame Yahni era baja, de rodillas alejadas entre sí que dejaban un buen espacio entre ambas; tenía gesto duro, conducta implacable, y mal carácter pero no se mostraba tan estricta al momento de calificar. Era una “profe” de respeto. Cuando ingresamos al “aula” -y minutos antes de la presencia de la educadora- tuve la muy mala idea de explorar el cubículo destinado para el apuntador, desde donde se dicta los pasajes no bien memorizados por los actores en las obras de teatro. Entonces, levanto el cerramiento del orificio y bajo sin mayor dificultad; bajo al foso; ya en el interior, repentinamente, quedo a oscuras: mi compañero Mario Pérez ha recolocado la tapa y se para encima. Intento empujarla hacia arriba pero es imposible: han corrido el piano de cola hasta que una de las patas sella definitivamente la entrada. Quedo encajonado; felizmente hay una rendija entre la tapa y el piso por donde penetra un haz de luz.  Se sienten los pasos ligeros y breves de  Madame y el barullo de los “actores” en búsqueda, precipitada, de las respectivas butacas. Luego… “silencio”.

–“Bon jour” -saluda la profesora e ingresa a la parte baja, entre el escalonado de asientos y el escenario.

”¡Bon jour, madame!”. –contestan a coro los alumnos-. Repentinamente, el haz de luz de mi habitáculo mengua  y aparece una sombra en la rendija porque la señora estiró su brazo hasta el escenario y depositó la cartera, precisamente en la ranura de la iluminación. Ante la difícil circunstancia de mi encierro, decido pasar aquella hora en ostracismo, en silencio y con paciencia. ¡Jamás delatar!  Es una Ley consensuada: “Llevar la cruz”. En el exterior reina la paz, sólo se escucha a la profesora. Los alumnos, una “pinturita”. Nadie murmura y, además, ponen cara de “Aquí no pasa nada” aunque todos sí saben lo que ocurre con el compañero “recluso”. Transcurren interminables minutos. En aquel estado de absoluto ostracismo, se me ocurre la peor de las ideas: guiado por la sombra que dejó la cartera de la profesora, introduzco los dos dedos indicies en la ranura hasta tocar los extremos del cuero,  levanto suavemente en perfecto sincronismo digital y traslado el objeto unos centímetros, hacia uno de los costados. Ahora ocurre lo inaudito: una carcajada unánime se apodera del conjunto de estudiantes y retumba en el anfiteatro. El detonante del jolgorio es, obviamente, el misterioso desplazamiento a espaldas de la docente. Un tanto preocupado por la respuesta a mi “fullería”, me coloco nuevamente en cuclillas. La clase se reanuda a pesar del desconcierto de la madame Yahni. Pasan algunos minutos y me animo nuevamente: los mismos dedos, el ascenso, el traslado del adminículo de cuero hacia el otro lado y el descenso consiguiente, nueva algazara unánime, imparable. La profesora está desconcertada, mira para todas partes pero no advierte nada. Esa rutina se repite algunas veces más. El resultado, una clase fallida. Suena el timbre de finalización de la hora. Madame Yahni recoge su cartera y se retira con un rictus amargo. Siento que se corre el piano,  se abre la tapa del encierro  y voy saliendo a la libertad. En ese instante, la profesora vuelve al teatrillo. Nunca supe qué la hizo regresar -dicen que las mujeres son, sobre todo, intuitivas- y ahora presencia mi “resurrección”

-Venga conmigo, Linares -ordena con autoridad.

La sigo y nos dirigimos a la Rectoría.

Oscar Marín -Rector del Colegio- y la profesora Matilde Yanhi  hablan unos minutos. Yo espero en la puerta. Ahora me conducen a la oficina siguiente, a la sección “alumnos”

 -Secretaria, le pone 24 amonestaciones al alumno Linares  -remata el Director.

 Desde aquel día de 1957 -y faltándome una amonestación para perder el año- me resigno a ser el más disciplinado alumno del Colegio.

 -V

Es hora del descanso para concurrir al baño, o conversar en los corredores, o el patio… Nuevamente el sonido de ingreso al aula, vamos a la clase de elocuencia; entramos y esperamos parados a la profesora, la más estricta: Sra. Rosario Lacunza de Pockorni. La puerta abierta. Aparece la excelente educadora, pero poco clemente. No termina de llegar al escritorio cuando detiene la marcha bruscamente, rígida da un medio giro, con gesto severo dirige la mirada al conjunto y pronuncia con rigor tajante levantando la voz: “¡¡¡¡Linares afuera!!!!!... Tomen asiento”. Ante semejante evidencia dejo mi lugar en mutismo, me dirijo a la puerta, la abro, salgo, la cierro. Después de la admonición de la “profe” se instala en el curso un silencio macabro. Estoy en la galería, pretendo adivinar lo que acababa de acontecer.. No llego a pensar en que recóndito lugar puedo pasar desapercibido cuando, a segundos de la expulsión, se abre la puerta y aparece uno de mis compañeros y me dice: “entra”, y entro… Está todo dicho: camba de destinatario la sentencia, por auto confesión; ahora ocupa mí lugar en el corredor, expulsado, el autor del desaguisado, es  mi amigo y compañero Mario López. Ingreso: “Permiso”… Me dirijo al pupitre que me corresponde en la última hilera sobre la pared de las ventanas que se abren a la calle Belgrano, atrás se sienta José Plaza, adelante Bernardo Guillermo Matthews. La clase permanece en silencio. “Abran las carpetas”, ordena altiva y se inicia el dictado de literatura en el 5to año “A” del “Colegio Nacional Teodoro Sánchez de Bustamante”, con escudo: “Casa Nacional de Estudios de Jujuy”; creado en 1869 por Don Domingo Faustino Sarmiento en “La Muy Leal y Constante Ciudad de San Salvador de Jujuy”.

-VI

La hombrada, con Lacunza, que cuento al final -ocurre el último de los años cursados en el inolvidable Colegio Nacional- como las otras muchas "gestas" sobrevenidas en esos años señeros, a partir de 1954. No obstante amerita una acabada reflexión:  Se genera esa camada desde la primaria, en la Escuela Manuel Belgrano; otros compañeros se unen en el Colegio Secundario. Se va multiplicando en el grupo un sentido de unidad y de solidaridad. Todos formamos un equipo donde prima el fuerte compañerismo para abonar amistad con devoción. Esta condición implicó reglas tácitas, definitivamente cumplidas con fervor y complacencia: no aconteció nunca algo convenido, escrito, ni siquiera conversado, brotó solo como un regalo imperecedero con apego muy fuerte; jamás una delación, una queja, una agresión, todo se hace con el mandato de la afición, la empatía. el ingenio, la inventiva y con alegría. Hubo y lo hay un contrato irrenunciable a esta condición, a partir de aquel milagro auto propuesto "trabajo en equipo". En el Hall de entrada del Colegio Nacional de Jujuy, hay una placa de bronce -la única-. Testigo mudo de aquel equipo forjado con lazos indestructibles. Allí están los nombres de los bachilleres egresados del 5º año  “A” en 1968. Todos los años, sin que falte uno, los 28 de diciembre nos volvemos a encontrar.

¡Seguimos juntos en el metal y en los corazones, para siempre!

Alfredo Linares (alumno).  2025